David y Goliat eran sólo un cuento

                        Goliat desconfiaba de su sombra

         Nace de otros umbilicales y nace del suelo y se bombardea y se equilibra.

         Forma respirada. No hay reproducción posible.

         Jueces y jurados han detenido su conjuro, han medido su abstinencia y calculado su desorden. Emile es todavía un niño aunque haya perdido su inocencia.

         María sobrevive en el mito... y sin embargo Jacobo. Mallarmé es un Igitur devorado por esa vasta respiración.

         Obeliscos y fuelles con los que convocamos espejismos. Afuera nada es calle. Nada es nada y el árbol continua su equipaje.

         El sueño es un señuelo para creer que estamos dormidos. Y nada duerme del todo hasta mañana, y nada despierta.

         Afuera no hay más afuera que en adentro. Lo mañana no será.

         Ahora debe ser el día en que los caramelos no son para los niños, ni los niños niños, ni la puerta una entrada con salida.
         Los niños roban caramelos y los niños son robados de sus caramelos.

         Tal vez dios se ha dejado secuestrar. O tal vez ni siquiera le hacía falta. Tal vez dios se ha dejado secuestrar por esos niños. O tal vez ni siquiera lo sabía. O los niños no sabían que era dios, y lo curan y lo encadenen y lo interrogan, como si él fuera a definirlos. O tal vez lo atropellan con sus pies de bicicletas, y el dios no se sorprende, o hace como sí, y cae, y se desvanece, y no recupera el paraíso.

         Como descolgados de los brazos de la madre, o como si el mal tiempo se les madurara en el cuerpo, creen que nacer fue una travesura demasiado complicada, que las manzanas se pudren en su tiempo, y que la expulsión ha sido un vicio.
         Ayer soñaron, como una costumbre repetida de los hombres, y se pintaron los labios como si realmente los tuvieran, y se decoraron los ombligos de manera tal que dios hubiese sido sólo un camarógrafo.
El mito todavía no comienza:

Adán no ha digerido su mordisco

y Eva devuelve, con cierta gentileza, la costilla.
 
 

         Los siente enanitos se multiplicaron. Caperucitas bailan con sus lobos. Uno que otro presidente se sienta en una mesa.

         Cenicienta vivió descalza más de lo que le duró la vida.


         En algún lugar del día el hombre se desea en un relato.
         Ser nombrado: eso es lo que ha dado por resultado este revoltijo de palabras.
         Existe un huérfano, y una muñeca, y un pinocho. Y el hombre quería ser nombrado, llamado, traducido. Ser presentado ante sí mismo.
         Se sabe en estado de vértigo, y engulle soles parecidos al des-cierto. Se alimenta de carne cuando puede, se abriga los hocicos, se almacena, se desviste, se contagia de sí mismo, se homicida.
         Ve allá, sobre la mesa una especie, y se exilia. Observa todos los rincones, y se oculta. Otra vez se sesea todo el tiempo.
         Grita cipreses en un campo de cipreses y un arrabal del número le devuelve su armadura. Alicia en el país de las maravillas y Blancanieves, que duerme sin madrastra y sin edipo.

         Verlaine, a cambio, ha elaborado una lista de imperfecciones, ha enumerado laboratorios, lugares, inclusive hasta silencios.

         Los silencios se repiten como hoyos, y así, huecos como aparecen, abundan los secretos.
         Ese hombre, por ejemplo, que ya se ha desdoblado más de cuatrocientas veces; o aquel otro animal, que desempaña secreciones; o ese otro, que apenas si se mueve. En todos ellos, el secreto no es secreto, sino un vulgar ocultamiento. Un miedo de castigo, un hoyo que a fuerza de todos se hace contingencia
         Si yo fuera buen escribiente, escritor, escritora, escriba, relataría la historia del hombre con sus laboratorios. Pero he aquí que no me basto. Berlina, ha cambio ha elaborado una lista de imperfecciones, ha enumerado secretos, laboratorios, lugares, inclusive hasta silencios. Y he aquí, que Berlina es parte de mi ocultamiento, no de mi secreto. [[Y si este lugar de Berlina es parte, o no, de su ocultamiento o su secreto, no pertenece ya al hueco de esta alerta.]]
         Ese monstruo fértil y barato, gravitante de todos los entierros, que no es más que el espejo de la muerte, y no es decir "muerte", sino agonía, ese cadáver semiabierto, observado desde todos los rincones y las mesas, interrumpido por las caras que descansan aliviadas por la falta de existencia.

         No asusta tanto el entierro como la absolución de todos los pecados. Y no es el nombre ni el hombre lo que redime, "no" es la negación y no es la negación, y no es la mucosa la que sangra ni el ombligo el que nos cría.
         Afuera, antes o después, el hombre guarda al hombre del hombre, pero más lo guarda de sus miedos. Y los perfiles, y las acequias, y los ángulos del cuerpo recién nacido, no son más que cuellos olvidados del secreto.
         Entonces Berlina enumera con más fuerza, y encuentra parentescos en lo que apenas fue una suerte.
         Y : (Suerte: algo así como una casualidad a conveniencia) (Conveniencia: espacio en el que los seres se definen) (Definir: excusa o de los seres humanos para poder usar "dos puntos"). Entonces Berlina no es más que mi excusa para poder usar dos puntos, o tres, en su defecto.


