EL CAMINO DE DAMASCO

 

 

Lejos brilla el Jordán de azules ondas

que esmalta el Sol de lentejuelas de oro,

atravesando las tupidas frondas,

pabellón verde del bronceado toro.

Del majestuoso Líbano en la cumbre

erige su ramaje el cedro altivo,

y del día estival bajo la lumbre

desmaya en los senderos el olivo.

 

Piafar se escuchan árabes caballos

que, a través de la cálida arboleda,

van levantando con su férreos callos,

en la ancha ruta, opaca polvareda.

 

Desde el confín de las lejanas costas,

sombreadas por los ásperos nopales,

enjambres purpurinos de langostas

vuelan a los ardientes arenales.

 

Abranse en las llanuras las cavernas

pobladas de escorpiones encarnados,

y al borde de las límpidas cisternas

embalsaman el aire los granados.

 

En fogoso corcel de crines blancas,

lomo robusto, refulgente casco,

belfo espumante y sudorosas ancas,

marcha por el camino de Damasco.

 

Saulo, eleva su bruñida lanza

que, a los destellos de la luz febea,

mientras el bruto relinchando avanza,

entre nubes de polvo centellea.

 

Tras las hojas de oscuros olivares

mira de la ciudad los minaretes,

y encima de los negros almenares

ondear los azulados gallardetes.

 

Súbito, desde lóbrego celaje

que desgarró la luz de hórrido rayo,

oye la voz de célico mensaje,

cae transido de mortal desmayo,

 

bajo el corcel ensangrentado rueda,

su lanza estalla con vibrar sonoro

y, a los reflejos de la luz, remeda

sierpe de fuego con escamas de oro.

 

Julián del Casal