1. "Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).Queridos jóvenes de la
decimoquinta Jornada Mundial de la Juventud, estas palabras de
Pedro, en el diálogo con Cristo al final del discurso del "pan
de vida", nos afectan personalmente. Estos días hemos meditado
sobre la afirmación de Juan: "La palabra se hizo carne y puso
su Morada entre nosotros" (Jn 1,14). El evangelista nos
ha llevado al gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el
Hijo que se nos ha dado a través de María "al llegar la
plenitud de los tiempos" (Gal 4,4). En su nombre os vuelvo a saludar a
todos con un gran afecto. Saludo y agradezco al Cardenal Camillo
Ruini, mi Vicario General para la diócesis de Roma y Presidente de
la Conferencia Episcopal Italiana, las palabras que me ha dirigido
al comienzo de esta Santa Misa; saludo también al Cardenal James
Francis Stafford, Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos
y a tantos Cardenales, Obispos y sacerdotes aquí reunidos; así
mismo, saludo con gran deferencia al Señor Presidente de la República
y al Jefe del Gobierno Italiano, así como a todas las autoridades
civiles y religiosas que nos honran con su presencia. 2. Hemos llegado al culmen de la
Jornada Mundial de la Juventud. Ayer por la noche, queridos jóvenes,
hemos reafirmado nuestra fe en Jesucristo, en el Hijo de Dios que,
como dice la primera lectura de hoy, el Padre ha enviado "a
anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos;
a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la
libertad... para consolar a todos los que lloran" (Is
61,1-3). En esta celebración eucarística
Jesús nos introduce en el conocimiento de un aspecto particular de
su misterio. Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de su
discurso en la sinagoga de Cafarnaúm, después del milagro de la
multiplicación de los panes, en el cual se revela como el verdadero
pan de vida, el pan bajado del cielo para dar la vida al mundo (cf. Jn
6,51). Es un discurso que los oyentes no entienden. La perspectiva
en que se mueven es demasiado material para poder captar la auténtica
intención de Cristo. Ellos razonan según la carne, que "no
sirve para nada" (Jn 6,63). Jesús, en cambio, orienta
su discurso hacia el horizonte inabarcable del espíritu: "Las
palabras que os he dicho son espíritu y son vida" (ibíd). Sin embargo el auditorio es reacio:
"Es duro este lenguaje; ¿Quién puede escucharlo?" (Jn
6,60). Se consideran personas con sentido común, con los pies en la
tierra, por eso sacuden la cabeza y, refunfuñando, se marchan uno
detrás de otro. El número de la muchedumbre se reduce
progresivamente. Al final sólo queda un pequeño grupo con los discípulos
más fieles. Pero respecto al "pan de vida" Jesús no está
dispuesto a contemporizar. Está preparado más bien para afrontar
el alejamiento incluso de los más cercanos: "¿También
vosotros queréis marcharos?" (Jn 6,67). 3. "¿También vosotros?"
La pregunta de Cristo sobrepasa los siglos y llega hasta nosotros,
nos interpela personalmente y nos pide una decisión. ¿Cuál es
nuestra respuesta? Queridos jóvenes, si estamos aquí hoy es porque
nos vemos reflejados en la afirmación del apóstol Pedro: "Señor,
¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna"
(Jn 6,68). Muchas palabras resuenan en
vosotros, pero sólo Cristo tiene palabras que resisten al paso del
tiempo y permanecen para la eternidad. El momento que estáis
viviendo os impone algunas opciones decisivas: la especialización
en el estudio, la orientación en el trabajo, el compromiso que debéis
asumir en la sociedad y en la Iglesia. Es importante darse cuenta de
que, entre todas las preguntas que surgen en vuestro interior, las
decisivas no se refieren al "qué". La pregunta de fondo
es "quién": hacia "quién" ir, a "quién"
seguir, a "quién" confiar la propia vida. Pensáis en vuestra elección
afectiva e imagino que estaréis de acuerdo: lo que verdaderamente
cuenta en la vida es la persona con la que uno decide compartirla.