         Que haya sido un estado vulnerable, que hubiera trozos, que hubiera, en fin, un múltiple complejo de ganancias y perdones. Que una vez satán, la virgen, el loco y el estilista se hubieran pronunciado. Que una vez bañados los cuerpos del geómetra aún y todavía se parezcan al vacío. Que la contrición primera haya tomado volumen y que así y sin embargo (todavía) sea.

         Muerte ingenua la del hombre. Mefistófeles juega al yoYo desde la gran muralla china y la mujer encomillada mira con valor de cláusula. Mefisto aún se le parece. La afirmación se desenvuelve y se deshace, doble firma a la huella. Exilio del lenguaje o flor en el ojal: juegos de encastre.

         Ella se deja hablar como si nada. Mefisto no contesta, piensa en toda respuesta como un acto de seducción. Mefisto frena su yoyo. Es tarde: ha contestado: acaricia la herida.

         ¿Y si el aire de familia fuera la impudicia? ¿Si no hubiese más género que la herida? ¿Y si de la huella y de la herida el tono fuese el grito?

         Tal vez el Báculo familiar sea pregunta, entonces deberíamos escribir "?" como único género posible. Abandonar el placer y la palabra y el placer en la palabra.

         Acaricia Mefistófeles su herida, embellece el lenguaje de la madre, que no se deja traducir sino en el diálogo paterno.

         La mujer encomillada viste faldas transparentes, es evidencia del estigma.

         Mefistófeles recoge su yoYo. La mujer besa los pies de un encadenado. La gran muralla china también es un herida.

         Contorsión y músculos. Afuera, es cierto, existe el frío. ?. Miro abajo, el cielo, sobre los pies. Miro el lado violento de un labio sin historia. Miro el labio violento de un cuerpo sin pasajes. Y llega el hombre de fragmentos a decir cuántas herméticas verdades. Resta el cuerpo, con su absolución de continuidades. Resta al hombre su abandono. Su rigor de esperma sin salida. Afuera, es cierto, existe el miedo. ?.

         Veo a la Mujer y a Mefistófeles: nenúfares.

         Veo a la Mujer y a Mefistófeles y al Hombre Hermético. Veo la Palabra taladrando. Un estilo sin género. Parecido a un estilete. La voz es siempre un memorándum. La vos un artificio. Una trampa de poca monta, donde el otro es tan imposible como EL PULPO corriendo una bicicleta aristotélica.

         Identificar el nombre de la huella es negarla, herirla doblemente: Hacerla positiva.

         Mefistófeles dibuja con el yoYo un círculo con triángulo interno. La mujer encomillada se acerca, besa el hombro de Mefisto. Blasfema contra el labio, lo acaricia. Mefisto se da vuelta, encuentra la cara de la mujer sobre su hombro, pregunta a la cara de la mujer sobre la mujer encomillada.

         Ella: Mefisto:?
         Ella:
         Mefistófeles: ?


         Donde el número y el nombre se absuelven de sus culpas donde el cíclope nocturno escapa al mito, y María hace síntoma en su Homero.

         Un yo sin género. Un lugar donde el Otro dice: yo escribiré.

         Afuera los animales no se nombran y el animal interno toma una jerarquía mayor a la de su estado. Asesina su epopeya como si Homero no hubiese querido escribir nunca.
         Homero y María resultan una Troya de demonios. La victoria de Homero es ver triunfar a María sobre Homero. La victoria de María es obligar a Homero a someterla.

         Poeta y personaje en el tiempo de un sonámbulo.
         Aquiles tiene todo un cuerpo de talón y Palas Atenea ha nacido de otro padre.
 

         Poeta Palabra y Personaje.
         El animal interno se los devorará a los tres, o a los seis. Habrá que sujetar al animal, hacerlo cómplice de su color, engañarlo hasta su cuarto, remontarlo hasta el estado primitivo en el que él también era un vegetal con miedo a ser comido por otro animal.

         El estado poético continua interrumpido y desautorizándose. Verbo y nombre perdieron en un tobogán de inciertos. Una metástasis del sol. Un lugar donde Andrómeda, de hecho, lograría ser mujer.


         Cierra el día su conclusión de hierro y no hay suero que alimente a la novia. Papá Noel se ha cansado y ya no quiere dibujar renos en papel celofán. Todas las apologías han fallado y han fallado los juegos en contra de sí mismos.

         Una galería de luciérnagas ha dado a luz un parto. Y el niño ha nacido sin lenguaje de conquista.

         Cierra el día su conclusión y la boca es un escarabajo donde nacen culpas y servicios. Llueve en cualquier lado y el personaje sigue seco; llueve en cualquier parte y él como si nada. Piensa que el agua, que el cause, que la niña en la otra orilla. Piensa que Goethe: niño de precipicio sin ciudades. Piensa que Margaret: niña de liga sin prostíbulo. Piensa Que La Boca Es Un Hemisferio InMundo En El Que Se Pudren Las Conciencias.

