AMIGOS HASTA EN LA MUERTE
En
medio de la Pampa gringa, se destaca un pueblo, puro viento y tierra, tierra y
guadal, guadal y pantano, precisamente, porque el noventa por ciento de sus
habitantes es de origen español y no italiano. Allí echaron raíces y regaron
con su sudor esos campos hasta hacerlos fértiles, mayoritariamente, gallegos y
andaluces. A los contingentes de principios de siglo, se le sumaron muchos que
huían del horror de la guerra fratricida.
En
esta nueva oleada, llegaron dos gallegos, hombres jóvenes de principios e
ideologías absolutamente contrapuestos, pero cariñosamente amigos. Uno de
ellos sacerdote, el otro republicano fanático. Su historia alimentó durante años
los comentarios del pueblo.
En medio de la noche, el Padre José se desvelaba y alimentaba un "humor de perros". Su sempiterna gastritis había recrudecido con más ímpetu que nunca, como consecuencia de un disgusto que había afectado a sus nervios. Para colmo, las goteras del techo golpeteaban sobre el mármol reconstituido del altar mayor desde hacía horas. Pero no era eso lo que más le molestaba al anciano cura.
Apenas abandonó sus fallidos propósitos de dormir, se sentó en la cama, rezó
pidiendo perdón por su mal talante y comenzó a pensar en la inevitable discusión
que tendría después de la misa matinal, con su amigo y sacristán Juan de los
Ángeles Hernández, a raíz de la confesión que había recibido de Doña
Jovita de la Cruz Martínez.
En realidad, cavilaba el Padre José, más que la discusión propiamente dicha, lo que le amargaba eran las muy desagradables consecuencias. "Terribles consecuencias" profetizaba el viejo cura. Eran bien sabidos en la zona los sólidos vínculos de Doña Jovita con el Obispo Emiliano González Tudor. La relación que llevaban databa de más de un siglo de amistad entre ambas familias conservadoras y católicas, que había comenzado allá en el lejano terruño andaluz..
Como efectivamente luego se sabría, todo había comenzado por una carta,
("ilustre, esclarecedora y p... carta") afirmaría más tarde Don
Serafín en su almacén de ramos generales, que la distinguida señora había
remitido a su amigo y honorable Príncipe de Dios acusando al sacerdote y su
ayudante de "rojos".
Don José de las Mercedes Saavedra, tercer hijo varón entre once hermanos, habría
sido sacerdote más allá de los designios marcados por sus padres, el primer
hijo abogado, el segundo militar y el tercero cura. A los ocho años ya ayudaba
en las misas, a los doce recitaba pasajes completos del Evangelio y a los
dieciocho ingresó en el Colegio Mayor sin necesidad de que sus padres le
recordaran la añeja tradición.
Postrado frente al altar mayor de la Catedral de Sevilla, había dedicado
honesta y fervientemente sus votos de castidad y pobreza a la Virgen de la
Merced, a quien su abuela, "Protectora de la Siervas de Dios", le había
enseñado a amar. En su largo sacerdocio la devoción por María, sólo era
comprable con su sentido de la misericordia. Apenas ordenado, el amor por los
desdichados lo llevó hasta el Hospital del Sagrado Corazón de Jesús, donde
desde siempre se imaginó entregando compañía y consuelo a los moribundos en
sus últimos suspiros. Un par de meses después de su ingreso al hospital,
estalló en España la Guerra Civil.
Juan de los Ángeles Hernández, de oficio sacristán desde hacía más de
cuarenta años, había nacido en el mismo pueblo de Don José. Republicano,
anarquista, malhumorado, malhablado, rengo de su pierna izquierda como resultado
de una bala falangista, casi un solitario, solterón y, fundamentalmente un auténtico
y convencido ateo. Apenas joven, fue herido dos días antes de que terminara la
guerra con la derrota de la República, y capturado por las fuerzas franquistas.
