Empezaré diciendo algo de mí, de mi historia y
de mi formación. Soy español, nacido en León, de una familia católica; soy el
hijo primogénito de cuatro hermanos varones y he vivido toda mi vida en Madrid.
Estudié en la escuela de Bellas Artes de Madrid, y de profesión soy
pintor. Carmen Hernández, el padre Mario Bezzi y yo, somos responsables a nivel
mundial del Camino Neocatecumenal, hoy difundido en casi más de cien naciones:
nunca habría podido pensar o imaginar lo que Dios ha llegado a hacer con mi
vida.
El Camino Neocatecumenal como Comunión y
Liberación, tienen en este momento una tarea muy importante. El Papa en 1985,
en el sínodo de los Obispos europeos haciendo un análisis de la situación
europea caracterizada por la secularización, la descristianización y la crisis de valores cristianos, dijo
que el Espíritu Santo ya está dando una
respuesta, respuesta que lleva a los Obispos a dejar los esquemas atrofiados para abrirse a estas nuevas realidades que
el Espíritu Santo está
suscitando para ayudar a la Iglesia frente a los desafíos del tercer milenio. Yo que soy un pobretón, incapaz de hablar, estoy
aquí sólo porque soy un instrumento en las manos de Dios. Cuándo Dios se aparece
en el monte Sinaí al pueblo de Israel, la primera palabra que dice es: "Escucha
Israel, Dios es uno, El es el único"; pues la primera palabra que dice
es: escucha. La fe viene por el oído. Todos necesitamos que nuestra fe crezca,
que se vuelva más fuerte: sin fe no podemos convertirnos. Nuestra fe está
en Dios– qué nadie ha visto nunca– y en su Hijo, Cristo crucificado: éste
es nuestro anuncio, es el anuncio de la Iglesia al mundo. La formación que recibí en la
parroquia y en la
escuela fue muy precaria, desde el punto de vista de la fe: no me servia, y dejé todo empezando una experiencia de ateísmo, es decir de separación de la
Iglesia, con gran sufrimiento de mi madre que es muy católica y va a Misa
todos los días. Entré en la universidad –un entorno realmente de izquierdas y
ateo– conocí el teatro de Sartre y comencé ligeramente con Camus. Bien
pronto sobrevino la experiencia de un vacío, porque en mi ánimo hubo numerosas preguntas:
¿quién soy yo? ¿quién me ha creado? ¿qué es
la vida? ¿qué sentido tiene la existencia? ¿porque vivo? No pude divertirme,
no logré escapar de estas preguntas, fue como si Dios me hubiera clavado frente
a la existencia, obligándome a tomar en la mano mí vida. Dios realmente ha
combatido conmigo, como con Jacob, y me ha vencido. En aquellos momentos, en
efecto, casi estuve a punto de matarme y la única respuesta que di a mis preguntas fue
la absurdidad: creí tomar mi
existencia en peso, tal como era, porque la vida es una absurdidad, todo es absurdo. La
respuesta de la absurdidad, en el fondo es una respuesta. Dios en este punto me ayudó, porque
empezó a presentarse como posibilidad: en cierto momento, quise creer, pero esto no bastó, porque la fe no
puedo dármela yo mismo. En esta
situación Dios tuvo piedad de mí y mientras lo invocaba se dejó
encontrar. Dentro de mí, en el alma, en el espíritu –palabras que, como
demonio o infierno, se intentan borrar de nuestro diccionario–, mientras que
lloraba recordando el último año transcurrido en un atroz sufrimiento interior,
sentí la garantía del amor divino, la certeza que Dios existe, que es como un padre
y que me quiere. Esta certeza nació en una zona más profunda que la
razón y la intuición, en la parte más íntima de mi mismo, en el espíritu. Si
en el primer momento fui condenado a muerte porque Dios no existía, en
un santiamén, por milagro, por voluntad de Dios, pasé a la certeza de que Dios
existe. Esta certeza no me la pudo quitar nadie, ya que es la señal de la fe,
un sello inborrable que sucesivamente el Bautismo confirmará. En esta condición espiritual, fui
a un cura y
le dije que quería hacerme cristiano: no que necesitara los sacramentos,
visto que ya los recibí, pero quise una formación cristiana. Aquel cura me
invitó a participar en un "cursillo de cristiandad",
una especie de convivencia con laicos: este encuentro me ayudó porque
me quitó los prejuicios qué tenía contra la Iglesia, heredados por la
cultura de izquierdas. Posteriormente empecé a ser catequista y empecé una formación más seria, ante todo estudiando teología. Además como
artista fundé un grupo de arte sagrado, intentando ejecutar con otros
artistas trabajos y obras religiosas. Esto me llevó a una serie de estudios
y de viajes que me hicieron encontrar en España al padre Voiyaunt, el fundador
de los pequeños hermanos, sobre las huellas de Charles de Foucauld. La
espiritualidad de Foucauld me ayudó, aunque no me haya hecho pequeño
hermano, porque representó el encuentro con una novedad.