         Ayer, la vida y la muerte no sabían de sus nombres, y el niño, ignorante de sí mismo construía. Ahora se deshace y se revuelca. Se odia todo el tiempo, con todo el exterminio. Una y otra vez. Aún de muy chiquito jugaba con los osos, y ahora, los osos se lo comen todavía. Las Alas del Deseo es un guión con ganas de ser cierto.

         Cierra el día, otra dama parirá. La Pupila, ahora más que nunca, queda abierta, se desenreda de su origen, abandona el internado. Ha bloqueado las voces que la auscultan. Lleva muertes como libélulas y traslada evidencias del abismo. La Pupila Interna, esa otra, mas Interna que la interna, ésa, ha considerado un cuerpo de cuerpo sin excusas, una fiesta, en la que también los ogros y las bestias se permiten. Una fiesta en la que las bestias besan, caminan, se desplazan, se alucinan sorprendidas por la infamia; duelen su fisonomía de desastre.


         Erase una vez que el hombre paseaba y tironeaba desde el árbol su ramaje. Y érase que el hombre acumulaba sus caprichos, y contaba que eran cuentos sus historias. Y érase que el hombre se pensaba en un subsuelo de la infancia.

         Y no fue ni siquiera la forma defendiéndose a la forma. El hombre se sentaba solitario ante su plato, hoy se sienta solamente.

         ¡Estibadores del orden público!: el sufragio de dios excluye a las evas de los nombres. Ahora Eva es un féretro en el que mueren todas las evas de los mundos. Eva es un cadáver en la real academia de los nombres y Adán cubre su mortaja con parapléjicos sentidos.

         De vez en cuando me asomo al espejo y una mirada da por cierto que pertenezco al orden de las bestias. Luego me desvisto y veo sin asombro algunas cicatrices. Luego me desvisto inclusive de las cicatrices, y me desvisto de andamiajes, de columnas y semanas. Y no soy sino esa mancha que baja desde el niño hacia el arroyo.

         ¡Estibadores del orden público!: las calles se vienen encima con una verdad más ociosa que ella misma.

         El día se enreda como un piolín de hechos en la frente. Hay una virgen sin hábito y sin vicio. No ve más que nudos saturados de impotencia. Ve su cara con cuerpo de salvaje, y en el cuerpo ya no siente los dolores, apenas una tibia indiferencia, como si la crueldad fuese un sublime alojamiento.

         Como si la memoria hubiese llenado los gestos. Mas cerca el sol que el sueño de un borracho. Nadie pagará un globo. Nadie levantará su escondite.

         La distancia se nos parece como un gen irrepetible. Más cerca el sol que el sueño de un borracho. Será que nos comportamos como protones, y que alguien nos partió el núcleo, y que la reacción en cadena ya no fue controlable, ni siquiera por la química de hospicio.

         ¡Estibadores del orden público!: no existe el grafito ni el agua pesada en los estados de conciencia.

         Ayer fuimos noche y fuimos semestre y condición. Fuimos cuerpo que amaba la inocencia. Fuimos parte de las partes de las partes. Y un diente comido por los hongos abandonaba sus funciones.

         Ayer fuimos tiempo que rumiaba las costumbres, que deliberaba obsesiones y producía sueños con enjambres de mal humor. Ayer fuimos también el neutrino abandonado por su propia decisión. Y nada se pareció a nada. Y nada fue semejante a nada. Y la metáfora posible fue un olvido en lo quebrado de la letra.

         Ayer fui hombre y sol, y convulsión que se aligera. Esclava de procesiones fui labio, y siendo labio fui pie que caminaba masticando con los ojos la letra de otro hambriento. Fui yo mi sepulturero, mi confesor, mi tumba de buen aliento.

         ¿Y si he sido yo quien se hizo cuerpo? ¿Masajeando una nebulosa de sentidos? ¿O rompiendo el hábito? ¿O dejando en mi lugar, a esa otra cosa, que apenas sin ser vista, se viste con mi ropa, y me habla, y me divierte y me atormenta; y habla de mi, como si esa cosa, a la que ella llama yo, fuera realmente ella, y no yo, que la consiento en tanto muerte.

         ¡Estibadores!
         No vuelquen su poder
         no claven sus hampones en las crías.


         No hay grito, ni llamado, ni sentencia, apenas la costumbre de ser cuerpo.
         Y no fue sino el gesto de la mano estirada como alambre.
         Tratar de encerrar el propio nacimiento y que el nacimiento siga vivo, independiente y sublevado.
         Caída libre, y el suelo no se levanta, apenas si el suelo se divierte con nosotros.
         Allá va el feto con su pasión de golondrinas, y allá va el hombre, y más allá
         ese brazo
         No hay albergue. Caballos disfrazados de madera, patadas olímpicas parecidas a la carne. Conservamos el propio nacimiento, y ahí termina, el cordón umbilical clavado en otra tumba.
         Niños de espeso vientre ajustan sus gargantas. Y los cinco dedos, o diez, envueltos como en frío.
         El suelo pierde peso y ese brazo es tirado como al hambre.
         Como si la huella le hubiese ganado el organismo
         o como si el hígado y las corrientes
         o el trípode de dios en los infiernos.