Desde su cama en la cárcel – hospital, con las pocas fuerzas que le quedaban,
desgranaba toda clase de insultos contra Franco, los franquistas, la Iglesia
adicta y demás socios del nuevo régimen triunfante. Esto equivalía en la práctica
a pedir a gritos el pelotón de fusilamiento, ya que, por mucho menos, habían
acribillado a balazos a miles de camaradas de la perdida República.
Una noche, el Padre José, joven Capellán de la improvisada Cárcel, decidido a salvar de una muerte segura al imprudente herido, con gran osadía y con un salvoconducto falso, rescató en operativo comando al convaleciente suicida de la prisión, lo vistió de monja benedictina, cruzó con él media España hasta el puerto de Cádiz y lo embarcó (y se embarcó) como miles de españoles que huían de la guerra y de sus consecuencias, hasta esa lejana tierra de la América del Sur, donde habían recalado unos primos de la difunta madre del sacerdote. La historia de la fuga de José y Juan, era por demás conocida en el pueblo, y con el tiempo fue convenientemente ampliada, reformada, deformada y difundida por lugares remotos. Sin embargo nadie pudo sacarle una frase (ni tan siquiera una palabra) a Don José, y mucho menos al sacristán, sobre los motivos que lo habían llevado al cura a ayudar a "un zaparrastroso, herido y ateo republicano", cuando le aguardaba una brillante carrera eclesiástica después de la triunfante insurrección franquista.
Este misterio rodeaba como una espesa niebla las relaciones entre ellos, aunque
por lo general, las mismas no eran precisamente cordiales; con su raro y escaso
humor, Juan decía que nunca se podrían llevar bien una úlcera católica con
una lengua republicana.
Pero
más allá de todas las discusiones Juan quería y reverenciaba a José, y se
esmeraba por ser el mejor sacristán. José había sobrevivido durante cuatro décadas
a las habladurías y algunas infamias pueblerinas, a la desconfianza y antipatía
de los obispos y las arremetidas de Doña Jovita que a medida que pasaban los años
más se empeñaba y encarnizaba en echar del pueblo a Don José y especialmente
a su sacristán, por secretos motivos "non santos".
Por su parte Juan que cumplía a la perfección con su trabajo, en privado con Don José, insistía en sus dichos que arrastraba desde su lecho carcelario, donde despotricaba contra las "sotanas negras " y "la reaccionaria jerarquía eclesiástica" que "había sumido en la destrucción y muerte a su amada España". Sólo por mortificar al cura, Juan rendía cuenta de su trabajo diciendo: "Ya he limpiado y lustrado las esculturas", "la mesa del fondo ya está ordenada y el vino en su lugar", "le pasé el estropajo al piso y he repasado los bancos del salón", "he llenado de agua la fuente de la entrada", "todo está listo para la función". Pero por consideración a su amigo, en público, el sacristán jamás hablaba de religión; a veces, casi de refilón, deslizaba que no le interesaba la religión, ni la católica ni ninguna otra; el era ateo a secas, y ni se tomaba el trabajo de demostrarlo.
Pero un fatídico día, vaya a saber por qué, se supo que Juan había puesto en
duda la virginidad de la Virgen María. Fue en el negocio de Don Serafín, en
verano, a la hora de la siesta.
El
comerciante, huérfano de padre y madre a los catorce años, se había embarcado
a los dieciséis, corrido por el hambre de una España impiadosa, gobernada por
la aristocracia y las clases altas triunfantes, en busca de una tierra que
prometía abundancia. Mal no le había ido; echó raíces, crió hijos y nietos,
amasó una pequeña fortuna que nadie le regaló, y logró en el pequeño pueblo
un indiscutido respeto. Cuando su patria se dividió en dos, tomó partido por
Franco. Su ferviente corazón católico, como a muchos otros, lo empujó al
bando que se hizo conocer como "la Cruzada de la Cruz".
