EL
PREFACIO DE FRANCISCO VERA
Nota. –Este cuento localizado en Antioquia y muy en boga hace sesenta años entre las gentes del pueblo, no es otra cosa que una variante de “El Romance del Cura”, recogido por Rodríguez Marín no hace muchos años. Probablemente esta narración la trajo a Antioquia algún valenciano.
I
La
señora forastera, de temporada en el poblacho, obtuvo apenas fue conocida la
gran fama como narradora, no tanto por su repertorio, y su verba pintoresca,
cuanto por la mímica y los remedos con que solía, por dar realce a sus anécdotas,
transfigurar la fealdad caricaturesca de su vejez.
Una
noche de tertulia, casa de uno de los caciques de más fuste, la instaron, de
sobremesa, para que contara algo de lo bueno y divertido. No se hizo rogar la
vivaracha abuela: sacó su silla al centro de la sala, y antes de sentarse
declamó muy airosa y oratoria:
“Atención,
nobles señores
Y
las damas del decoro.
Que
esta vez voy a contaros
Un
cacho que no es de toro”
«Esto
no es, realmente, cuento ni historias inventadas, sino un ejemplo que pasó tal
y como lo aprendió una servidora de ustedes. Me lo enseñó taita Angarita, que
era hombre de pluma y muchos conocimientos:
En
la España del Rey nuestro señor –principia muy pausada– había... y hasta
lo habrá todavía, un pueblo muy grande y muy bonito, llamado Villa de
Rescatados.
En
ese pueblo nació mi mamita María de la O. Santofimio, una señora de media y
babucha, muy tonable y mandataria. Nos contaba ella que la iglesia mayor del
pueblo ese, que es uno de los templos más hermosos y ricos de la cristiandad,
se lo edificaron exprofeso a Nuestra Señora de las Mercedes, aparecida en un
retablo muy perfecto y muy antiguo. Se lo encontraron unos cazadores en un peñasco
sumamente alto, donde nadie había subido, por allá en tierra de moros. Por
revelación que tuvo una señora muy santa vino a saberse que la Divina Señora
quería que la trasladaran al lugar. Al momento fue por ella el gentío en una
solemnidad nunca vista. El día que la colocaron en su templo se retocó muy
patente y más hermosa que antes, y siguió retocándose cada doscientos años.
Fueron tantísimos sus milagros, que miles de cristianos, que tenían cautivos
los indinos moros, volvieron a su tierra buenos y sanos, sin faltar tan siquiera
uno solo. Por eso llamaron al pueblo Villa de Rescatados. Nos contaba mi
mamacita que todo el templo está cubierto con imágenes de
milagros, pintadas y de bulto, y con ofrendas muy ricas; y que vive
siempre lleno de peregrinos que llegan constantemente de toda parte del mundo.
Pues
bueno:
Vivía
en el pueblo un taitón muy macizo, muy acuerpado y de mucha fortaleza, que se
llamaba Francisco Vera. Era tan buscarruidos y altanerote, que le armaba camorra
a la que lo volteaba a ver. ¡Qué tal sería de caudillo y de ventajoso, que en
vez de sacar la muñeca que Dios le había dado y tumbar cristianos a cada
zuque, pelaba, muy sí señor, una guasparria
tamaña de grande, que manejaba siempre en la cintura! Cada rato había en el
pueblo trifulcas y garroteras asuntadas a las contiendas del tal Francisco Vera.
A más de esto era tan tramposo y malos tratos, que nadie le fiaba un cuartillo
de perro; y tan fabuloso, que por más que jurara y perjurara, no le creían una
palabra. Pero eso sí: devoto como él solo de la Virgen de las Mercedes. Cada día
25 de septiembre, aunque no se confesara ni se enmendara cosa, le llevaba su
buena ofrenda y asistía a toditas las funciones. Tal vez por eso el alcalde
mayor y los alguaciles le
disimulaban sus fechorías.
Era
cura del lugar el vicario Bobadilla, un sacerdote muy virtuoso y algo pariente
de mi mamita María de la O. Aunque ya estaba vejancón y padecía de la gota,
tenía una voz tan linda y tan sumamente alta, que cuando cantaba en la iglesia
retumbaba por toda la plaza. Tanta fama tenía su habilidad, que venían gentes
de otras poblaciones nada más que para oírlo cantar misa.
Era
hombre de mucho secreto, y muy querido de todos sus feligreses por lo servicial
y lo parejo; lo mismo era con los señores acaudalados que con los probrecitos
limosneros. Su única diversión era cuidar una mulita baya, que contemplaba
como a las niñas de sus ojos.
