TARDE
Y FASTIDIO
A
Rodolfo, que no llegó a ser mi amigo.
De
dónde le vendría esa idea, que la tarde era un fastidio de sol, si la mañana
había transcurrido en el departamento con aire acondicionado, la botella y el
cenicero bien a mano, y las fotos habían quedado algunas sobre el sillón y
otras desparramadas por el piso.
Si
había mirado por primera vez en años esa película de vacaciones los tres,
rescatada vaya a saber cómo. Y si recién había estacionado el auto flamante y
sólo era una cuadra hasta la plaza y ahí nomás, cruzando. Pero al sol habría
que sumarle el humo de los escapes entrándole como si fuera una novedad y lo
hacía toser sin reconocerse en la tos, como si el que tosiera fuera aquel perro
yéndose quién sabe, o esa estatua condenada a permanecer, o el árbol que
ahora le sirve al perro y ensombrece una parte de la estatua. Tosía pues, y era
absurdo, como absurdos se le antojaban los pensamientos de los últimos tiempos
mientras caminaba tan elegante por fuera, tan traje de corte inglés y corbata
de seda, la piel bronceada a propósito en sesiones de doce minutos sin
fastidio. Pero qué hacer ahora y aquí con los recuerdos, a quién recurrir
cuando se descubre la soledad adentro, si ya es tarde y los muertos no pueden oír
lo que no quiso, y los padres se fueron y no les ha preguntado si el abuelo era
bueno o jugador o borracho. O si la guerra los había hecho andar descalzos
antes de que uno, buen hijo que había hecho carrera, les pagara el mejor lugar
para verlos poco en horas de visita cada vez menos. La calle era entonces como
la tarde, se diluía en un fastidio de gente al sol y de vehículos que echaban
humo a su paso. Y él llegaría tarde y no importaba, pues temprano sólo llegan
los perdedores, los que bajan la vista cuando entra para ser insultado en
silencio, pues así lo reciben aquellos sobre los cuales lo ignora todo, y si
alguna vez les rescató por casualidad algún nombre, lo olvidó al instante por
un asunto urgente que reclamaba atención. Y es que uno entra al BANCO
por costumbre o para huir de los fantasmas. Porque desde hace, ¿cuánto?, ¿Y
antes?, cómo era antes que no era lo mismo que ahora, cuando despilfarra su
indiferencia contra clientes y subordinados, a los que ve y les da la mano, pero
aprieta el puño y no hay fuerza, hay apenas un gesto blando, tan blando como inútil.
Y puesto a decidir en su puesto debe hacerlo todo nuevo, repetir cada movimiento
como si fuera la primera vez, aunque hoy los pensamientos absurdos intentan
trabarlo, pero no hay salida, debe resignarse a recibir a esas damas o a esos
caballeros que lo tratan con cortesía, pues lo saben portador de las llaves del
BANCO, aunque ya está cansado de lo que tanto le gustaba, cuando le pasaban un
sobre blanco o gris o qué diferencia hay, si servía para comprar la felicidad
a largo plazo y bajos intereses. Es que los señores gerentes son tan
importantemente poderosos en ese instante, cuando negocian un expediente y lo
firman o no, y si lo firman estampan sello y sonrisa y apretón de manos. Pero
por qué maldición le toca atender justo hoy, con estos recuerdos como animales
infatigables, a la señora que ya viene, con joyas hasta en las piernas para
impresionarlo y chico rubio a su lado, y un velo se descorre en alguna parte e
imagina que a lo mejor el chico podría parecerse, y se pregunta por qué no le
aceptó esa vez la invitación para jugar al dominó y le dijo no al hijo, si el
cansancio era apenas por unas copas o alguna secretaria a deshoras. Y por qué
se negó a mirar cada día el cuaderno de clase e ignoró los dibujos en las
paredes, y cuando los quiso mirar no encontró los cuadernos y las paredes se
habían desmoronado, y ya no existía el hijo, existe quizá un ser desconocido,
con barba y anteojos le pareció una vez a lo lejos, cuando no se atrevió a
cruzar la calle. Entonces el hijo es un milagro crecido sin él, cómo ha podido
ser sin él y ahora es sin él no sabe dónde.
Y
no hay remedio, firma la solicitud de señora enjoyada con chico rubio y piensa
que todo es lo mismo, que la vida no tiene garantía, y pase el que sigue, y si
no sigue nadie mejor, porque alguien se acerca con bandeja y café que no ha
pedido, y lo saluda, cómo le va señor, y él no adivina si ya le ha respondido
algo o si acaso debe contestarle con la seriedad de antes pero no de ahora,
cuando los recuerdos vuelven y lo llevan a un café de allá lejos en el tiempo,
te acordás Irene, en una mesa en un bar en una mañana con fastidio de sol en
la mejilla de ella que dice no comprender cuando él le dice ya es tarde, cómo
tarde, te resistís Irene, y uno inventa algo para justificar palabras que se le
descuelgan de la boca, fatales y huecas, como si un eco repitiera lo que no
hubiera debido decir. Pero ya es tarde, el tiempo se ha cumplido y corresponde
irse, aunque antes se impone la impostergable reunión para darles oportunidad a
dos o tres de los que más lo odian, de que le rindan cuenta y pleitesía y le
recuerden que defienden con su honra y dedicación los intereses del BANCO, y no
saben que ya no le interesan los intereses, sólo las deudas que ha contraído
en su vida y de las cuales no acierta a distinguir la caja para pagar. Y después
de nuevo la calle, que ya no tiene el sol y el humo ya no lo hace toser pero el
fastidio sigue firme adentro del que camina entre la gente, y la gente lo empuja
a mirar la Catedral y a pensar si Dios alguna vez le quiso decir algo y Él
tampoco tuvo tiempo. Entonces la tarde casi noche es una larga caminata hacia el
bajo, rumbo al puerto para qué. Y cuando llega la vida es un embrollo y hay una
brisa y un barco alejándose, e imagina que quizás un rato antes y ese barco le
hubiera servido aunque tal vez aún, porque ve sus luces yéndose y la memoria
es un fastidio sobre el escalón que parece no acabarse y es un abismo de padres
que se fueron antes de y de hijo que creció sin y de amor de Irene abandonada
en una y el murallón es sólo un salto y entonces ya no es más ni la brisa ni
el grito.
Mario
Capasso - Argentino