DESTINO
Alguna
vez, alguien a quien amé, me contó que el destino está escrito en algún
lado. Y todavía me pregunto donde habrá un papel tan grande como para albergar
todas nuestras desgracias... Y quien tuvo ganas de escribirlas”
Bajo
la intensa lluvia, desesperado por conocer que le deparará el destino después
de otra decepción camina apurado por Florida. No llega tarde solo trata (en
vano) de eludir las gotas que lo empapan, no tanto como los charcos, que por
prestar atención al cielo y no al suelo, pisa ya sin preocuparse. -¡Paraguas,
a los paraguas! - grita algún negociante que vilmente lucra con la necesidad de
la gente, guarecido en el hall de un edificio frotándose las manos. Patricio
cruza Corrientes correctamente, con el semáforo en rojo, pero el colectivero,
no ve o no le da importancia a la señal, y pasa igual; esquivando y empapando a
siete intrépidos peatones que, como Patricio, respetan las señales al pie de
la letra. Los insultos no alcanzan al chofer del bondi, quien ríe a carcajadas
desde el espejo. Prosigue su marcha y dobla en Tucumán mientras un relámpago
quiebra en varias partes la oscuridad del cielo, casi negro. Media cuadra y así,
empapado como está, toca timbre tres veces en el 9º B. La cerradura comienza a
sonar y por el altavoz del portero eléctrico se escucha un intempestivo -Pasa.
Y Patricio pasa. Llama al ascensor y mientras espera, se arregla en el espejo
gastado del pasillo, lúgubremente iluminado. Se acomoda el pelo que le queda,
bastante poco para sus 24 años recién cumplidos, lo lleva hacia adelante,
hacia atrás, pero no hay caso. En un par de años me empiezo a lustrar la bocha
- piensa, y ríe (por no llorar).
La
lucecita del botoncito esta prendida, ya pasaron más de cinco minutos y el
medio mecánico de elevación no aparece por la planta baja. Habrá que usar las
escaleras. La tenue luz y el aspecto tenebroso y descuidado lo hacen dudar
acerca de subir nueve pisos por ahí, más por miedo a su propia torpeza que a
la maldad ajena. En el séptimo piso es el cansancio el que lo hace dudar otra
vez - los escalones de cerámicas rojas no terminan de aparecer - así que pita
fuerte el cigarrillo y lo tira para tener menos peso en estos dos últimos
pisos, que sube tropezándose tan solo en dos ocasiones. Todo un éxito.
Las
puertas del noveno no tienen indicado a que departamento se entra a través de
cada una, pero la riestra de ajos es signo inequívoco de que este es el B.
Golpea, también tres veces y cuando arremanga su saco para poder ver la hora,
la misma voz del portero eléctrico grita desde atrás de la puerta que son las
ocho y cinco, que llega tarde y que como son solo cinco minutos de tardanza no
importa. Y mientras abre la puerta y los ajos golpean con gracia contra ella, la
bruja comenta como al pasar que ya sabía que iba a llegar tarde. Y Patricio se
pregunta si será por adivina o si solamente sabía que no funcionaba el
ascensor y prefiere pensar que por las dos cosas.
Pasa
al departamento. Las cortinas están abiertas y por las ventanas ya no entra
luz, solo algunas gotas de lluvia que desde ahí arriba parece más tranquila
que debajo de ella. Patricio se desabrocha el gabán, botón por botón,
lentamente, casi con miedo. La bruja lo mira de reojo, sonríe y su boca se hace
aún más ancha cuando la comisura de los labios le toca las orejas. -Sentate-
le dice mientras camina hacia la cocina. Y Patricio, obediente como siempre, se
sienta.
Para
amainar los nervios busca desesperado el atado de Camel (que estrenó hace un
ratito nomás) en el bolsillo del gabán colgado del respaldo de la silla.
Despacio, saca un cigarrillo y al mismo tiempo que juega con él, guarda el
paquete con cuidado. Ahora busca fuego, mira a su alrededor y encuentra, sobre
la mesa ratona, una cajita de fósforos. Se levanta a buscarlos sin hacer ruido,
sigilosamente, como cada una de las pocas veces en que desobedece una orden. La
cajita está perdida entre un montón de velas de varias formas y colores, saca
un fósforo, lo raspa y enciende el cigarrillo que tiene entre los labios.
