PISO SÉPTIMO
Miyaho
logró alcanzar la noche desde el fondo de su piso azul. Arrebatado, como los
vientos que soplan en la costa oeste, subió del foro central de la habitación
hasta la escueta pasarela que comunicaba la azotea con el piso séptimo del
edificio contiguo. Por un instante, justo antes de poner pie en el primer tramo
de la pasarela, se imaginó en un bergantín antiguo, tripulado por hombres
desnudos y recios, curtidos de piel a la luz del sol y aromados de salitre bajo
el reflejo lunar. Saboreó, entonces, la tostada piel de sus espaldas y gritó
sus ansias aferrado a aquellos cuerpos. De igual manera lo obligarían a caminar
por la plancha para lanzarlo a los tiburones o a cualquier bestia del mar que no
distinguiera sexos ni esperanzas. ¿Podía alguna bestia del mar hacerlo, acaso?
¿Era capaz, algún animal marino de distinguirlos? ¿Un delfín, tal vez? Esos
prodigiosos mamíferos que logran comunicarse entre sí mejor que los humanos.
Miyaho retornó a la pasarela por un golpe de viento. Del norte parecía
proceder una ventisca. Dejó a los hombres de su imaginación atando los cabos
de la nave, ya ajenos a cualquier reclamo, y se dispuso a continuar la marcha
hacia el lado opuesto del piso que lo había sostenido durante los tres últimos
años de su vida estudiantil. Todo ese tiempo pendía ahora de los goznes que
sujetaban los extremos de aquel paso ilusorio. Miyaho sabía que al cruzarlo sólo
encontraría fieras dentadas y sedientas de sangre, de su sangre azul. Tiburones
y no delfines. Avanzó cinco pasos sin mirar a los lados y calculó la distancia
restante como quien precisa de datos para ganar una nueva vida. Poco más de
quince metros, quizás veinte, no más de veinticinco o treinta. Igual calculaba
la edad de sus interlocutores y la razón de sus amantes. Poco más de una
cordura, no menos de media soledad y nunca un monstruo nocturno malográndole el
sueño, se dijo del último que había ocupado un puesto en su cama, y se había
equivocado enteramente.
Un
par de pasos más y una nueva ráfaga de viento, esta vez acompañada de granizo
fino y helado, lo obligaron a pensar en la última sonrisa que había detectado
en el rostro de su padre. Fue antes de que éste supiera lo de su amor por
Lauda, un compañero del primer año de universidad. Miyaho lo había amado con
franqueza, como se aman las cosas que tienen nombres simples y las personas que
viven construyendo recuerdos nuevos. De igual manera podía haber amado a su
padre, sobre todo por aquella sonrisa que aparecía cada tarde, a la hora de la
cena, acompañada por un pedazo de pan de centeno. Él sabía que su padre
robaba aquellas migajas de pan para no aparecer con las manos vacías y, sobre
todo, para complacerle el gusto por aquel cereal. Miyaho amaba el centeno como
se aman las cosas que tienen nombre simple.
Sin
duda, del norte procedía una ventisca y la percibió a través de su piel
adolorida. El frío podía curarlo de los desafíos de la sangre -su sangre
azul, fina y delicada, como el color y la textura del piso de la habitación,
por donde tanto había hecho rodar su cuerpo desnudo. De esta esencia se había
apropiado su sangre, no de un antiguo abolengo, porque no existía. Miyaho era
hijo de un obrero y de una humilde maestra de escuela. Pero la textura de aquel
piso, en contraste con la de las pieles que sentía sobre la suya, le había
revelado, luego de tres largos años, la realidad de sus demandas: él deseaba
fundirse con el color azul y la tibia temperatura de aquel mineral que soportaba
el roce de sus pies y el loco grito de sus amantes. Él deseaba integrarse a la
solidez de aquella pieza que tenía un nombre simple.