         Un fermento
         eso fuimos

                         una víscera convulsiva
                            y putrefacta en los infiernos
         y en mi cara
         que también es una fiesta.


         Que haya empezado a borrar de la memoria lo que la memoria ya no borra. Que el empujón del sueño haya vaciado teatros del día anterior. Que La María, vecina cruda y virulenta haya torturado a los hijos vaciándoles la infancia. Que el comentador del diario haya comentado su viudez en el repertorio de indecencias matutinas. Y que el día fuera lo que es: un amontonamiento de costumbres bautizadas como causas.
         Creer que dios es un futuro.
         Hubiera sostenido también yo mi indecencia de suicida, mi corporación de culpas en la voz de un yo primordial y religioso. La aberración de un pronombre posesivo, la pausa que le sigue a un dios en su complejo.
         Veo a la mujer y a su panza embarazada. Y el niño, que no es carne más que carne con deseo, invierte su columna en favor del agua que lo arrastra.
 
 

Tanta tiranía puesta en degüello
                      tanta ley
                             tanto orden
                                    tanto tanto.
         Mis gatos se alimentan de ratas y desperdicios
                             pero nosotros no podemos
                                             seguir comiendo carne
                                                                        humana.


         ¿De qué lado se llenó el mundo? Adentro y afuera se pierden en un agujero más grande que la muerte.
         Este homenaje al silencio por el que se han pronunciado las bestias. Este principio por el cual la bestia no deja huella y se deja alimentar como una larva. Las cosas le suceden sin sucederle y descubre umbrales con olor a pérdida.
         La bestia que dialoga con su sombra ha perdido su muñeca, su sombrero, su cajita musical con bailarina de tul y brazo abierto. Ha perdido el barro y su muleta y sus abrigos. Bestia es niño que se vio perder el mundo y perder tacto con el mundo.
         No sufrirá justificaciones ni excusa que la ampare: será famélica por desorden, condescendiente por culpa, será carga de matrices corporales o caos milenario cubierto en pocos años. Cuando duerma tratará de hacer limpia su cara. Pero la bestia de cinco ombligos junta hollín en el borde de los techos. En charco de media hora descubrirá el lugar dónde guarda sepultura. Andará descubriendo ataúdes sin más miedo que un juguete. Verá su muerte vestida para cuento de hadas, o su muerte en hada madrina para un preludio de jirafas en el cuento.
         La bestia no se queja y se derrumba. Consume.
         La bestia que no se cubre con trapos y que no es permanentemente bestia, que deambula su circunstancia buscando nuevos escondrijos para defenderse de su propia bestia. La bestia que ha conseguido certificado de culpa, que se ha matado en actos que en nada se parecen al suicidio. Esa bestia ha perdido el nombre, ha hecho renglón con el espanto, ha perdido hasta la posibilidad de pérdida.
         Y ahora la bestia está enferma, sin cirujano ni dios que lo permita. Internada en un hospital de caramelos, dolida de vísceras y repeticiones. Ahora ve al hombre cambiar según sospecha, y ella que interna: sigue misma. Quisiera la bestia un día lucir bonito, tener un par de ojos, correr semillas en el fuego. Andar un día la bestia por la calle con collar que no fuese de perro.
         La bestia ha nacido de dos madres en una catedral de esperas. Tiene dedos como edificios de fantasmas, dimensiones extrañas al mundo en el que habita, tiene un beso fractal, y un círculo perfecto en lo que le resta de la noche. El cuello de un bebé le ha parecido el brazo de un gigante, y el ojo de su bestia compañera el ojo de un dios en el olimpo. Su variación de sentidos no ha podido convertirse y no ha sabido girar el centímetro en el pie que le hacía falta. Desconociendo su fuerza se ha burlado y arrepentido de ella. Se ha vuelto por voluntad un híbrido de la conciencia, un espectáculo de garantías absolutas.
         Bestia que se llama bestia a ella misma y que aún sin quejarse, todavía se derrumba. Por miedo a volverse ella los ángeles que la contemplan se acomodan y se visten.
         ¿Qué culpa tiene la bestia de conocer a la bestia? Bestia que meridional ha logrado insomnio. Bestia que cruel y amordazada ha conseguido ser dos veces bestia.
         Bestia es niño que vio perderse el mundo.


La Gorda
 
 

         Esa metamorfosis orgánica en la cual el organismo es un autómata. Yo no la recuerdo, pero podría si el esfuerzo me fuera necesario. Era gorda.
         Seguramente no lo ha sido siempre.

         Decía que era lo suficientemente gorda como para caminar lo suficientemente lento, pesado, como si el cuerpo y las espaldas tuvieran otro espacio.
         Decía que era gorda, y que a veces hasta sucia. Mitómana en segundo orden y el cielo la seguía desde lejos. Como si alejándose de ella, élla, que no era ella, se procurase un alivio.
         La gorda, y su respiración cotidiana, salvaje, pulmonar, en los extremos de los pies y las pestañas, que ya no sabe si corresponden a la parte de los ojos o comparten el lugar de los centauros.
         La gorda, que en todos, o casi todos, generaba un nuevo género al género de "gorda", se convertía poco a poco, o más rápido que nunca, en una jerga, un dialecto, un discurso de la risa.

