A
LA PLATA
Aquel
enjambre humano debía presentar a vuelo de pájaro el aspecto de un basurero.
Los sombreros mugrientos, los forros encarnados de las ruanas, los pañolones
oscuros y sebosos, los paraguas apabullados, tantos pañuelos y trapajos
retumbantes, eran el guardarropa de un Arlequín. Animadísima estaba la feria:
era primer domingo de mes y el vecindario todo había acudido a
renovación. Destellaba un sol de justicia; en las tasajeras de carne, de
esa carne que se acarroñaba al resistero, buscaban las moscas donde incubar sus
larvas; en los tendidos de cachivaches se agrupaban las muchachas campesinas,
sudorosas y sofocadas, atraídas por la baratija, mientras las magnatas sudaban
el quilo, a regateo limpio, entre los puestos de granos, legumbres y panela. Ese
olor de despensa, de carnicería, de transpiración de gentes, de guiñapos
sucios mezclado al olor del polvo y al de tanta plebe y negrería, formaban
sumados, la hediondez genuina, paladinamente manifestada, de la humanidad. Los
altercados, los diálogos, las carcajadas, el chillido, la rebatiña vertiginosa
de la venduta, componían, sumados también, el balandro de la bestia. Llenaba
todo el ámbito del lugarón.
Sonó
la campana, y cátate al animal aplacado. Se oyó el silencio, silencio que
parecía un asueto, una frescura, que traía como ráfagas de limpieza... hasta
religioso sería ese silencio. Rompiólo el curita con su voz gangosa; contestóle
la muchedumbre, y, acabada la prez, reanudóse aquello. Pero por un instante
solamente, porque de pronto sintióse el pánico, y la palabra: “¡Encierro!”
vibró en el aire como preludio de juicio final. Encierro era en toda regla. Los
veinte soldados del piquete, que inopinada y repentinamente acababan de invadir
el pueblo, habíanse repartido por las cuatro esquinas de la plaza, a bayoneta
calada. Fue como un ciclón. Desencajados, trémulos, abandonándolo todo, se
dispararon los hombres y hasta hembras también, a los zaguanes y a la iglesia.
¡Pobre gente! Todo en vano, porque, como la amada de Lulio, “ni en la casa de
Dios está segura”.
De
allí sacaron unas decenas. Cayó entre los casados
el Caratejo Longas. Lo que no lloró su mujer, la señá Rufa, llorólo a
moco tendido María Eduvigis, su hija. Fuese ésta con súplicas al alcalde. A
buen puerto arrimaba: cabalmente que al Caratejo no había riesgo de largarlo.
¡Figúrense! El mayordomo de Perucho Arcila, el rojo más recalcitrante y más
urdemales en cien lenguas a la redonda: ¡un pícaro, un bandido! Antes no era
tanto para todo lo rojo que era el tal Arcila.
Ya
desahuciado y en el cuartel, llamó el Caratejo a conferencia a su mujer y a su
hija, y habló así: “A lo hecho, pecho, Corazón con Dios, y péganos del
manto de María Santísima. A yo, lo que es mátame, no me matan. Allá verán
que ni aún mal me va. Ello más bien es maluco déjalas como dos ánimas; pero
ai les dejo maíz pa' mucho tiempo. Pa' desgusanar el ganao del patrón, y pa'
mantener esas mangas bien limpias, ustedes los saben hacer mejor que yo. Sigan
con el balance de la güerta y de los quesitos, y métanle a estas placeñas y a
las amasadoras los güevos hasta las cachas, y allá verán cómo enredamos la
pita. Mirá, Rufa: si aquellos muchachos acaban de pagar la condena antes que yo
güelva, no los almitás en la casa, de mantenidos. Que se larguen a trabajar, o
a jálale a la vigüela y a las décimas si les da la gana. ¡Y no s’infusquen
por eso!... ultimadamente, el Gobierno siempre paga”.
Y
su voz selvática, encadenada en gruñidos, con inflexiones y finales dejativos,
ese acento característico de los campesinos de nuestra región oriental, los
acompañaba el orador con mil visajes y mímicas de convencimiento, y un aire de
socarronería y unos manoteos y paradas de dedo de una elocuencia verdaderamente
salvaje. Ayudábale el carate. Por aquella cara larga, y por cuanto mostraba de
aquel cuerpo langaruto y cartilaginoso, lucía el jaspe, con vetas de carey, con
placas esmeriladas y nacarinas. Pintoresco forro el de aquella armazón.
Ensartando
y ensartando dirigióse al fin a la hija, y, con un tono y un gesto allá, que
encerraban un embuchado de cosas, le dice, dándole una palmadita en el hombro:
“Y vos, no te metás de filática con el patrón: ¡es muy abierto!”.