Se
me olvidaba decirles que en sus mocedades había sido soldado, y que en una
pelea muy tremenda que hubo con los moros se portó con tanto valor, que el
Rey nuestro Señor lo premió con una bolsa de onzas, lo puso en la
guardia real y se lo llevó a su palacio.
El
Vicario se mantenía sancochado con las perrerías de Francisco Vera; pero en
vista de aquella devoción a la Virgen, determinó mandarle la novena para que
le alumbrara lo que debía hacer con su devoto; porque como era tan bueno y quería
la salvación de todos los cristianos, no podía convenir que se fuera a perder
un alma redimida con la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Así lo hizo, y en
acabando la novena llamó a su casa al tal Francisco, un sábado por la noche.
Se encerró con él y le dio unos consejos tan lindos y religiosos, que el caimán
le prometió cambiar de vida si lo entablaba en algún trabajo. El Vicario
convino en todo con tal que se confesara y cambiara de vida. Dicho y hecho: al
otro día se quedaron en el pueblo tamañitos cuando, en misa mayor vieron a
Francisco Vera arrimar al comulgatorio y recibir la Santísima Forma con muchísimo
recogimiento. Dando y dando: después de misa le entregó al cura cien
patacones, patacón sobre patacón, para que pusiera una venta en un paraje muy
aparente, por allá en los ejidos del lugar.
Principió
el negocio con mucho auge y la gente estaba muy admirada con la enmienda del
dichoso Francisco Vera, de las caridades tan lindas del vicario, y del poder tan
grande de la Virgen.
¡Pues,
señor!... ¡Se perdió chicha, calabazo y miel! Y la cosa hedió a cacho:
resultó que aquel taita del enemigo malo hizo en la venta lo que nunca se le
había ocurrido en su perra vida; aprendió a beber. ¡Pero de qué manera! ¡Entonces sí fue
cierto que se puso bien canónigo y bien alzado! Tanto que las mismas
autoridades le cogieron recelo. Lo metían a la cárcel, pero como era tan
ladino y tan endiablado, se les escabullía mientras espabilaban, y la gente se
ponía en un hilo, sabiendo que andaba por ahí suelto. El vicario se dejó
entonces de bullas, y en mucho secreto le puso un posta al Rey nuestro Señor,
con una carta muy bien relatada, en que le pedía los librara de semejante
peligro.
Nadie
sospechaba ni lo negro de la uña, cuando un día... ¡Muñeco al hombro!
Comparecieron en el pueblo diez alguaciles reales, como diez torres; me le
echaron mano a mi señor don Francisco; jalaron con él hasta la propia
orilla del mar y me lo embarcaron en una navío. Ya se podrá suponer cómo
quedarían de descansados en el pueblo.
Entonces
principiaron las cavilaciones sobre la suerte que había corrido. Unos
aseguraban que había perecido en el mar; otros, que lo habían puesto en
galeras; otros, que se había brincado del barco, y que nadando, nadando, como
perro terranova, había alcanzado a una orilla y que allí vivía en una caverna
como si fuera un ermitaño.
A
éstas y las otras llegó el día de Nuestra Señora de las Mercedes y cuál sería
el pasmo de los fieles cuando lo vieron entrar a
la salve, como si lo brotara la tierra. Se arrodilló muy devoto ante el
Retablo y presentó a la Virgen una ofrenda muy cuantiosa de oro en polvo.
Al
otro día asistió a todas las funciones, pero no alzó a ver a nadie ni
pronunció una palabra. No bien terminaron las solemnidades se volvió ojo de
hormiga. Nadie pudo averiguar por más que se volviera mico y mono, dónde había
posado ni qué camino había cogido. Esto los puso a todos en el último punto
de la curiosidad. Pero el vicario, como tenía
una fe tan grande en la Virgen decía siempre: “Ahí no hay ningún
misterio: Francisco Vera está de ermitaño, haciendo penitencia. Nuestra Señora
no va a descuidar el alma de un devoto suyo”.
Al
poco tiempo principió el runrún de que había salteadores por ahí en los
caminos, y que en las casas de campo estaban haciendo muchos daños;
pero como nadie se quejaba a la justicia ni ninguno mostraba los
atentados, determinaron, al fin, que todo era invenciones y habladurías de
gente ociosa.
Pasaron
unos meses, y un día allá por cuasimodo, llamaron al vicario con mucha
urgencia para que fuera a auxiliar un moribundo, por allá a unos guaicos algo
retirados del pueblo. Ensilló su mulita, y a propio golpe de las doce emprendió
marcha, rezando el avemaría. Llegó la oración, llegaron las ocho y las
nueve... y el vicario sin parecer. La criada que le servía salió entonces de
casa en casa, y puso en movimiento a todo el vecindario. Salieron a buscarlo a
pie y a caballo; anduvieron mucho rato por unos y otros caminos... ¡y ni un
alma por esas soledades! En el colmo de la alarma se juntaron en un alto, para
ver qué sacaban en limpio, cuando por allá a las mil y quinientas vieron venir
una lucecita, falda arriba. Fueron a ver, y casi no conocen al vicario; venía a
pie, alumbrándose con una cabito de vela, sin sombrero, con la sotana rota, y
todo él tan desempajado y tan mustio, que parecía un limosnero.