         Prototipos, propósitos de lo cotidiano. ¿De dónde sacaría yo una genealogía sino del vértice?
         Jamás la amé, es cierto, jamás compartiría con ella una mesa, salvo para estudiarme. Jamás le hablé de mis estados, salvo para estudiar sus reacciones, es decir las mías, que eran, según se ha comprobado, tan viscerales y culturales como las suyas.

Desde el sitial, la gorda era una especie de bufonada.

El sitial.
         Cerebro y compás. Una brújula en el tiempo donde lo perdido jamás es lo encontrado. Un cuento, un relato, una nouvelle.
 
 

El espacio de lo escrito.
         La gorda en su sitial de risa. Obsesión, obsecración. La zona de seguridad inmediata. El payaso ¿no era yo, de su circo, la mejor de sus estrellas, lo mejor de su público confirmante? Y ¿Atrás del circo, en esa imagen rudimentaria del vagón, del camerín, camarote o trailer, no era yo un ausente premeditado, al que sabía, no debía acercarme?

El camarote escrito
el prófugo y la gorda.
         Toda la calle, a lo ancho, ha reído de la gorda.
         La gorda.
         Toda la calle para la gorda, la gorda en toda la calle, y la gorda Gorda encallada que calla, que muerde, que miente, desde los tacos a la penumbra. ¿A qué vivir tanta gordura? ¿Tanta muerte, del yo? El niño de un niño muerto?

         Entre vagón y vagón: el espacio vacío: El fondo de la hoja. La página en blanco. Dejar de contar la historia cuando la historia no signifique al nombre.

         Las historias se han vuelto transitables.

         Un relato detenido en dimensiones que no se nos parecen.
 
 

Paisaje.
         Hoy la gorda se ha presentado con los ojos llenos (como helechos). No se sabe en qué bolsillo esconde la llave. Ni como ha hecho esta mañana para calzarse las medias. Una transición de velocidades con su mejor pesadilla. Agua y rostro, y en el último escalón un animal que se defiende o que mordisquea los tobillos.
         El gesto vacío. El movimiento puro.
         Algo ha fracasado. Tal vez sea su talón que no es tan débil como sufriera Aquiles. ¿Y qué dice? Una sumatoria de elogios y de nadas. Cuatro buen días y tres hasta mañana. Luego se queda, y en el mismo sitio, repite, cuatro buen días y tres hasta mañana. Y así...

         La ciudad perdida del estratega sin pueblo.

El prófugo y la novia.
         Existen plazas en las que la gente se cita para mentir un encuentro casual. Plazas como la de los teatros o el baño inundado por una pareja de toros. La plaza púdica y pública inundada de rojo y de muerte. Un encuentro en el que todo ha sido posible. El hombre desafía, la muerte seduce. La muerte que es objeto pero que repentinamente se vuelve cuerpo. Toro o torero. La novia que oculta bajo su ombligo un cuerpo de sepulturas, lápidas de abrojo, epígrafes de gran recuerdo. El novio que rojo en desafío. El cuerpo torpe, y viejo, y simultáneo. El hombre vestido, y la gorda, que ni desnuda ni vestida mastica el pan de los dueños en el circo.

El hueco.
         Los magos juegan al "nada por aquí, nada por allá". Una arrogancia del vacío, del puro encuentro con la solidificación de la esperanza. Algo aparecerá.
         El colchón está hundido en su punto. El peso del cuerpo ha realizado el hueco, el hundimiento, o el mentirse profundo, el no hombre-nombre como el lugar, del mito. Un equilibrio distante de todas las edades.

         Entonces el vuelo se asemeja a un recuerdo de palabras. El colchón hundido por el cuerpo. Un control de espacio y peso.

         El hueco. Su dolor de mujer sin cuerpo. La Gorda no aprende la caricia. No quiere su palabra. Se rechaza. Se aglutina. Se repite.
         Afuera no hay distorsiones. El hombre se vuelve semblante y la conquista una permanencia de jardines, un calabozo en lo que lo siniestro se vuelve conjetura. Afuera La Gorda es un vacío, un vicio, un encuentro con lo que es, certeramente, su sentencia. Su agujero. Su colchón. Su desperdicio.

La florista.
         En el cementerio, es así, en el único lugar donde habitan las floristas en la literatura, urde y hunde su gesto la mujer sin nombre. La florista, descansa sobre su olvido. No más palabras en el ramo.

         Anuncian lluvia, temporal y tormenta. Las vacas vueltas locas sobre el alambrado, los perros metidos bajo el alero, la gorda, que no sabe si vestirse de frío o de calor. Todo le pasa como una superficie, como un rodeo de sí misma. Algunos sueños se le han quedado despiertos. Lo profundo de lo vulgar,
         y había que romperlo.

