LAS TROM PETAS DEL JUICIO FINAL
Cuando
la luz del reflector le dio en la cara, Amalio con el agua a las rodillas les
gritó: - juro que si no me vienen a avisar ni cuenta me doy y antes que los
hombres entendieran la ironía, se alejó calle arriba envuelto en una cobija. A
lo lejos alcanzó a escuchar un... te mueras y se encendió en el cielo otro relámpago.
Siete
días de llovizna y un río desbordado no era algo que pudiera preocuparlo, por
eso caminó por las banquetas como si anduviera dando la vuelta. Le gustaba
adivinar los miedos, ver pasar las ambulancias y oír los chorros de agua
cayendo por los tubos de las azoteas. Todo era materia de un placer que le
inspiraba el arrebato de escribir canciones. La vida es como un viaje, decía,
después de mucho rato, terminas abrazándote de los paisajes. Y así abrazado
de sus pensamientos llegó a una esquina y se detuvo. Divisó a las mujeres que
ya lo estaban esperando. Le pareció que flotaban en la luz de las velas. Ellas
se acercaron desde el zaguán dando pasitos para asegurarse de que no era un
espanto.
-
Es una lástima, dijo Clotilde, que sólo nos visites en la tragedia.
Amalio
miró a Rosa Aurelia, que después de acomodarse el chal en la cabeza y darle
dos vueltas por el cuello, le clavó los ojos.
Atravesaron
en fila el portal. Sus propias sombras los miraron desde el techo, bajaron hasta
la sábana que tapaba un espejo y luego entraron todos juntos a la cocina.
Clotilde
le recogió la cobija, le puso un pan y una taza de café sobre la mesa y abrió
de nuevo el silencio.
-
Tu madre si que era una Santa. Antes de voltearse para el otro mundo, tuvo las
fuerzas para decirme: Clotilde, lo único malo de morirse, es que uno deja a
medias la conversación.
Amalio,
como si se despertara de pronto, reconoció el espacio y respirando los olores
de la humedad, buscó en la penumbra la cara de Rosa Aurelia.
-
Rosa Aurelia, estás igualita, dijo por fin.
Ella
sintió que una llamarada se le metía por dentro y le salía por las palabras.
-
Igualititita. Respondió.
En
la contestación, Amalio recordó que él era un artista y a ella le gustaba
mandar. Dos libertades eran demasiados focos para alumbrar la misma casa. Hizo a
un lado el florero de flores de plástico para verla completa y acomodándose la
voz en la garganta replicó: Veo que no se te han caído los moños - Después,
divisando unos tendidos, preguntó: díganme, ¿Es ese mi catre?
Recostado
de espaldas se quedó mirando las vigas del techo mientras escuchaba a las
mujeres que se alejaban como arrastradas por un murmullo. Seguía lloviendo.
Pensó en sus cuadernos y en el piano que lo miró desde lejos como un negro
feliz. Se sintió iluminado, le vino a la memoria un verso que no pudo
completar, porque entendió molesto, que todo tenía la cara de Rosa Aurelia.
Cuando cerró los ojos el silencio lo volvió a meter en la cocina.
Rosa
Aurelia dibujaba con el polvo de una crayola los océanos de un mapa. El agua caía
desde las goteras en unas ollas de peltre y afuera la lluvia sonaba igual que la
leña ardiendo en los braceros.
-
Somos dos pájaros metidos en la jaula del mundo. Murmuró Rosa Aurelia, que
ahora estaba recargada en la pared con un vestido rojo.
-
Rosa Aurelia, contestó Amalio, si estoy soñando, no quiero despertarme.
Ella
lo tomó de la mano y bajo la lluvia que no los mojaba, atravesaron una calle
hecha de muchas calles, dieron vuelta en una esquina de casas borrosas y se les
aparecieron dos columnas de piedra que se estiraban hacia lo alto, perdiéndose
en un cielo de nubes negras. Subieron las escaleras. La puerta estaba abierta.
-
¿Adónde es aquí? Preguntó Amalio.