Otro encuentro significativo, otra señal
de
Dios que yo estaba esperando, ocurrió en casa de mis padres el
día de Navidad. Mi padre y mi madre tuvieron a una criada que me contó uno
historia increíble; vivía con su familia en las barracas y su marido
alcoholizado le pegaba, mientras que el hijo estaba en cárcel. Así que decidí ayudarla,
hablé con su marido y le llevé a los cursillos.
Aquella mujer a menudo me llamaba, y yendo allí, me encontraba con aquel entorno
particularmente sórdido y miserable, el
problema del sufrimiento de los inocentes, la presencia de Cristo crucificado y
del pecado que Él toma consigo. Después del servicio militar en África
conocí a Carmen por su hermana, que trabajó en una obra para ayudar a
las prostitutas, permitiendo a las que quisieron salir, encontrar un trabajo y
una inserción social. Ahora bien, esta mujer me contó que su hermana estaba más
loca que ella. Carmen se estaba preparando para ir a Bolivia como
misionera, para predicar el Evangelio a los mineros. Pero antes de irse quiso formar un grupo, y así
yo también me fui a predicar el Evangelio
en las barracas. Me di cuenta enseguida que los cursillos
no servían para los gitanos analfabetos, no servian para la gente que vivia
en la miseria total, y que después de cuatro palabras en abstracto nadie te
escucha más... Dios nos ha llevado a un entorno donde nos ha obligado a
desarrollar una síntesis teológico-catequética: Carmen no ha parado nunca de
decirme la verdad, que fui un beato o que mi predicación no tuvo sentido. El Camino Neocatecumenal ha nacido así, entre
los pobres que han creido las primeras catequesis. Puesto que aquellas personas
fueron todos ladrones, prostitutas, gitanos, no se defendieron frente a la
palabra, que gracias al Espíritu Santo tuvo un eco en sus corazones, y así se
ha formado un Koinonia, una comunión, y en los barracas ha aparecido la
respuesta a la Palabra de Dios. Después de algún tiempo la guardia civil con la
ametralladora vino para derribar nuestras barracas, pero yo llamé, en
un primer momento al Obispo, que conocí en la época de los cursillos, don Casimiro
Morcillo, y luego arzobispo de Madrid: cuando la policía vio al arzobispo, ¡se
fueron todos! El arzobispo pudo encontrarse con nuestra comunidad, y desde aquel día
fue nuestro protector. De esta experiencia de las barracas, también
gracias a la ayuda y a la confirmación constante de los Obispos, ha nacido el
Camino Neocatecumenal. El Camino –también en las parroquias en que se ha
difundido– no es otro que el abrir la iniciación cristiana a los
pobres (que son tan pobres de siempre escuchar la misma catequesis) pero también
a los
burgueses, que no aceptan la idea de la conversión porque siempre se sientan en
el mismo sitio. Hace falta hacer en todo lugar un camino de kenosis, de bajada, para
descubrir qué es el Cristianismo. Si se quiere ser cristianos de verdad, hace
falta desvestirse y descubrir el bautismo. Ésta es la idea de la iniciación
cristiana que el Camino Neocatecumenal trata de actualizar en los parroquias, más
allá de cada etiqueta. La única glorificación nuestra, apóstoles itinerantes,
es encomendarse a Cristo, Cristo crucificado. Nos encontramos hoy frente a un
gran desafío:
los sociólogos dicen que estamos frente a la aldea global, al empequeñecerse
el
mundo debido a la potencia de los medios de comunicación. Por el poder que
tienen los medios, todos vestimos de la misma forma, vemos las mismas películas,
comemos las mismas hamburguesas. Frente a esto, como cristianos que poseemos el
carisma profético del bautismo, tiene que reflejar sobre qué está Dios diciéndonos
con estos hechos. ¿Qué antropología hay bajo las películas, los telenovelas
de nuestro mundo? ¿Qué concepto de hombre? ¿A qué cultura nos quieren
llevar, a qué civilización? Es una antropología que no es cristiana, que es más
bien anti-cristiana, porque afirma –usamos una palabra tomada de la bioética–
la autopoiesis, la pretensión que el hombre tiene de ser creador de él mismo. No hay más
verdades porque cada uno tiene su verdad, y luego viene el relativismo total.