Con Juan habían entablado una extraña amistad. De carácter e ideas tan diferentes, solían enfrascarse en interminables discusiones sobre temas variados y diversos como la calidad de los aceites de oliva en la lejana Andalucía o la mejor forma de curar la culebrilla, de acuerdo a los postulados científicos de la Universidad de Santander. Estas disquisiciones acostumbraban tener pocos testigos. Por un lado, las temáticas no eran del interés de los lugareños, más acostumbrados a conversar sobre el clima, las predicciones sobre las cosechas o las posibilidades del "Español", el equipo local de fútbol. Y por otro lado, ni Juan ni Serafín peninsulares de sangre caliente), permitían que nadie terciara en estas contiendas verbales, donde a veces la dialéctica frecuentemente se sostenía alzando la voz.
A pesar de que era uno de sus temas favoritos, Don Serafín no podía entrampar
al sacristán en temas de religión, de las que éste se escabullía sin dar
mayores explicaciones. De niño, Serafín había estudiado en al Colegio Menor
de la Santísima Trinidad en Granada, por lo que manejaba con soltura y
conocimiento casi toda la liturgia católica. Estaba en condiciones de explicar
concienzudamente una buena parte del nuevo Testamento. Y lo hacía bien
convencido como hombre de profunda fe.
El
día de la frase sacrílega, Don Serafín y Juan estaban solos. La charla comenzó
con una larga e interminable remembranza de Serafín sobre su terruño infantil,
en la que el otro no podía insertar comentario alguno, ya que nunca había
pasado ni a cien kilómetros del lugar. Como el comerciante entusiasmado en sus
recuerdos, no le dejaba ningún resquicio, el sacristán comenzó a enojarse al
no poder mechar una sola palabra. En algún momento de la pesada siesta
pueblerina, Don Serafín citó un pasaje bíblico, donde le insinuaba,
tangencialmente, que sus actitudes anticlericales prenunciaban y desatarían algún
día una tragedia.
Queriéndolo o no, Juan Hernández se encontró de pronto en medio de una discusión teológica cuyo sujeto era bien terrenal. Y frase va, frase viene, en algún momento el sacristán largó un duro e imprudente comentario sobre lo absurdo de la virginidad de María como madre de Jesús. Ya sin límite y traspasando un tácito umbral respetado por años, Juan descargó una larga perorata sobre los fundamentos científicos – "escúcheme bien, Don Serafín: ¡cien-ti-fi-cos!" – sobre la imposibilidad física, material, tangible y nada probable del tema que debatían.
Meses más tarde, y una vez desatados los trágicos acontecimientos, don Serafín
contaba a quien se lo preguntara, y también a quien no lo hiciera, que él jamás
había comentado con nadie el tenor de aquella discusión, y mucho menos con la
matrona Doña Jovita de la Cruz Martínez, por la cual, además, no sentía
simpatía alguna.
Lo cierto es, que sin que nadie le encontrara explicación que satisficiera a la
verdad, la vieja dama santurrona se enteró. Y enterarse y escribirle a su amigo
el Obispo fue un solo acto. En su larga carta le relató lo escandaloso que
resultaba tener en la única parroquia del pueblo un sacristán ateo, comunista,
soldado "rojo" en la Madre Patria, y malhablado como el fulano en
cuestión. Fiel a su estilo siempre calumnioso y difamante, la odiosa Jovita
agregó algunas otras cosas que ella misma había sembrado en las habladurías
del pueblo, endilgándoselas al sacristán. Que le gustaba demasiado el vino de
misa, que se comía las hostias consagradas, que no doblaba sus rodillas ni se
persignaba al pasar frente a la cruz, "aunque nada tan grave, tan delicado,
tan pecaminoso, y Usted sabrá perdonar mi crudeza, Excelencia", como que
llevaba mujeres "de la vida" a su dormitorio del altillo del
campanario, durante la misa de las siete.
Desesperado, barbudo y con profundas ojeras, después de esa noche de insomnio, el Padre José se dirigió a la Iglesia para atender las confesiones antes de la misa matinal.