¡Culebra
brava la tal Eduvigis! Sazonado por el sol y el viento de la montaña era aquel
cuerpo, en que no intervinieron ni artificio ni deformación civilizadores; obra
premiada de naturaleza. Las caderas, el busto bien alto, la proclamaban futura
madre de la titanería laboradora. El cabello, negro, de un negro profundo, se
le alborotaba, indomable como una pasión; y en esos ojos había unas promesas,
unos rechazos y un misterio, que hicieron empalidecer a más de un rostro
masculino. Un toche habría picado aquellos labios como pulpa de guayaba madura;
de perro faldero eran los dientes, por entre los cuales asomaba tal cual vez,
como para lamer tanto almíbar, una puntita roja y nerviosa. Por este asomo lingüístico
de ingénito coquetismo, la regañaba el cura a cada confesión, pero no le valía.
Así y todo, mostrábase tan brava y retrechera, que un cierto galancete hubo de
llevarse, en alguna memorable ocasión, un sopapo que ni un trancazo; fuera de
que el Caratejo la celaba a su modo. Él tenía su idea. Tanto que, apenas
separado de la muchacha se dijo,
hablado y todo y con parado de dedo: “Verán cómo el patrón le quebranta
agora los agallones”.
Y
pocos días después partió el Caratejo para la guerra.
Rufa,
que se entregó en poco tiempo y por completo al vicio de la separación, cuando
los dos hijos partieron a presidio, bien podría ahora arrostrar esta otra
ausencia, por más que pareciera cosa de viudez. ¡Y tánto como pudo! Ni las más
leves nostalgias conyugales, ni asomos de temor por la vida del marido, ni
quebraderos de cabeza por que volara el tiempo y le tornase el bien ausente, ni
nada, vino a interrumpir aquel viento de cristiana filosófica indolencia. A
vela henchida, gallarda y serenísima, surcaba y surcaba por esos mares de
leche. Y eso que en la casa ocurrió algo, y aún algos, por aquellos días.
Pero no: sus altas atribuciones de vaquera labradora y mayordoma de finca, en
que dio rumbo a sus actividades y empleo a la potencia judaica que hervía en su
carácter, no le daban tiempo ni lugar para embelecos y enredos de otro orden.
¡Lo que es tener oficio!...
Hembra
de canela e inventora de dineros era la tal Rufa Chaverra. Arcila declarólo
luego espejo de administradoras. Ella se iba por esas mangas, y, a güinchazo
limpio, extirpaba cuanta malecilla o yerbajo intruso asomase la cabeza. Con
sapientísima oportunidad salaba y ponía el fierro a aquel ganado, cuyo idioma
parecía conocer, y a quien hacía los más expresivos reclamos, bien fuese
colectiva o individualmente, ya con bramido bronco igual que una vaca, si era a
res mayor, ahora melindroso, si se trataba de parvulillos; y siempre con el
nombre de pila, sin que la “Chapola” se le confundiese con la
“Cachipanda”, ni el “Careperro” con el “Mancoreto”. Hasta medio albéitara
resultaba, en ocasiones. Mano de ángel poseía para desgusanar, hacer los untos
y sobaduras y gran experiencia y fortuna en aplicar menjurjes por dentro y por
fuera. La vaca más descastada y botacrías no se la jugaba a Rufa; que ella,
juzgando por el volumen y otras apariencias, de la proximidad del asunto, ponía
a la taimada, en el corral, por la noche; y, si alguna vez se necesitaba un poco
de obstetricia, allí estaba ella para el caso. En punto a echar argollas a los
cerdos más bravíos, y de hacer de un ternero algo menos ofensivo, allá se las
habría con cualquier itagüiseño del oficio. Iniciada estaba en los misterios
del harem, y cuando al rebuzno del pachá respondían eróticos relinchos, ella
sabía si eran del caso o no eran idilios a puerta cerrada, y cuál la odalisca
que debía ir al tálamo. Porque sí o porque no, nunca dejaba de apostrofar al
progenitor aquél con algo así: “¡Ah taita, como no tenés más oficio que
jartar, siempre estás dispuesto pa' la vagamundería!”.
Si
tan facultativa y habilidosa era para manejar lo ajeno, cuánto y más no sería
para lo propio. Ni se diga de los gajes con la leche que le correspondía, ni de
los productos del gallinero, ni de esa huerta donde los mafafales alternaban con
la hachira, los repollos con las pepineras, las vitorias con las auyamas.