         Uno escribe porque se come pedazos, o la palabra entera, enteradamente comida, síntesis de esa alguna otra cosa, la gorda escribe: "todavía no es posible", y no se sabe si se ha desplazado en el espacio en un "toda vía no es posible". Comerse el silencio, el espacio separado. La elección de lo posible o tachar la "e" primera.
         El cuerpo es un experimento hacia la muerte ¿y el resto? El resto será el intento de retrasar el resultado. Descifrar la presencia de la muerte en el cuerpo con vida. Los dolores de la muerte en el que recién ha sido nacido.

         En ciendo que el nacido, no nace ni niña ni barón,
         y que Colón ha sido un ejemplo (ejemplar) en manos de un bulgaro-francés, y que las cartas de Las Casas, apenas, si sospechaban lo que dirían: la gorda se reclama y se suicida.

La gorda se suicida.
         Anuncian lluvia, temporal y tormenta. La casa de la gorda huele a pasto recién cortado. El saquito de té sobre la mesada. Algo de caldo en la heladera. El gato que se sienta y espera. La gorda que no responde, suelta algún ronquido mezclado con un poco de tos, el gato mueve las orejas. Llueve.

         La sexualidad de la muerte confunde a la gorda. ¿Quién la bañará después de muerta?
 
 

El uni forme.
         Era como un gesto, un estilo, una profecía de almirante.
         Primero fueron las palabras, después la caligrafía, después el traje de gemelos.
         Sobre la mesada: el saquito de té que bebió la gorda. El gato espera. Se disuelve con su lucha. Un ratón que no sabe si asustar a la gorda o desafiar al felino.

La culpa.
         Se ha ido.
         Ya no hay fantasía, sólo la hoja, un papel inmune al colesterol. Así de abrupta la caída. Formularios de defunción. Cuerpos de anestesia. La gorda, y su envoltura de cajón.
         El personaje tachado, renombrado. La gorda novelizada, mítica: la Gorda gorda ha señalado al juguete, su materialidad de sueño en el ausente. Una réplica de dios asustado como un niño.
         Un poco más acá de la caída: el diente puro de la creación: el mordisco en la zona de la nada: el mordisco en la habitación donde habitaba la nada. Lo más grueso de su voz repite no. Lloriquea incapaz de asegurar la caída. Trepa el rincón. Como un animal doméstico gotea sus costumbres. Allí no había nada y ahora está la angustia. Allí no había nada y ahora está más lejos.
         El personaje tachado, la gorda, la metamorfosis, la vaca
         el saquito de té.


         Y siendo que su voluntad ha sido orgánica, es decir, misterio, y que su madre no es suya sino él, el nacido se nace, se respira, se aparece.

         Frente a la masa homogénea, en el sentido del pan, de la pared, del día solar, el naciente que ha nacido y que no, realiza una grieta.

         Y nada se parece a nada. Esa nada de abundancia que tan poco (tampoco) es un complejo. Una "n" de nadería, la distancia entre la legua y la lengua. El corredor, el laberinto, la señal del atrevimiento. El hombre y sus orugas, la secuela de su estirpe. Mitología del nombre propio. Mitologías en el nombre de lo propio. Mitólogo.

         Vuelve el niño. Ninguna acusación.

         Ahora la grieta es homogénea y ha sido necesario perforarla. El naciente no retrocede, no permanece, no avanza.

         El movimiento en el que la cadera cede, y el hueso blando y dúctil, que para cualquier otra ocasión hubiese sido quebrado, el hueso, ése, cede su orgullo de esqueleto.

         El hueso, que alguna vez, por vez primera, que no era hueso y que lo era, y que alguna vez, por vez primera, elaboró y recordó su primera producción de sangre. Su producción que ahora es función y que le es propia. ¿Y que células de sangre se le vuelvan hijas? ¿y que las hijas estén ahora, abandonadas a la respiración?

         Y esa que era tan automática, mecánica, vegetativa, que era orgánica por desorden y voluntaria por atrevimiento, esa, ha cedido ante su automatismo, se ha vuelto como el hueso: elástica ante su propio movimiento.

         Y sin embargo, ese otro cuerpo, que ha inventado el dolor para continuarse vivo y justificado, ese cuerpo, esa respiración cultural, extraña a las caderas móviles y badajo en el capullo de sangre, ése, se ha vuelto peso y peso específico, y peso devorado por su propia respiración.

         El naciente respira y respira el cuerpo de los cuerpos. Sobre la masa homogénea del gesto de los otros:

         El volumen.


La Fundación de los pronombres

         El carro avanza hacia ningún lugar. El ojo hablado. Topos que buscan su madriguera, el hombre los recibirá.

         Los pájaros, el hombre, los topos: una cuerda, corales y muérdago. Cuero y pelambre, carreteles y urdimbre. El topo confiará su imagen de mito, disperso, hundido, partido, diseminado.

         Fundar un habla, una escucha, un deseo.

         Reinar en el personaje sobre su absolución.

         La persona localizada, diluida, fechada. La per-zona fechada, fallada, hablada, detenida. El alter ego mayor minoritario fundado.
 
 

         Ayer María ha bajado de su altar, y su desconocido no era dios sino aquella biblioteca de papiros. La domesticación del reino, jaurías de caza, el coagulo perfecto, los Señores, el fundo, la palabra.

