La contraposición entre el cíclope Polifemo y la ninfa Galatea queda manifiesta en la descripción antitética que realiza en poeta barroco español Luis de Góngora. El tema de los amores del gigante y la doncella está tomado de la mitología clásica, pero narrado desde la antítesis y con un lenguaje brillante, lleno de metáforas e hipérbatos que le hacen un ejemplo perfecto de solemnidad y ternura a la vez.

Fragmento de la Fábula de Polifemo y Galatea.

De Luis de Góngora.

Un monte era de miembros eminente

este que —de Neptuno hijo fiero—,

de un ojo ilustra el orbe de su frente,

émulo casi del mayor lucero;

cíclope a quien el pino mas valiente,

bastón, le obedecía tan ligero,

y al grave peso junco tan delgado,

que un día era bastón y otro cayado.

Negro el cabello, imitador undoso

de las obscuras aguas del Leteo,

al viento que le peina proceloso

vuela sin orden, pende sin aseo;

un torrente es su barba impetuoso

que —adusto hijo de este Pirineo—

su pecho inunda —o tarde o mal o en vano—

surcada aún de los dedos de su mano.

No la Trinacria en sus montañas, fiera,

armó de crueldad, calzó de viento,

que redima feroz, salve ligera,

su piel manchada de colores ciento:

pellico es ya la que en los bosques era

mortal horror, al que con paso lento

los bueyes a su albergue reducía,

pisando la dudosa luz del día.

Cercado es —cuanto más capaz más lleno—

de la fruta, el zurrón, casi abortada,

que el tardo Otoño deja al blando seno

de la piadosa yerba encomendada:

la serva, a quien le da rugas el heno;

la pera, de quien fue cuna dorada

la rubia paja y —pálida tutora—

la niega avara y pródiga la dora.

Erizo es, el zurrón, de la castaña

y —entre el membrillo o verde o datilado—

de la manzana hipócrita, que engaña

a lo pálido no, a lo arrebolado;

y de la encina, honor de la montaña

que pabellón al siglo fue dorado:

el tributo, alimento, aunque grosero,

del mejor mundo, del candor primero.

Cera y cáñamo unió —que no debiera—

cien cañas, cuyo bárbaro ruido,

de más ecos que unió cáñamo y cera

albogues, duramente es repetido.

La selva se confunde, el mar se altera,

rompe Tritón su caracol torcido,

sordo huye el bajel a vela y remo:

¡tal la música es de Polifemo!

Ninfa, de Doris hija, la más bella,

adora, que vio el reino de la espuma.

Galatea es su nombre, y dulce en ella

el terno Venus de sus gracias suma.

Son una y otra luminosa estrella

lucientes ojos de su blanca pluma:

si roca de cristal no es de Neptuno,

pavón de Venus es, cisne de Juno.

Purpúreas rosas sobre Galatea

la Alba entre lilios cándidos deshoja:

duda el Amor cuál más su color sea,

o púrpura nevada, o nieve roja.

De su frente la perla es, Eritrea,

émula vana. El Ciego Dios se enoja

y condenado su esplendor, la deja

prender en oro al nácar de su oreja.

Envidia de las Ninfas y cuidado

de cuantas honra el mar, deidades, era;

pompa del marinero niño alado

que sin fanal conduce su venera.

Verde el cabello, el pecho no escamado,

ronco sí, escucha a Glauco la ribera

inducir a pisar la bella ingrata,

en carro de cristal, campos de plata.

Marino joven, las cerúleas sienes

del más tierno coral ciñe Palemo,

rico de cuantos la agua engendra bienes

del Faro odioso al Promontorio extremo;

mas en la gracia igual, si en los desdenes

perdonado algo más que Polifemo,

de la que aún no le oyó y, calzada plumas,

tantas flores pisó como él espumas.

Huye la ninfa bella, y el marino

amante nadador ser bien quisiera

—ya que no aspid a su pie divino—,

dorado pomo a su veloz carrera.

Mas ¿cuál diente mortal, cuál metal fino

la fuga suspender podrá ligera

que el desdén solicita? ¡Oh, cuánto yerra

delfín que sigue en agua corza en tierra!

 

 

Fuente: Góngora, Don Luis de. Fábula de Polifemo y Galatea. Madrid. Índice, 1923.