Pues
resultó que todo estuvo a pique de perderse. Del huracán que ahora corre,
llegaron ráfagas hasta la montañesa. Supo que unas amigas y comadres
mazamorreaban orillas de La Cristalina, riachuelo que corre obra de dos millas
de la casa de Arcila. Lo mismo fue saber que embelecarse. So pretexto de buscar
un cerdo que dizque se le había remontado, fuese a las lavadoras de oro, y con
la labia y el disimulo del mundo, les sonsacó todas las mañas y
particularidades del oficio. Ese mismo día se hizo a batea, y vierais a la
rolliza campesina, con las sayas anudadas a guisa de bragas, zambullida hasta el
muslo, garridamente repechada, haciéndole bailar a la batea la danza del oro
con la siniestra mano, mientras que con la diestra iba chorreando el agua sobre
la fina arena, donde asomaban los ruedos oscuros de la jagua. Al domingo
siguiente cambió el oro, y cuál se le ensancharía el cuajo cuando tuvo
amarrados, a pico de pañuelo, treinta y seis reales de un boleo.
Dada
a la minería pasara su vida entera, a no ser por un cólico que la retuvo en
cama varios días, y que le repitió más violento al volver al oficio. Mas no
cedió en su propósito; mandó entonces a la Eduvigis, a quien le sentaron muy
bien las aguas de La Cristalina. Mientras la hija pasaba de sol a sol en la
mazamorrería, la madre cargaba con todo el brete de la finca. ¡Y tan campantes
y satisfechas!...
Más
rastro deja en un espejo la imagen reflejada, que en el ánimo de Rufa las
noticias sobre la guerra, que oía en el pueblo los domingos y los dos días de
semana en que iba a sus ventas. Lo que fue del Caratejo, no llegó a preocuparse
hasta el grado de indagar por el lugar de su paradero. Bien confirmaba esta
esposa que las ternuras y blandicies de alma son necesidades de los blancos de
la ciudad, y un lujo superfluo para el pobre campesino.
Envueltos
en la niebla, arrebujados y borrosos, mostrábanse
riscos y praderas; la casa de la finca semejaba un esbozo de paisaje a dos
tintas; a trechos se percibían los vallados y chambas de la huerta, las aristas
del techo, el alto andamio del gallinero; sólo alcanzaban a destacarse con
alguna precisión los cuernos del ganado, rígidos y oscuros, rompiendo esas
vaguedades, cual la noción del diablo la bruma de una mente infantil. A la
quejumbrosa melodía de los recentales, acorralados y ateridos, contestaban
desde afuera los bajos profundos y cariñosos de las madres, mientras que Rufa y
Eduvigis renegaban, si Dios tenía qué, en las bregas y afanes del ordeño.
Eduvigis, en cuclillas, remangada hasta las axilas, cubierta la cabeza con
enorme pañuelo de pintajos, hacía saltar de una ubre al cuenco amarillento de
la cuyabra, el chorro humeante y cadencioso. Un hálito de vida, de salud se
exhalaba de aquel fondo espumoso. Casi colmaba la vasija, cuando un grito agudo,
prolongado adrede, rasgó la densidad de esa atmósfera. La moza se suspende; el
grito se repite más agudo todavía. “¡Mi taita!”, exclama la Eduvigis, y
sin pensar en leches ni en ordeños, corre alebrestada chamba abajo.
No
se engañaba. Buen amigo, que sí lo era en efecto, descolgóse a saltos, lengua
afuera, la cola en alboroto. Impasible, la señá Rufa permaneció en su puesto.
A poco llegóse el Caratejo con el perro, que quería encaramársele a los
hombros. Marido y mujer se avistaron. Nada de culto externo ni de perrerías en
aquel saludo. Dijérase que acababan de separarse.
–
Y, ¿qué es lo que hay pal' viejo? –dice Longas por toda efusión.
Y
Rufa, plantificada, totuma en mano, con soberano desentendimiento, contesta:
–
Y eso, ¿qué contiene, pues?
–
Pues que anoche llegamos al sitio, y que el jefe me dio licencia pa' venir a
velas, porque mañana go esta tarde seguimos pa' la Villa.
Facha
peregrina la de este hijo de Marte. El sombrero hiperbólico de caña
abigarrada, el vestido mugriento de coleta, los golpes rojos y desteñidos del
cuello y de los puños, los pantalones holgados y caídos por las posas y que más
parecían de seminarista, dignos eran de cubrir aquel cuerpo largo y
despabilado. Ni las escaseces, ni las intemperies, ni las fatigas de campaña,
habían alterado en lo mínimo al mayordomo de Arcila. Tan feo volvía y tan
Caratejo como se fue. Por morral llevaba una jícara algo más que preñada; por
faja una chuspa oculta y no vacía.
Rufa
sigue ordeñando. Toma Lonjas la palabra.
–
Pues, pa' que lo viás. Ya lo ves que nada me sucedió. Los que no murieron de
bala, se templaron de tanta plaga y de tanta mortecina de cristiano, y yo... ai
con mi carate: ¡la cáscara guarda el palo!