El
viento, esta vez más atrevido, le obligó a avanzar algunos pasos, mientras batía
la camisa de seda y el pantalón de tela cruda que cubrían sus fisuras humanas.
Miyaho era humano, sin duda. Lo sabía por los sueños y porque, al fin, había
logrado alcanzar la noche. Nadie que no lo fuera lo había hecho jamás, era
cierto, pero también lo era otro hecho menos alentador: cada uno de estos
merecedores había terminado en el fondo del mar, entre los filosos dientes de
los tiburones. Y es que el mar era la misma noche que se colaba como una húmeda
y materna esperanza en la memoria de la humanidad.
Al
pensar en ello, en la noche que aún le quedaba por delante, Miyaho retornó al
bergantín, donde los hombres bregaban para capear una tormenta, y buscó con
ansias un rostro que pudiera librarlo del arrebato y la ilusión. Se detuvo en
la popa, a prudencial distancia de los marinos -la misma que lo separaba del
edificio contiguo-. En ese momento comenzó a calcular las heridas reflejadas en
sus rostros. Era de noche, como en su habitación, en la pasarela, y en todo lo
que lo rodeaba en el lado opuesto a su imaginación. Cuatro dudas fundamentales
descubrió en el rostro del que parecía comandar las acciones: ¿podría
conducir a su tripulación fuera de la tormenta? ¿Era aquello, en verdad, un
torbellino natural, o sólo la manifestación de un miedo interno, profundo,
extraño? ¿Sabía él donde estaba el puerto, o por lo menos, cuál era la ruta
más segura, aquella que siempre tomaban los delfines? Y aquél hombre que lo
miraba desde lejos, ¿por qué lloraba?
Esa
última duda descubierta en el rostro del navegante -que tanto se parecía a
Lauda- lo había devuelto a la pasarela, donde ya la ventisca había colocado
una delgada alfombra de granizo. ¿Podría volar?, se preguntó Miyaho al
observar el paso cubierto por esa leve blancura. Volar debía ser como esa nieve
-pensó entonces-, algo suave y ligero a simple vista, pero duro y frío al
tacto más sensible. Al suyo, por lo menos, que era de piel azul.
Ese
era el color de sus manos y casi el de su rostro el día en que Lauda decidió
abandonar su lugar en la cama. Miyaho no intentó detenerlo, se resignó tan sólo
a morir de frío, como en esta noche, y tendió sobre el piso una alfombra roja;
la misma por donde había subido hasta la escueta pasarela que comunicaba la
azotea con el piso séptimo del edificio contiguo, donde lo aguardaban feroces
animales marinos y no precisamente fornidos torsos de hombres desnudos y dulces,
hasta el amanecer lunar de un nuevo día.
Su
padre lo había dicho, justo antes de perder la sonrisa y la destreza para robar
pan de centeno: yo no quiero un hijo marica, los maricas no tienen derecho a
padres, ni a hablar de amor, siempre terminan en el abandono, echados a un lado
por el tiempo y las personas, tristes, arrebatados del día y de la noche,
deambulando como seres desprovistos de naturaleza humana, porque, al fin y al
cabo, todo marica ejerce un destino contranatural y por ello pierden el delicado
vestigio de humanidad que aún nos queda… Pero él no lo había perdido, lo
sabía porque el frío comenzaba a azularle la piel y porque, además, le dolían
sus pies descalzos.
Con
esta última comprobación, Miyaho optó por avanzar hacia el extremo opuesto
sin demorar más en arrebatos y sueños. No debía darse el lujo de imaginar héroes
comprensivos y, mucho menos, milagros redentores. Luego de revelar a su padre la
realidad de su naturaleza sexual, Miyaho se alejó de la familia, llevándose
tan sólo las tenues lágrimas de su madre y el recuerdo de la sonrisa de su
padre, mezclada con el delicado sabor del centeno. Después de todo, había
llegado el momento de construir su propia vida, allende los linderos de la
emotividad y el resguardo familiar.