Pero, ¡atención! Toda persona es inevitablemente limitada, incluso
en el matrimonio más encajado se ha de tener en cuenta una cierta
medida de desilusión. Pues bien, queridos amigos: ¿no hay en esto
algo que confirma lo que hemos escuchado al apóstol Pedro? Todo ser
humano, antes o después, se encuentra exclamando con él: "¿A
quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna". Sólo
Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna
del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede
satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano. En la pregunta de Pedro: "¿A
quién vamos a acudir?" está ya la respuesta sobre el camino
que se debe recorrer. Es el camino que lleva a Cristo. Y el divino
Maestro es accesible personalmente; en efecto, está presente sobre
el altar en la realidad de su cuerpo y de su sangre. En el
sacrificio eucarístico podemos entrar en contacto, de un modo
misterioso pero real, con su persona, acudiendo a la fuente
inagotable de su vida de Resucitado. 4. Esta es la maravillosa verdad,
queridos amigos: la Palabra, que se hizo carne hace dos mil años,
está presente hoy en la Eucaristía. Por eso, el año del Gran
Jubileo, en el que estamos celebrando el misterio de la encarnación,
no podía dejar de ser también un año "intensamente eucarístico"
(cf. Tertio millennio adveniente, 55). La Eucaristía es el sacramento de
la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama. Él nos ama a
cada uno de nosotros de un modo personal y único en la vida
concreta de cada día: en la familia, entre los amigos, en el
estudio y en el trabajo, en el descanso y en la diversión. Nos ama
cuando llena de frescura los días de nuestra existencia y también
cuando, en el momento del dolor, permite que la prueba se cierna
sobre nosotros; también a través de las pruebas más duras, Él
nos hace escuchar su voz. Sí, queridos amigos, ¡Cristo nos
ama y nos ama siempre! Nos ama incluso cuando lo decepcionamos,
cuando no correspondemos a lo que espera de nosotros. Él no nos
cierra nunca los brazos de su misericordia. ¿Cómo no estar
agradecidos a este Dios que nos ha redimido llegando incluso a la
locura de la Cruz? ¿A este Dios que se ha puesto de nuestra parte y
está ahí hasta al final? 5. Celebrar la Eucaristía
"comiendo su carne y bebiendo su sangre" significa aceptar
la lógica de la cruz y del servicio. Es decir, significa ofrecer la
propia disponibilidad para sacrificarse por los otros, como hizo Él. De este testimonio tiene necesidad
urgente nuestra sociedad, de él necesitan más que nunca los jóvenes,
tentados a menudo por los espejismos de una vida fácil y cómoda,
por la droga y el hedonismo, que llevan después a la espiral de la
desesperación, del sin-sentido, de la violencia. Es urgente cambiar
de rumbo y dirigirse a Cristo, que es también el camino de la
justicia, de la solidaridad, del compromiso por una sociedad y un
futuro dignos del hombre. Ésta es nuestra Eucaristía, ésta
es la respuesta que Cristo espera de nosotros, de vosotros, jóvenes,
al final de vuestro Jubileo. A Jesús no le gustan las medias tintas
y no duda en apremiarnos con la pregunta: "¿También vosotros
queréis marcharos?" Con Pedro, ante Cristo, Pan de vida, también
hoy nosotros queremos repetir: "Señor, ¿a quién vamos a
acudir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68). 6. Queridos jóvenes, al volver a
vuestra tierra poned la Eucaristía en el centro de vuestra vida
personal y comunitaria: amadla, adoradla y celebradla, sobre todo el
domingo, día del Señor. Vivid la Eucaristía dando testimonio del
amor de Dios a los hombres. Os confío, queridos amigos, este
don de Dios, el más grande dado a nosotros, peregrinos por los
caminos del tiempo, pero que llevamos en el corazón la sed de
eternidad. ¡Ojalá que pueda haber siempre en cada comunidad un
sacerdote que celebre la Eucaristía! Por eso pido al Señor que
broten entre vosotros numerosas y santas vocaciones al sacerdocio.