Autopoiesis es una palabra nueva, moderna, que pero en el fondo no es otra que el
primer engaño que el demonio le hizo a Eva cuando le dijo: "Tú serás
como Dios, conocedora del bien del mal, podrás decidir sobre ti mismo el bien y el
mal. Serás Dios." Esto implica, aún más en profundidad, que se
está destruyendo la familia. La revelación que ha venido a traer Jesucristo, es que Dios, es Padre, y que cada uno de nosotros ha sido creado para ser
hijo de Dios. Dios es Padre, pero si Dios no existe, no existe ninguna unión, y
todo es lícito. Es lícito el divorcio, es lícito tener a la mujer del
hermano... Frente a todo esto la Iglesia debe de nuevo evangelizar, anunciar el
Evangelio. ¿Qué quiere decir anunciar el Evangelio? Quiere decir anunciarles a
todos los hombres que Dios nos ha creado para que fuesemos hijos de Dios y
que Cristo ha dado la vida por nosotros, en una cruz. El hombre que se separa
de Dios experimenta la muerte, porque Dios es la vida. Dios ha puesto el hombre
en un paraíso maravilloso, dándole un solo límite: no comer del árbol de la
ciencia del bien y del mal, que Dios se ha reservado para si. En efecto, es Él,
Dios, quien decide el bien y el mal. Éste es el único límite. Pero el demonio
tomando ocasión del límite, nos ha seducido y nos ha matado. La muerte en
efecto no es otra que el no reconocer la dependencia de Dios: si las raíces
de mi ser son cortadas, ontológicamente conozco la muerte, y a partir de este
momento el sufrimiento humano del trabajo, de tener hijos, se convierten en una barrera. Quiero ser y mi ser está perdido. No soy
nadie; quiero que alguien me quiera, pero para ser querido por alguien necesito dinero,
belleza, ser el primero, ser alguien... ¿Como podemos, pues, ser curados
de esta muerte interna?
El hombre en esta condición de muerte ontológica bajo el poder del demonio está
sometido al miedo a la muerte, es condenado a vivir por si y el pecado le obliga a
idolatrarlo todo: idolatra a las mujeres, la sexualidad, el
trabajo... se convierte así en el centro de una nueva cosmogonía, porque él es
el creador del mundo, de la realidad. Pero esto en realidad es una
condena, porque el hombre, creado a imagen de Dios, para estar plenamente libre
tiene que amar como Él ama. Para querer así hace falta haber vencido la
muerte. Amar hasta dar la vida para el enemigo. Amar al enemigo significa
querer más allá de la muerte. El Cristianismo no es otro que este: la victoria
sobre la muerte. Cristo ha resucitado, para vivir en ti, y te aseguras la
victoria sobre la muerte, que es la vida eterna, una vida que no mueres más. ¿Quieres esta vida? ¡Enséñamelo! Éste es el secreto del Camino
Neocatecumenal: no creemos en la fe de nadie; quién tiene fe lo demuestra con
obras. ¿Qué obras? No sólo el empeño social, sería como los ¡comunistas!
¿Rogar? ¡Los judíos, el Islam ruegan mejor que nosotros! ¿Cuáles son obras
auténticas de un cristiano, que un marxista, un judío, un
mahometano no pueden hacer? Los obras por las que hace falta haber recibido del
cielo a la Gracia del Espíritu Santo. Cristo ha donado su vida al Padre ; en
su testamento le ha dejado a cada uno de nosotros. Cristo no te ha juzgado y no te
juzga, ha dado la vida por ti y te ha dejado en herencia su vida inmortal. ¿Cuándo
recibo yo esta vida inmortal? ¡Ahora! Ahora, el propio Cristo está delante del
Padre presentando en las manos las llagas gloriosas de sus clavos por ti.
Ha muerto, ha recibido el castigo de tus pecados. Ha muerto por ti, para que tú
no mueras jamás, para que tú puedas recibir una vida nueva que se llama vida
eterna. Si tú tienes dentro esta vida eterna, aunque tu mujer no te quiera, tu puedes
quererla. Nos basta la gracia del Espíritu Santo, ni siquiera el bautismo: el bautismo no es mágico,
como un muerto, no actúa
sin ti y sin la Gracia. A nuestro bautismo, arbolillo seco, tenemos
que regarlo y hacerlo crecer. Tenemos que desarrollar la riqueza
del bautismo: el bautismo en efecto nos devuelve a ser hijos de Dios, nos da una
naturaleza divina. Todo cambia en la vida cuando
la vida es Cristo.
Cristo ha roto las barreras que obligaron a ofrecer todo a si mismo, según la
única medida del propio egoísmo. ¿Quien podría romper las cadenas y hacer que se viva
uno para el otro? Una nueva realidad, la realidad de
Cristo. Los cristianos tienen un nueva naturaleza, han recibido de Dios la
naturaleza divina. |