         Las flores abundan muy lejos de los nombres. Más frágil el sol que ese montón de recuerdos, invitados, míticos, señalados. No hay memoria, no hay origen.

         Al amparo de las escrituras sagradas María ha vuelto a su lugar, con su cristo y con su mito. Las sagradas escrituras, sacralizadas, muertas, fundamentadas.

         El deseo de la orilla, el margen sin espacio, sin remedio. La enfermedad localizada, enferma, fundamentada.

         La presa busca su vuelo, la retirada. El pájaro y su momia con la presa. El pájaro y su ala. El hocico y su materia. Cazador de vegetales, el hombre como la hiena. Cazador de topos el hombre con su olfato.

         Parece maldito su corredor de incendios. Monocromos: el color de sus dientes y lo que come. Monocromos: el peso de su mandíbula y la digestión de las palabras. Monocromos: su peso y el hambre.

         Afuera no hay nada, sólo un corredor de tripas y escarmientos. Arriba no hay nada, más que los infiernos y los Borgias. Atrás no hay nada, nada más que una pantalla que repite el parecerse. En el espacio no hay nada, nada más que el aburrimiento de las orugas y los cangrejos en la pantalla. En el tiempo no hay nada, nada, ni siquiera lo obvio.

         El cazador sin presa. La alteración alter ego. El pensamiento promiscuo, la mandíbula creciente, el zodíaco, la perforación.

         La promiscuidad del nombre.
         Fundar un habla. Pero los fundamentos se repiten. No fundan nada. No hay fundación posible.
         El vigía es un alerta, un acento.

         El tono posible, su desautorización, su gesto, su juego de letra. Su calibre, su medición. Su lugar corrido, saboteado.
 
 

         La presa busca el vuelo, la retirada, el retorno. Mímesis diaria, empujada.

         La lengua promiscua. El habla promiscua. La escucha promiscua.
         El fundamento, la diéresis en "p".

         La presa busca el vuelo, retorno. Epígrafes, no más que epígrafes.
         Diagramas del nombre.
         Grafías del nombre.
         El retorno vociferado, vuelto grama, tardío, viciado, concurrido.
         La lengua promiscua, cansada, deliberada.
         La lengua terrateniente, la lengua estatuto. La lengua promiscua, ligera, entre-tenida.

         Entretejida. Urdimbre. Retorno.

         El fundo no ha conseguido salir de su mentira, su memoria creada desde ahora, su colocación.
         Enunciación del deseo, la máscara, el tórax, el cuerpo.

         El gato estudia su mejor salto. Y salta por los nombres como si fuesen camalotes. Salta en su rutina de cazador y de encuentro. Y en su deliberación de patas: el salto. Era necesario el topos tanto como el gato ¿era necesario el topos tanto como el gato?

         Fundar en la palabra la desilusión. Nada anudará el relato. Salvo la puntada.

         El gato y la presa y el pájaro. Círculos de hermosa geometría, ¿y después? Después el círculo en edades. El ombligo tripartito, el oráculo.

         Todos los oráculos habrán de llegar a la muerte, porque es el curso de la carne como en las flores su cadáver.

La infundación de Roma.
         Rómulo y Remo eran dos emperatrices. La una cargaba con el gesto de la otra. Sus lobas de buen comer, luego la lengua. Leguas de lobas en la lengua. Allá en lo alto, la loba, en su incendio, su teta de madre sin latín. Allá en lo lejos, la loba montada en su cámara de gases. La loba en su círculo geométrico. La loba en su Rómulo y Remo. Allá afuera, en la loma, fundando la Roma que fueran uva, clavel, aceite, cristo, zoroastro, el error, la mandíbula clavada.

         Rómulo y Remo y sus tetas de exterminio. La Ley. El buen latín y sacerdocio. Blasfemias de la buena inquisición. Allá la loba, en la torre, con sus niños. Aquí la loba, sin epígrafe, sin lápida ¿en dónde está enterrada la loba?

         El secuestro de la loba, su arrogancia de madre sin fin, su arrogancia, de loba. Amamantar el hambre. La loba y su periplo. La loba y su conjunto. La loba.

         La loba que roba la madre. La madre que roba a la loba. Allá el oráculo, con su precisión de relato. Aquí el relato, con su presentación de loba. Alicia en el país de las maravillas.

         Rómulo y Remo juegan cartas en el país de las maravillas, y no hay as ni rey de Persia. No hay loma en la que Rómulo y Remo sean Remo y Rómulo. La loba y sus niños. Proteger al niño de la loma.

         De cumbre en cumbre, la mirada, el olor, el error, la lectura necesaria. El omóplato con todas sus secuencias. El ardor. La loba. Los espacios. Allá los huesos con su esqueleto de servidumbre. Allá la loba y su féretro y su calvicie. La loba calva. La loba muerta de calvicie. La loba sin nombre. Solamente la loba con su loma.

         Lobeznos de manada. Lobeznos de la moda. La fundación.

         Nerón el puerco, el incendiario. El juego del fuego en las salientes.

         El yo ubicado, secuestrado, fundamentado. Nerón y Rómulo y Remo y la loba.