-
Aquí es la casa del juicio. Adentro guarda Dios las trompetas para que se
terminen de desmoronar los odios. ¿Oyes la del agua?
-
¿Es la primera?
-
La primera de la última.
-
¿Cómo escapar? dijo Amalio.
-
Te lo dije. La jaula está cerrada. Ábrela.
-
¿Qué puedo hacer?
-
Morirte.
Amalio
abrió los ojos y se encontró otra vez con los ojos de Rosa Aurelia que aún lo
miraban. -Vamos, lo regañó. ¿Ni siquiera tienes voluntad para despertarte? Y
él volvió a abrir los ojos.
La
claridad de un vaso destelló en la mano de una sombra que al instante
desapareció en el aire oscuro. El plip, plop, plip, plip de las gotas que caían
desde el techo y rebotaban en el piso se fueron convirtiendo en una voz que le
dijo. - Amalio, tienes que morirte.
-
Tienes que morirte, repitió Rosa Aurelia.
Antes
de que pudiera hablar, el viento sopló con fuerza obligándolos a refugiarse
tras las columnas.
-
Es la segunda trompeta. Dijo Rosa Aurelia.
-
¿Por qué nos persigue el fin?
-
Tú inventaste éste sueño, Amalio. Apágalo.
Amalio,
se quedó pensando.
-
Rosa Aurelia, los sueños no duran para siempre.
-
Pues termina de una vez lo que empezaste o cierra la puerta de la casa de Dios
para que no siga soplando la tristeza.
Amalio,
cerró la puerta. El sol doró sus cuerpos y les dibujó un jardín.
-
¿Estamos desnudos?, dijo sin sorpresa Rosa Aurelia, cortando una flor y poniéndosela
en el pelo.
-
Si, contestó Amalio, lejos de la vergüenza. Abrázame. Y el aire les tocó su
música.
-
No veo las horas Rosa Aurelia. ¿ Estamos ciegos del tiempo?
-
Aquí uno es como los árboles que se van sin moverse.
-
Y la lumbre de tus palabras es mansa y no me quema. Mira, Rosa Aurelia, sin el
sueño es una forma de morirse, yo siempre me estoy muriendo..
-
Al sueño le gusta que le adornes el ocio con inventos y tú inventaste
quererme. ¿Qué es el amor, Amalio?
-
Son unos ojos que no te dejan ver para afuera, porque andan siempre volteando
para adentro, inspeccionando el silencio.
-
Amalio, déjame aquí. No me lleves al mundo.
-
Entonces ¿cómo podría soñarte?
Amanecía.
El silencio era el agua cayendo. Amalio quiso levantarse, pero mejor se quedó a
repasar el sueño que se le borraba y luego volvía para colorearle el alma.
Rosa Aurelia entró en la cocina envuelta en el mismo chal del que una noche
antes habían salido sus ojos con el brillo de una daga.
-
¿Por qué sólo existes cuando ya no te necesito? Preguntó. Eres como esas
ansias que regresan a revolvernos el pensamiento.
Amalio,
que antes de verla entrar ya la abrazaba en la imaginación, le respondió. -Yo
creí que ya habías tirado todos los recuerdos.
-
Es que supe que nunca nos vamos de donde nos acabamos de ir. Todavía me arden
tus besos.
Él
se levantó. Sus pies se hundieron en el charco que habían formado las goteras.
Rosa Aurelia se acercó un poquito más y le dijo como en secreto: Somos dos pájaros
en la jaula del mundo, Amalio. Te invito a que nos sigamos muriendo. Él la tomó
de la mano.
Clotilde los vio cruzar el portal, salir rumbo a la lluvia. Sentada en su mecedora, los oyó decir: - No cerraste bien la puerta, Amalio. Te dije, no dejes que siga soplando la tristeza... luego, volteó como buscando una cara en el cielo empapado de nubes e igual que si la hubiera encontrado, murmuró: Qué bonito hubiera sido que tú y yo nos hubiéramos dedicado a puro soñar. Lástima que te fuiste sin terminar la conversación.
Rosy Paláu - México