LA
PRINCESA AZTECA
Leyenda
de la alberca de Chapultepec - A la inspirada poetisa y virtuosa señora Ángela
G. de Alcalde.
El
bosque centenario
en
sus antros encierra
ese
silencio eterno que acompaña
a
las salvajes pompas de la América.
En
el espeso toldo
que
al sol el paso niega,
los
cenzontles que cantan en las noches,
de
rama en rama sin zozobras vuelan.
Y
el cardenal errante,
y
el colibrí de seda,
al
beso de las tibias alboradas,
dando
celos al iris, juguetean.
De
las copas más altas,
como
argentadas hebras,
las
canas de los viejos ahuehuetes
dan
a los vientos sus robustas crenchas.
Y
revistiendo el tronco
de
secular corteza,
matizando
sus tronos de esmeralda,
se
abre a la luz la trepadora hiedra.
Tapiza
el suelo un musgo
que
ni el verano seca,
donde
recoge el aire en las mañanas
un
sempiterno olor a flores nuevas.
El
bosque centenario
en
su extensión inmensa
repercute
en las tardes los acentos
más
dulces de los cánticos aztecas.
Las
voces de una raza
peregrina
y guerrera
que
va dejando con su sangre hirviente
de
su incesante caminar las huellas.
Y
vagan esas notas
dulcísimas
y tiernas,
enseñando
a los pájaros salvajes
tristes
y melancólicas cadencias.
Las
repite el cenzontle
en
la noche serena,
cuando
la luna en el azul espacio
el
heno de los árboles platea.
Las
dice la calandria,
el
clarín las remeda,
y
en las tardes de mayo los jilgueros
trovan
los himnos de su amor con ellas.
Y
cuando en tristes horas
de
lluvia y de tinieblas
la
tempestad su carro de relámpagos
sobre
los viejos árboles pasea,
y
con ojos de llamas
la
lechuza agorera
predice
la catástrofe y la muerte
como
alada Sibila de la selva,
cuando
los vientos rugen,
cuando
los troncos tiemblan
y
cual cinta de lumbre en negro abismo
el
rayo retumbando culebrea,
en
el fondo del bosque,
rasgando
las tinieblas,
se
oye dulcísima y doliente
que
canta melancólicas endechas.
Son
las notas de un arpa
de
misteriosas cuerdas
en
que surgen estrofas no aprendidas
cuando
calla el placer y hablan las penas.
Las
extrañas canciones
entre
la sombra vuelan,
mezclándose
del viento a los rugidos
y
al sordo rebramar de la tormenta.
Vagan
en el ramaje,
cruzan
por la maleza,
y
el paso no les corta la falange
de
sabinos cual mudos centinelas.
Se
extienden en los lagos
de
superficie tersa
donde
crecen los juncos cimbradores
y
sus corolas abren las ninfeas.
Cruzan
por los maizales
cuyas
cañas esbeltas
sus
hinchadas espigas, a las lluvias
levantan
a los cielos en ofrenda.
¿Quién
canta esas canciones?
¿Quién
dice esas endechas,
que
ya traspuesto el sol y quieto el mundo
repiten
los cenzontles en la selva?
¿De
qué garganta brotan?
¿Quién
delira con ellas
y
en la imponente majestad del bosque
en
tristísimas horas las eleva?
Mirad,
hay en el fondo,
tras
la enramada espesa,
dominando
los altos ahuehuetes
una
montaña de verdor cubierta.
La
mano de un gigante
amontonó
sus piedras,
sobre
las cuales fabricó un palacio,
para
propio solaz, un rey azteca.
Son
espesos sus muros,
angostas
son sus puertas,
y
parece, mirado desde lejos,
vetusta
cripta en la extensión desierta.
Pega
el nopal al muro
sus
espinosas pencas,
y
como cenicientos obeliscos
los
órganos tristísimos lo cercan.
No
tiene escudo noble
tan
rara fortaleza,
ni
levadizo puente, ni ancho foso,
ni
rastrillo, ni glacis, ni poterna.
No
guarda férreos cascos,
ni
lanzas, ni rodelas,
ni
resonó jamás en sus salones
la
armadura brutal de la Edad Media.
Los
señores que ha visto
esgrimen
arco y flecha,
llevan
al combatir desnudo el sexo
y
adornada con plumas la cabeza.
Obscuros
son sus ojos,
sus
cabelleras negras,
su
cutis, siempre al sol, color de trigo,
sencillas
sus costumbres y su lengua.
En
tan triste palacio
con
sus damas se hospeda
siempre
sola, llorosa y resignada,
como
un lirio con alma, una princesa.