–¿Y
eso qué contiene, mi padre? –le preguntó el alcalde.
–Después
se sabrá –contestó él.
–¿Y
la mulita?
–Después
se sabrá.
Y
de aquí no lo sacaron. En el pueblo sucedió lo propio, nadie pudo
desentresijarle lo más mínimo.
Pasaban días y más días, pero el “Después” del vicario no llegaba y a los feligreses se les reventaba la hiel con el ansia de descubrir aquel misterio.
II
La
criada del vicario, que era una zamba muy conversona y un puro empalago, estaba
trastornada con el papel que estaba desempeñando en esos días. Todo el mundo
la llamaba para averiguarle. Contaba, entre otras cosas, que su amo desde ese día
era otro. Que, aunque tan siquiera le había amagado la gota, estaba tristón y
desganado; que suspiraba cada rato, y que en ocasiones parecía fatuo o distraído.
Que a ella no le quitaban de la cabeza que a su amo, aunque fuera sacerdote y
tan sabido y tan católico, le habían hecho un maleficio muy terrible. Que a lo
mejor echaba a cantar con la tonada del prefacio unas bobadas, como los ciegos
que pedían limosna; que se ponía a escribir en cualquier papel, y que después
lo rasgaba; que a una imagen del Retablo, que tenía en su cabecera, le decía
de presto unas cosas que no eran oraciones ni décimas religiosas.
Nadie
le creía a la zamburria, porque el manejo del vicario en la calle y en el
templo era tan bueno y tan bonito como siempre.
A
ésas, otra vez la festividad de la Virgen. Llegaban y llegaban peregrinos y forásticos,
y todo el pueblo estaba en atisba por ver si volvía Francisco Vera. Pasaron vísperas,
salve y procesión, y el hombre no resultaba por ninguna parte. Pero dejan para
misa mayor... ¡y cátamelo en la iglesia! Venía muy fanfarrón, con un traje
muy rico de caballero, y una capa de grana terciada con mucho orgullo. Llevaba
colgada en una mano una gargantilla de uchuvas y de perlas, de lo más precioso,
para ofrendarle a la Virgen. Pero como el templo estaba ya retaqueado, no pudo
por más que empujaba y metía codo, llegar hasta el trono de plata donde ponían
el Retablo. Tuvo que quedarse muy abajo, junto a una pila. La misa principió
con la pompa y la solemnidad de todos los años;
y, como Francisco Vera era tan altote y la capa tan vistosa, lo divisó
el vicario bien divisado, cuando volteó a decir el “orate fratres”.
Llegó
el momento del prefacio, y todos tosieron y se prepararon a no perder una nota
de aquel canto tan maravilloso. Abrió el vicario esa boca –la narradora imita
con propiedad ademanes y canto rituales– y entona:
Ahí
está Francisco Vera,
Robador
de las haciendas,
Que despluma a caminantes,
Por
atajos y por sendas.
Una
tarde en que viajaba
Me
asaltó el perdonavidasy me robó mi mulita
Que
anda cien leguas seguidas.
Me
robó mi silla turca
Toda de plata chapada,
Yy mis espuelas moriscas,
De
labor sobredorada.
Me
robó dos mil ducados
Que
el Rey mi Señor me diera
Y
llevé siempre conmigo
En
oculta faltriquera.
Por
evitar sacrilegios
Y
otros horribles delitos,
Tuve
que hacer vil remedo
Del
más grande de los ritos;
Me
hizo cantar una misa
Al
pie de frondosa higuera;
Me
hizo elevar por ostia
Un
trozo de calavera;
Me
hizo alzar como cáliz
El
zancarrón de una yegua;
Me
hizo beber por vino
La
sangre de una culebra.
Mando
pues, a los presentes,
Aunque
el lugar sea sagrado,
Qué
cojan al bandolero
Y
a la cárcel sea llevado.
–¡Qué
susto aquél! Pero no hubo necesidad de nada, porque Francisco Vera se puso en
pie y dijo con voz muy rara: “No hay que tocarme: ¡me doy por preso en nombre
de la Virgen! "¡Ella responde que no quiero escaparme!” Todos miraron al
Retablo y vieron muy patente que la Divina Señora movía el rostro, en señal
de otorgamiento. El hombre siguió clavado de rodillas y llorando como un niño.