Y
aquí siguió un relato bélico autobiográfico, con algo más de largas que de
cortas, como es usanzas en tales casos. Rufa parecía un tanto cohibida y
preocupada.
–
¿Y ontá la Eduvigis? – dice de pronto el marido, cortando la narración.
–
Pes ella... pes ella... puai cogió chamba abajo, izque porque la vas a matar.
–
¿A matala? ¿Y por qué gracia?
–
¿Pes... ella... no salió, pues, con un embeleco de muchacho?...
–¿De
muchacho? –prorrumpe el conscripto, abriendo tamaños ojos, ojos donde pareció
asomar un fulgor de triunfo–. ¿Conque, muchacho? ¿Y pu’eso s’esconde esa
pendeja? ¿Y
ontá
el muchacho?
–
¿Ai no’stá, pues en la maca?
–
Andá llámame a esa boba.
Y,
tirando corredor adentro, se coló al cuartucho. Debajo de la cama pendiente de
unos rejos, oscilaba la batea. Envuelto en pingajos de colores verdosos y
alterados, dormía el angelito. No pudo resistir el abuelo a la fuerza de la
sangre, ni menos al empuje de un orgullo repentino que le borbotó en las entrañas.
Sacó de la batea la criatura, que al despertar y ver aquella cara tan fea y tan
extraña, puso el grito en el cielo. Era José Dolores Longas un rollete
de manteca, mofletudo y cariacontecido; las manos unas manoplas; las muñecas,
como estranguladas con cuerda, a modo de morcilla; las piernas, tronchas y
exuberantes, más huevos de arracacha que carne humana: una figura eclesiástica,
casi episcopal. Iba a quebrarse con los berríos que lanzaba: ¡cuidado si había
pulmones! El soldado lo cogió en los brazos, haciéndole zarandeos, por vía de
arrullo. Abrazaba su fortuna: en aquel vástago veía el Caratejo horizontes
azules y rosados, de dicha y prosperidad: el predio cercano, su sueño dorado,
era suyo; suyas unas decenas de vacas; suyo el par de muletos y los aparejos de
la arriería: y ¿quién sabe si la casa, esa casa tan amplia y espaciosa, no
sería suya pasado corto tiempo? ¡El patrón era tan abierto!... Calmóse un
tanto el monigote. Escrutólo el Caratejo de una ojeada, y se dijo: “¡Igualito
al taita!”.
Entre
tanto Rufa gritaba desde la manga: “¡Que vengás a tu taita que no está nada
bravo! ¡Que no sias caraja! !Subí, Eduvigis, que siempre lo habís de ver!”.
La
muchacha, más muerta que viva, a pesar de la promesa, subía por la chamba,
minutos después. Pálida por el susto, parecía más hermosa y escultural.
Levantó la mirada hacia la casa, y vio a su padre en el corredor, con el niño
en brazos. A paso receloso llegase a él; arrodillase a las plantas y murmura:
–¡Sacramento
del altar, taita!
Y
con la diestra carateja, le rayó la bendición el padre, no sin sus miajas de
unción y de solemnidad. Mandóla luego la madre a la cocina a preparar el
agasajo para el viajero, y Rufa que ya en ese momento había terminado sus
faenas perentorias, tomó al nieto en su regazo y se preparó al interrogatorio
que se le venía encima.
–
Bueno –principia el marido–, y el patrón siempre le habrá dejao a la
muchacha... por lo menos sus tres vacas, y le habrá dao mucha plata pa' los
gastos?
–¡Eh!
–replica Rufa–. ¿Usté por qué ha determinao que fue don Perucho?
–¿Que
no fue el patrón? –salta el Caratejo desfigurándose.
–¡Si
fue Simplicio, el hijo de la dijunta Jerónima!...
–¡Ese
tuntuniento!... –vocifera el deshonrado padre–. ¡Un muerto dihambre que no
tiene un Cristo en qué morir!... Y vos, so almártaga, ¿pa' qué consentite
esos enredos?
La
cara se le desencajó; le temblaban los labios como si tuviera tercianas. “Yo
mato a esa arrastrada, a esa sinvergüenza”. Y, atontado y frenético, se
lanza a la cocina, agarra una astilla de leña, y cada golpe escupe sobre la
hija un insulto, una desvergüenza, una bajeza. Cuando la infeliz yacía por
tierra, convulsa y sollozante, arrimóle Longas formidable puntapié, y exclamó
tartajoso: “¡Te largás... ahora mismo... con tu muchacho... que yo no voy a
mantener aquí vagamundas!”.
Y
salió disparado, camino del pueblo, como huyendo de su propia deshonra.
Tomás Carrasquilla Naranjo – Colombia