La Iglesia tiene necesidad de alguien que celebre también hoy, con
corazón puro, el sacrificio eucarístico. ¡El mundo no puede verse
privado de la dulce y liberadora presencia de Jesús vivo en la
Eucaristía! Sed vosotros mismos testigos
fervorosos de la presencia de Cristo en nuestros altares. Que la
Eucaristía modele vuestra vida, la vida de las familias que formaréis;
que oriente todas vuestras opciones de vida. Que la Eucaristía,
presencia viva y real del amor trinitario de Dios, os inspire
ideales de solidaridad y os haga vivir en comunión con vuestros
hermanos dispersos por todos los rincones del planeta. Que la participación en la
Eucaristía fructifique, en especial, en un nuevo florecer de
vocaciones a la vida religiosa, que asegure la presencia de fuerzas
nuevas y generosas en la Iglesia para la gran tarea de la nueva
evangelización. Si alguno de vosotros, queridos jóvenes,
siente en sí la llamada del Señor a darse totalmente a Él para
amarlo "con corazón indiviso" (cf. 1 Co 7,34), que
no se deje paralizar por la duda o el miedo. Que pronuncie con
valentía su propio "sí" sin reservas, fiándose de Él
que es fiel en todas sus promesas. ¿No ha prometido, al que lo ha
dejado todo por Él, aquí el ciento por uno y después la vida
eterna? (cf. Mc 10,29-30). 7. Al final de esta Jornada
Mundial, mirándoos a vosotros, a vuestros rostros jóvenes, a
vuestro entusiasmo sincero, quiero expresar, desde lo hondo de mi
corazón, mi agradecimiento a Dios por el don de la juventud, que a
través de vosotros permanece en la Iglesia y en el mundo. ¡Gracias a Dios por el camino de
las Jornadas Mundiales de la Juventud! ¡Gracias a Dios por tantos jóvenes
que han participado en ellas durante estos dieciséis años! Son jóvenes
que ahora, ya adultos, siguen viviendo en la fe allí donde residen
y trabajan. Estoy seguro de que también vosotros, queridos amigos,
estaréis a la altura de los que os han precedido. Llevaréis el
anuncio de Cristo en el nuevo milenio. Al volver a casa, no os
disperséis. Confirmad y profundidad en vuestra adhesión a la
comunidad cristiana a la que pertenecéis. Desde Roma, la ciudad de
Pedro y Pablo, el Papa os acompaña con su afecto y, parafraseando
una expresión de Santa Catalina de Siena, os dice: Si sois lo que
tenéis que ser, ¡prenderéis fuego al mundo entero! (cf. Cart.
368). Miro con confianza a esta nueva
humanidad que se prepara también por medio de vosotros; miro a esta
Iglesia constantemente rejuvenecida por el Espíritu de Cristo y que
hoy se alegra por vuestros propósitos y de vuestro compromiso. Miro
hacia el futuro y hago mías las palabras de una antigua oración,
que canta a la vez al don de Jesús, de la Eucaristía y de la
Iglesia: "Te damos gracias, Padre
nuestro, por la vida y el conocimiento que nos diste a conocer por medio
de Jesús, tu siervo. A ti la gloria por los siglos. Así como este trozo de pan estaba
disperso por los montes y reunido se ha hecho uno, así también reúne a tu Iglesia
desde los confines de la tierra en tu reino [...] Tú, Señor omnipotente, has creado el universo a causa de
tu Nombre, has dado a los hombres alimento y
bebida para su disfrute, a fin de que te den gracias y, además, a nosotros nos has
concedido la gracia de un alimento y bebida
espirituales y de vida eterna por medio de tu siervo [...] A ti la gloria por los siglos"
(Didaché 9,3-4; 10,3-4). Amén. |