Las
guerras religiosas son siempre conflictos bélicos
políticos, en los que la religión dominante se
convierte en justificación ideológica |
Si pensamos en términos
religiosos, hay más puntos de unión que
discrepancias entre las tres religiones monoteístas:
cristianismo, judaísmo e islam. Quizá suene raro,
pero Dios no viene al caso en el actual conflicto.
Quienes, como las sectas cristianas
fundamentalistas, ven en el ataque al World Trade
Center un castigo de Dios a la Torre de Babel del
capitalismo, tienen una idea de Dios tan deformada
como los pilotos suicidas que indudablemente dijeron
antes del ataque "¡Alá es grande!".
En el actual conflicto ha habido un momento en el
que sí se ha hablado de Dios correctamente. Me
refiero a la crítica de los musulmanes al uso del término
Justicia Infinita [primer nombre dado por EE.UU. a
su respuesta militar]. En este sentido tenían razón,
y de nuevo coinciden las tres religiones en la idea
de que solo Dios puede administrar la justicia
infinita.
Pero no es la primera vez en la historia que se
invoca el nombre de Dios en una guerra. En ambos
bandos, incluso cuando los dos eran cristianos. En
la guerra de las Malvinas, Thatcher estaba tan
convencida de que Dios estaba al lado de Gran Bretaña
que en los servicios religiosos se negaba a rezar
por todas las víctimas. Tal incomprensión
religiosa demuestra la creencia en un dios como si
fuera una especie de Marte cristiano.
Tampoco el conflicto de Irlanda del Norte tiene que
ver con la religión, aunque los contendientes se
llamen católicos y protestantes. Se trata de un
conflicto social y territorial, y si los habitantes
no tuvieran ninguna religión, los partidos llevarían
otro nombre. Incluso la lucha entre palestinos e
israelíes no es, en primer término, una guerra de
religión. Comenzó como una contienda territorial y
a partir de 1967 ambas partes empezaron a invocar a
Dios. Pero, para los israelíes y palestinos
secularizados, el motivo de la guerra sigue siendo
la tierra.
La lucha contra el terrorismo no es una guerra de
religión. Quien invoca a Dios en una guerra lo
convierte en un dios nacional belicoso y, en términos
teológicos, en un ídolo. Las ideas
fundamentalistas sobre Dios solo son quimeras
religiosas, proyecciones hechas a medida humana. Las
guerras religiosas son siempre conflictos bélicos
políticos, en los que la religión dominante se
convierte en justificación ideológica. Esto lleva
a la paradójica situación de que, en caso de
guerra entre Estados de la misma religión, ambos
pidan al mismo Dios que bendiga sus armas.
La primera gran guerra en Europa, la guerra de los
Cien Años entre Inglaterra y Francia, enfrentó a
dos naciones católicas. En la segunda guerra
mundial, lucharon católicos, protestantes y
ortodoxos; sin embargo, no fue una guerra de religión,
sino que se unieron todos contra el neopaganismo
nazi. Es verdad que en nombre de la religión se ha
causado mucho sufrimiento en el mundo, pero las
guerras más sangrientas no han sido religiosas ni
de nombre.
Pero si bien las guerras de religión no existen,
eso no quiere decir que una guerra no pueda ayudar a
despertar sentimientos religiosos. La gente va más
a la iglesia, reza más, no porque considere a Dios
como caudillo de la guerra, sino porque experimenta
la fragilidad de la vida humana. El hombre es
confrontado entonces con los fundamentos mismos de
la existencia, y es justo ahí donde la idea
religiosa de Dios encuentra su lugar más adecuado.
Visto así, la leyenda God bless America no es un
disimulado lema marcial, sino una expresión
colectiva e individual de fe. Y quizá se pueda
considerar incluso una bendición en medio de la
gran tragedia, una “blessing in disguise”, lo
cual también se puede ver desde una óptica
secularizada. Es una cruel ironía de la historia
que desastres nacionales puedan generar nuevas
posibilidades y ventajas a largo plazo para personas
y sociedades.
Como de las ruinas de la segunda guerra mundial
surgió una Europa nueva y próspera, también puede
surgir una América nueva, después de haberse visto
obligada a reflexionar
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