Mientras la fatídica carta cruzaba el desierto pampeano, rumbo a la Arquidiócesis,
el cura se había anoticiado perfectamente de su contenido; se lo había dicho
la misma Jovita, en el confesionario, la tarde anterior. Indignado y perplejo,
José había salido del confesionario dejando a doña Jovita con una pesada
carga de rosarios a rezar, recordando que el origen del odio que le profesaba
esa mujer, era que en su juventud, nunca había prestado oídos a sus
insinuaciones pecaminosas, poniendo por delante, como un escudo, sus votos de
castidad, y que ella en una de sus confesiones, le había declarado su amor
pasara lo que Dios dispusiera.
Ahora, era como si le regalaran la cuerda con que iban a ahorcarlo, y no podía
sacársela del cuello, porque una fuerza oculta llamada "secreto de confesión",
se lo impedía. Sabía que la respuesta de Su Eminencia no se haría esperar.
Sabía que era cuestión de unos pocos días. Sabía que la suerte de Juan
estaba echada, y sabía que el destino del sacristán estaba unido al suyo
propio, como los dedos de una mano.
Aunque algo ya había intuido ante el rehuir persistente de Juan después de la
última confesión que habían sostenido, este nuevo episodio había colmado
toda medida. Mientras caminaba nervioso y distraído de pared a pared de su
monacal alcoba, discurría furioso: "Puedo perdonarle los desplantes a
S.I.R. el Señor Obispo, sus burlas y mofas de las santurronas del pueblo, su
desdén por los símbolos sagrados de la liturgia, su descreimiento por la imágenes,
su orgulloso ateísmo. Mucho he olvidado y mucho prefiero no recordar, pero una
cosa es maldecir la foto de un Tedeum con Franco en primera fila y otra muy
distinta cuestionar la virginidad de María.
Reconozco que alguna vez yo también
dudé, que al fin y al cabo yo le dejé hacer, y que muchas veces él decía
cosas que yo hubiera querido decir. Pero esto se acabó ... “esta misma
noche". Y se sentó a esperar a Juan resuelto a poner fin a una relación
de más de cuatro décadas.
"Pues bien, lo has logrado Juan, tu conducta y tus palabras me dejarán en
pocos días sin mi amada Parroquia, terminaré mis días en una quinta de retiro
para sacerdotes. No es mucho de bueno lo que he recibido de tu parte. No es que
quiera tu agradecimiento como pago de nada ... todo lo que he hecho en nuestra
relación ha respondido a la inspiración divina de la SSMA.
Virgen. Pero ahora, en pocos días, nuestros caminos se bifurcarán para siempre. A partir de hoy quedas relevado de tus obligaciones como sacristán de esta parroquia". Y escondiendo el rostro en un pañuelo, el anciano cura se alejó rumbo al altar para rezar su tristeza.
Sus ornamentos no estaban en su lugar, entonces recordó que ya no tenía
sacristán ... antes de entrar a la iglesia decidió ir a buscarlo a Juan para
consolarlo y tranquilizar su propia conciencia.
Apenas alcanzó el segundo
rellano el viejo cura ya se había sacado el cuello y aflojado los cinco
primeros botones de su sotana. Confusamente, surgían de su memoria imágenes de
cuando en el confesionario las viejas "chupacirios" le calentaban las
orejas contándole las controversias que Juan mantenía con Don Serafín con sus
hirientes dichos respecto a la Iglesia de Roma, o sus comentarios y
comparaciones entre la pobreza de su parroquia y los inconmensurables bienes de
la curia, con lo cual estas mujeres muy preocupadas por obtener un lugar en el
cielo, creían purgar sus pecados.
Subía trabajosamente, escalón por escalón, sin darse cuenta que su pulso se había acelerado; los latidos galopaban a un ritmo cada vez más frenético, mientras sus pensamientos saltaban desordenadamente rebotando de recuerdo en recuerdo, de alegría en alegría, de tristeza en tristeza, enfrentándolo cara a cara con la realidad.