Una
lucha difícil, pero sostenida al temple de la realidad que lo circundaba, hasta
que Lauda entró en su vida para ocuparla con sonrisas y sueños tenues, dulces
y esperanzados. Él le hizo creer en la redención del padre, en la puesta en
marcha de un nuevo mundo, lleno de comprensión y olvido. Y con Lauda no se había
equivocado, no como con su último amante. Algo más que toda la cordura, un
poco de alguna soledad y uno que otro monstruo nocturno malográndole el sueño,
era la razón de Lauda para estar a su lado. Y a eso Miyaho había aprendido a
sumarle el dulce canto de los pájaros por la mañana, la tenue y fresca brisa
de las tardes en los parques y la fortaleza de Lauda para enfrentar los
designios de la naturaleza y el furor de los hombres.
Pero
no pudo con la intransigencia de su padre y aunque intentó que el sabor del
centeno calara entre ambos amores, sólo el agrio gustillo del rencor fue
sensible a sus paladares. Lauda y el viejo hurtador de migajas de pan se
enfrentaron una tarde, justo a la entrada del piso azul. Miyaho había
organizado una cena con la intención de conciliar pareceres y para ello apeló
a la esperanza y los recuerdos, pero olvidó que ambas circunstancias estaban más
a favor del padre que del amante, pues en aquél rondaban desde hacía mucho más
tiempo.
El
resultado del encuentro fue catastrófico, su padre y Lauda terminaron la cena
antes de comenzarla, envueltos por el disgusto y la decepción. Aquella tarde al
foro central del piso azul se le infiltró la textura del pesar y, desde
entonces, para Miyaho y su amante todo fue angustia y olvido. Lo lejano comenzó
a hacerse parte de su relación, hasta el día en que Lauda decidió tomar el
tren de las seis rumbo al mar.
Y
tal vez ese mismo mar que se tragó al amante era el que ahora le devolvía el
aroma de su piel desnuda mezclado con la ventisca que ya castigaba la ciudad
entera. Miyaho observó alrededor y distinguió las luces de un sinnúmero de
edificios dirigidas hacia lo alto para guiar a los viajantes de la noche. Nadie
que fuera humano debía extraviarse en aquel mundo complejo, lleno de imágenes
apocalípticas y de oníricas desventuras. Él, que apenas un par de horas atrás
había recibido noticias de su padre, podía considerarse afortunado al contar
con la posibilidad de atravesar la noche sin miedo al extravío. De todas
formas, su sangre azul serviría para saciar la sed y el hambre de cualquier
transeúnte insomne.
Notó,
al pensar de nuevo en el color de su sangre, que podía avanzar ahora con el
mismo arrebato que lo embargó al inicio de su repliegue. Debía llegar al piso
séptimo del edificio contiguo, aunque dejara plantado a su padre en la nueva
cita que habían acordado después de tantos años. Chequeó de inmediato la
distancia restante y calculó diez metros. Miró luego sus pies descalzos y la
fina capa de nieve que comenzaba a cubrirlos. Había menos dificultad, y aun
menos distancia, entre él y el otro extremo de la plancha y no importaba que
tuviera los pies congelados ni que fuera homosexual. Dos lágrimas, similares a
las que había tomado del rostro de su madre, surgieron de sus ojos y en un
inconsulto desprendimiento se arrojaron al vacío que se abría al final de la
pasarela. Al otro extremo, por la ventana que daba frente a la suya en el
edificio contiguo, un joven de piel morena lo observó con visible duda. Miyaho
tomó con la palma de su mano las dos nuevas lágrimas que brotaban de sus ojos
y, lanzándolas hacia donde se encontraba el joven curioso, dijo en voz baja
para despejar tus dudas, mi querido navegante, y se lanzó tras ellas, ganando
los diez metros que aún lo separaban de aquel piso séptimo que nunca alcanzó.
Nelson
González Leal - Venezuela