A
la salida de misa hizo confesión pública en media plaza, llorando a lágrima
viva y pidiendo tormentos y muerte ignominiosa. Divulgó a sus compañeros y el
subterráneo donde se escondían y guardaban los dineros, las alhajas y demás
cosas robadas. Contó que sólo habían vendido las bestias y que las otras
riquezas no las habían repartido todavía. Que podían restituir el valor de
todos los robos y pagar perjuicios, porque él y otros dos de la pandilla habían
recorrido muchos pueblos disfrazados de caballeros principales, y que en todos
habían puesto banca, por cuenta de la compañía, con una suerte tan grande,
que con toda limpieza y legalidad aumentaron su caudal en más del triple. Contó
que su confesión y comunión cuando el llamado del vicario, fueron sacrílegas,
porque calló pecados muy horribles; que ese mismo día, mientras él le contaba
los dineros del entable, le robó el cuaderno de los Santos Evangelios; que
desde entonces lo llevaba pegado al pecho con una faja, para librarse de bala,
de puñal, de picadura de culebra y de maleficios de toda laya.
Contó
que los alguaciles reales lo llevaron a una isla del mar, donde vivía gente muy
pirata; que allí topó compañeros de robo y se volvió con ellos a la España
del Rey Nuestro Señor, donde emprendieron vida de salteadores. Que a los
infelices que caían en sus garras los obligaban, después de despojarlos, a
jurar sobre los Santos Evangelios no divulgarlos ni en artículo de muerte; que
a los que se resistían los llevaban a paraje secreto, los abaleaban, y ahí
mismo los enterraban sin ponerles tan siquiera una triste cruz de chamiza.
Y,
como jurar en falso sobre los Santos Evangelios no tiene perdón de Dios, ni en
esta vida ni en la otra, nadie chistaba una palabra por no perder su alma. ¡Por
eso andaban esos malignos tan despensionados!
El
vicario se ranchó a jurar; pero, ¿cómo hacían para matarlo? El que asesina
sacerdote o le saca sangre por mal, está condenado en vida: queda, ahí mismo,
poseído del demonio, y echa a morder que ni perro rabioso, hasta que muere de
la rabia.
Por
eso inventaron los herejes, ya que no podían asesinar al vicario, el embeleco
de la misa. Se resistió también; ¡seguro que no! En la sofoquina se le cayó
al pobrecito el cinto con los dos mil ducados, ¡pero ni por esas se aplacaron
esos diablos! Lo amenazaron con secuestrarlo en el subterráneo y robarle,
mientras estuviera preso, el tesoro de la Virgen. Ahí sí se rindió el vicario
y cantó la misa, a moco tendido, tal y como lo relató en el prefacio.
Dijo
también que él tenía su corazonada de que el vicario lo divulgaría apenas lo
viera en el pueblo; pero que no pudo resistir a unas ansias muy grandes que le
acometieron de presentar él mismo
la ofrenda. Por lo cual se vio patente que ya la Virgen le había tocado el
corazón.
Era
tanta y tan conmovedora la contrición de Francisco Vera, que todo el mundo
lloraba. Ahí mismo lo condenó la justicia mayor a muerte de horca. Pero
mientras se hacían las diligencias para la repartija de todo lo robado a sus
debidos dueños y se cogían los otros criminales, le puso el vicario, en el
secreto de siempre, otro posta al Rey Nuestro Señor, para implorarle el indulto
del reo. Su Sacra Real lo concedió al momento.
Entonces
lo condenaron a galeras por muchos años; pero, como se portó en ellas como el
más humilde de los santos, le rebajaron la condena. Se fue entonces de criado a
un convento de capuchinos. Hizo tanta penitencia, que se volvió un esqueleto:
se le salieron los ojos a fuerza de llorar, y la lengua se le convirtió en una
llaga.
Un
día de las Mercedes, al amanecer, sintieron los frailes una fragancia que
trascendía por todo el convento, y unas músicas y unos cánticos, de la cosa más
preciosa. Fueron a la celda de Francisco Vera y lo toparon muerto. Lo llevaron a
la iglesia, y a medida que lo velaban se iba poniendo tan lindo y tan perfecto,
que cuando fueron a darle sepultura parecía mismamente un ángel del Señor.
¡Así
como se los cuento! Y todo el que es devoto de Nuestra Señora de las Mercedes,
aunque sea el pecador más empedernido, tendrá muerte santa: porque la Divina
Señora no sólo redime los cautivos de infieles, sino que le arranca al Diablo
las almas que ya tiene entre sus garras.
A
mayor gloria de la Virgen María. Amén».
Tomás Carrasquilla Naranjo – Colombia