Escucha pasos, pita y corre hacia la silla antes de que la bruja lo vea. El
fosforito humeante se esconde debajo del sofá. Por la puerta de la cocina asoma
el voluptuoso cuerpo de Kasandra, en sus manos, de las que cuelgan numerosas
pulseras de oro, plata y otros metales, trae una bandeja con una pava y un
pocillo, ambos de cerámica blanca. Patricio la mira buscando aprobación para
fumar y lo único que encuentra es un sacate eso de la boca pendejo, en versión
grito que lo deja azorado y boquiabierto. Mientras Kasandra se sienta frente a
Patricio, él apaga el cigarrillo en el piso y desde abajo de la suela del
zapato asoma un aroma dulce a madera quemada que saborea como la última pitada.
La bruja saca algo raro del bolsillo, lo pone dentro del pocillo y sirve el agua
bien caliente de la pava. El humo y el olorcito son encantadores. Empuja la
taza, lo mira a los ojos y comienza a explicar. Patricio sigue las instrucciones
al pie de la letra. Toma el pocillo con la mano izquierda, bebe el café de un
solo trago y cuando termina, sin apoyarlo, lo da vuelta sobre el plato y lo
empuja hacia ella.
Patricio
hace un gesto de desagrado, el café estaba muy fuerte y amargo. Kasandra sonríe
y acepta que quizás se le fue la mano con el café pero para que se lea bien
tiene que haber mucho. Está por levantar la taza pero antes, con un solo gesto,
le hace notar a Pato que antes de enterarse de su futuro deberá abonar los
honorarios convenidos anteriormente. Cincuenta pesos. Ahora sí, todo esta listo
para enterarse que le depara el porvenir.
Kasandra
cierra los ojos y se frota las manos, se seca el sudor de la frente y murmura
algo inentendible. Patricio nervioso por la lentitud del show desabrocha el
segundo botón de su camisa y piensa como le gustaría encender otro cigarro,
pero como sabe que no puede, se lleva un dedo a la boca y se come la uña. La
bruja voltea el pocillo sobre el plato y mira en el interior. Levanta la mirada
hacia Pato y este la interpela. ¿Y? ¿Voy a reconciliarme con mí ex novia? ¿Voy
a conseguir trabajo? ¿Voy a ser millonario algún día? Patricio se desarma en
una ráfaga de preguntas ante la incompresible mirada de Kasandra.
El
pocillo se estrella contra la pared después de recibir el golpe violento de
Kasandra, y ahora es Patricio el que no entiende nada y pregunta casi gritando,
asustado, que qué pasa. La bruja saca del bolsillo los billetes que
anteriormente le dio Patricio y se los devuelve sin decir una palabra. También
sin decir una palabra y con la mano temblorosa señala la puerta. Pato toma el
dinero, su gabán y camina hacia la puerta sin dejar de insultar a la bruja de
mierda, que sentada, mira como la puerta se cierra violentamente.
Una
vez en el pasillo y después del portazo, ve la riestra de ajos en el piso,
piensa en levantarla y cuando se acerca hacia ella la patea, y putea. Mira hacia
el ascensor y recuerda que debe usar las escaleras. Antes de bajar enciende un
cigarrillo y empieza a correr, bajando los nueve pisos hasta la planta baja.
Llega cansado, sin aire pero corre hacia la puerta que está entreabierta y sale
a la calle.
Respira hondo. La lluvia cesó pero la calle sigue húmeda. Hace frío y se abriga con el gabán. Camina unos metros, se moja en un charco y para, quiere pensar pero no puede, tiene bronca y por más que sigue puteando no se le va esa sensación rara del pecho. Cruza corriendo la calle, un taxi lo esquiva pero el chofer del bondi que viene atrás, no. Vuela y cae, de espaldas, sobre el baúl del taxi, y de cabeza, al asfalto mojado. Hay ruidos, gritos, por todos lados pero el ya no escucha. La gente se acerca pero el ya no ve. Debería dolerle todo el cuerpo pero el ya no siente. No hay sangre. Solamente lagrimas en el departamento B del noveno piso de alguno de esos edificios de enfrente. Y lentamente comienza a llover, otra vez.
Matuque - Argentino