Y
vive sin que nadie
a
visitarla venga,
que
por rencor y celos y venganza
víctima
del amor allí la encierran.
Amó,
cual amar saben
en
su raza, en su tierra,
las
mujeres que encienden sus pupilas
con
la del alma inextinguible hoguera,
Un
hermano celoso
de
su pasión intensa,
mató
al indio bizarro que formaba
el
culto terrenal de la doncella.
Y
entonces con la rabia
que
electriza a las fieras,
cuando
el artero cazador destroza
al
cachorro que esconden en la cueva,
ella
tomó en sus manos
la
macana de piedra
y
castigó a su hermano con un golpe
que
bien pudo arrancarle la existencia.
El
padre, como ejemplo,
como
justa sentencia,
la
alejó de su lado y encerróla,
del
viejo bosque en la mansión severa.
Y
allí con la alborada,
cuando
la luz despierta,
cuando
en todas las ramas hay cantares
y
alza un himno de amor toda la selva,
cuando
se abren las fibras
y
en sus corolas tiemblan
los
pintados y errantes chupamirtos
que
de sabrosas mieles se alimentan,
se
oye como desciende,
por
las abruptas peñas,
envuelta
en un mantón de blancas plumas,
seguida
de sus damas, la Princesa.
Siempre
al pisar el bosque
toma
la misma senda,
para
buscar el sitio apetecido
en
que el placer y la delicia encuentra.
Allá,
bajo las ramas
más
verdes, más espesas,
y
donde en haces de colores vivos
el
sol naciente sus fulgores quiebra,
engastada
en el musgo
cual
líquida turquesa,
convidando
a la vida y al deleite,
espejo
del follaje, está la alberca.
El
manantial fecundo
al
fondo borbotea,
sin
que nadie perciba sus rumores
ni
la quietud perturbe de la selva.
Dicen
que cuando alguno
se
posa en sus arenas,
queda
encantado y con extraña forma,
y
el que a buscarlo va, jamás lo encuentra.
Por
eso todos temen,
y
aún los hombres recelan,
sumergirse
en las ondas cristalinas
de
una agua tan azul y tan serena.
Sólo
la hermosa joven,
cuando
a los bordes llega,
fija
en el manantial una mirada
que
es la viva expresión de una promesa.
Deja
el manto de pluma,
sus
cabellos destrenza,
y
a las caricias púdicas del agua,
dando
tregua al dolor, feliz se entrega.
Y
míranse en las ondas
las
formas hechiceras,
deslizarse
flotantes y tranquilas
como
la flor que la corriente lleva.
Si
el bello busto asoma,
sobre
los senos ruedan
las
gotas trasparentes y brillantes
como
si fuesen lágrimas o perlas.
Y
cuando el cuerpo airoso
quieto
flotando queda,
parece
que el cristal azul y terso,
enamorado
sus contornos besa.
Semeja
blanca ondina,
ruborosa
sirena,
que,
con un beso, el sol americano
quemó
su piel y la tornó trigueña.
¿Oís?
cantan muy dulce
las
aves de la selva,
las
brisas no estremecen el ramaje,
ni
el heno gris en los sabinos tiembla.
El
aire está suspenso,
ningún
rumor se eleva,
porque
en el viejo bosque centenario
juega
desnuda la gentil doncella.
Salta
un instante al borde
de
la azulosa terma,
y
los encantos que la dio natura
sin
velo encubridor al aire muestra.
Y
escúchase de pronto
un
grito de sorpresa,
cual
lo lanzara el que soñó en un cielo
y
al fin, sin esperarlo, lo contempla.
Por
el vetusto bosque,
el
grito aquel resuena,
y
levanta los ojos espantados
la
ninfa que en las aguas se refleja.
Y
sin tino, temblando,
pálida,
como muerta,
descubre
entre las ramas de un sabino
de
un ser desconocido la cabeza.
Es
un amante osado,
es
un guerrero azteca,
que
adora a la doncella y la persigue,
y
hoy en su virgen desnudez la acecha.
Sin
conceder más tiempo
de
que sus formas vea,
herida
en su pudor la altiva joven
se
sumerge en el agua con violencia.
Y
al manantial desciende
y
toca sus arenas,
y
se pierde a los ojos de sus damas
y
el guerrero la busca y no la encuentra.
Cruzaron
varios soles
por
la azulada esfera,
y
nadie supo el postrimer destino
de
aquella humana y púdica azucena.
Que
allí quedó encantada,
refieren
las leyendas,
y
que al mediar los soles y las lunas
flota
sobre la líquida turquesa.
Su
nombre ignoran todos,
nadie
ignora sus penas,
y
quedan de sus gracias como espejo
los
movibles cristales de la alberca.
Juan dios de Peza