"Esta vieja maldita, la Jovita, ¿no tendrá otra cosa que hacer que
quitarme mi amada iglesia? ¡Y tener el tupé de confesarme la carta al obispo!
Al doblar en el recodo del último piso, sus ojos cansados vieron la sombra proyectada por la tenue luz del amanecer sobre el blanco revoque de la pared, de un hombre que se balanceaba colgado de la viga central del campanario, lentamente, muy lentamente. Advirtió algo como un fuerte tirón que le paralizaba el brazo izquierdo y una opresión en el pecho que le impedía respirar.
"¡Dios mío Juan!" – Pensó en un desgarro de músculos o nervios,
padeció un dolor como jamás había sentido. Mientras se desplomaba sobre el
descanso del tercer piso, José comprendió que había otro desgarro, otro dolor
mucho más profundo, más oculto, invisible a los ojos de los hombres, una
ruptura decidida y definitivamente irrecuperable. Sintiéndose morir, caviló
sobre si Dios no lo habría abandonado en el final, si su sacerdocio no había
sido un fracaso al no poder salvar la única alma, que realmente se había
juramentado salvar.
Y
en el último instante, antes que el infarto lo dejara muerto sin confesión ni
penitencia, un blanco fulgor nacido de su inmensa fe, borró todas la sombras, e
iluminando "a giorno" el campanario le mostró la nítida visión de
una María hermosa y angelical elevándose a los cielos, con un muchachito de la
mano, cuyo rostro era extrañamente igual al que una vez en la cama del hospital
– cárcel, casi medio siglo atrás, le insistía que era anarquista y
republicano y, por sobre todas la cosas, un auténtico y convencido ateo.
Fernando
del Molino Nuevo, natural de Extremadura, de cuarenta y pico de años, era el
reconocido amador de la región. ¡Tan lindo!, de acuerdo a la opinión unánime
de las mujeres; con una preparación superior al término medio del pueblo, era
el contador (sin título) de todos los que necesitaban algo relativo a
administración o impuestos. Por él, habían suspirado todas la mujeres ahora
cuarentonas en sus épocas de adolescentes y algunas, todavía ahora, más allá
de sus inocentes maridos. En la actualidad, las hijas, siguiendo el camino de
sus madres, tampoco ocultaban su debilidad por Fernando.
Este,
católico, pero de los más cómodos, tranquilizaba su conciencia con frecuentes
confesiones que escandalizaban a Don José, que le tiraba por la cabeza larguísimas
penitencias, que Fernando cumplía humildemente con la cabeza inclinada sobre su
pecho de pecador empedernido.
Aquella
desgraciada mañana, de lluvia y viento, sólo Don Fernando y Doña Concepción
(que seguramente hacía muchos años vivía en plena gracia de Dios y sin
cometer el más mínimo pecado), esperaban sentados cerca del confesionario.
Luego de una larga espera, se retiraron comentando lo extraño de que el cura no
se hubiera hecho presente para la misa de las siete.
Más
tarde, en el negocio de Don Serafín, atando cabos, varios cayeron en la cuenta
de que además de lo que contaba Don Fernando, esa mañana no había sonado la
campana de la Iglesia llamando a misa. Consultado el oficial de policía se formó
una delegación para ir a averiguar que ocurría.
Las palomas espantadas por la muerte, salieron a contar que la tragedia había teñido de luto a la rosada iglesia. Luego, las "almas piadosas", frecuentadoras de la Iglesia, recordaron que un suicida no puede descansar en campo santo, así que los restos de Juan de los Ángeles recibieron sepultura fuera de los límites del cementerio. A Don José, con todas las ceremonias que establece la liturgia, lo hicieron descansar bajo el pequeño altar de la Capilla del Cementerio pueblerino.
Vano intento por separar a los dos amigos, ellos habían partido de la vida, tan
juntos y tomados de la mano como en aquella lejana infancia en su Orense natal.
Ricardo Sánchez