         El carro avanza sobre la ubicación del cuerpo, y avanza en sus heridas. Avanza sobre la Loba, y sobre Nerón, y sobre Prometeo. Avanza sobre Rómulo, y Remo, y avanza.


Icaro, Adán, y los Abeles
 
 

         Dobló la ropa como una vieja sucursal de enmiendas. Dobló la ropa, y la enmienda, y la jugada.
         El cuerpo reiterado y autómata. El cuerpo que se mira a sí mismo desde lejos. El cuerpo y la traducción del cuerpo posible. El cuerpo in-corporado. Traído y tirado desde lejos.
         El espacio visible. La ropa. El ocultamiento. El espacio vacío. El pájaro argumenta, es espía de su pluma, esa misma con la que se escribieran hojas y papiros. Y ahora el pájaro, en su biología de huevo; absuelto y liberado; deliberando azar, destino y palabra.
         El buen mito del pájaro libre. Y ahora, atado a su nadería de pluma, a su sentencia de ser mito en las corrientes. Así va, el pájaro con miedo de Icaro y con miedo de Fénix.

         El elogio del aire, de las plumas sacralizadas. El olor del miedo adornado con pereza, el cuerpo disfrazado de fantasma, con sus mudas y sus túnicas. Disfrazado de voluntad blanca, asistiendo a un estado inmaterial, como lo inmaterial de la túnica blanca, perfectamente blanca.

         El espacio figurado. El espacio de lo dicho, el espacio de lo audible. El espacio figurado del rostro de todos los hombres en todas las caras.

         El hombre mira su extensión, su juego de azar con el espacio. Y el espacio no se burla, ni se defiende, ni se viste de rojo para el encuentro.

         El niño abre la puerta, y ahí está, el Icaro desnudo, el Icaro de sol doblando su castigo y su niñez. El niño quiere huir de la infancia y en el saludo necesario la trabaja permanente.

         Muere Icaro, y muere en manos de la esclavitud. Muere con alas o sin ellas, muere de anécdota sin mito, y muere con su confusión de pájaro. La mancha en el rostro de Icaro caído al mar, vuelto mar y oleaje y más tarde Icaria. Icaro puesto en entierro por famoso Heracles. Jamás, Icaro alguno, se ha dejado tapar.

         Pero Heracles y sus costumbres, su maldición de tierra y de guerrero. Ningún Icaro, de no haber estado muerto hubiese tolerado sepultura.

         Tal vez descansar se le ha vuelto una obsesión, o tal vez el organismo, risa de dios, está cansado. El trabajo del escándalo, la nave, el navegante.

         Islotes de precisión donde el escándalo se ha vuelto hombre. La caza está marcada, como Abel entre sus redes o Colón en su agujero de agua. Abel y Cristóbal en el mesón de una cantina, Abel y Cristóbal discutiendo las voluntades de Icaro en el agua.

         Icaro caído al mar. La lejanía, lo lejano, el cero necesario.
         Abel guarda la ropa ya doblada. El plato sobre la mesa y Abel que muerde, que traga, que digiere, que alucina.

         El cocinero de Abel no ha sido Abel, pero las manos del cocinero le pertenecen. El plato, la indigestión, el descanso. La barca y el barquero. El almirante. El capitán de puerto. Abel sabe a veneno. Abel sabe del veneno. Abel vuelto frío, envenenado y verde.
 
 

La invitación.
         El animal cabalga sobre sus huesos, y del lobo marino que había sido, ahora es una mole pesada y derrumbada. Rodearla es un silencio y el niño adivina que su alma será así de grande, o más grande todavía. ¿Pero y si acaso el animal creciera y la mole derrumbada se ensanchara?

         Ancho también el minuto y el minutero y el vendedor de segundos. La mujer ancha que ha respirado desde fuera. Y más ancho el bostezo que la traga.

         Ningún encuentro, ningún retrato, ningún golpe demasiado certero. Príncipes de países principescos, obreros del reino de la obra.

         Abel y su animal de ruinas. Abel en el discurso de su propia invitación. No hay muelle, no hay química, no hay generación. Icaro asiste a sus abeles en una cueva sin umbral y sin título. Todo es título sin texto. El nombre es un título, el álgebra es un título, el dios es un título, el privilegio de vivir es un título con el que se condecoran las conciencias.

         No hay holocausto querido amor, nunca nada tan grande para ser derrumbado.
         Prohombres de la noche. Mujeres y hombres de baja caligrafía, de palmas viejas como sus medias, de agujeros vestidos como la calma.
 
 

         Si yo fuera la muerte montaría un triciclo y saldría pedaleando el miedo. Saldría corriendo por un pasillo antes que el próximo suicida me atrapara; y me escondería en un hueco, en un hueco vacío hasta de aire. Si fuera la muerte, así de sola, no saldría a buscar amparo en la justicia, sería nuevamente condenada. Si yo hubiese sido la muerte aquel día que fui al correo, a mandar telegramas anunciando su llegada, y sin embargo cuando llegué, en ningún lugar, nadie me esperaba; si ese día yo hubiese sido la muerte, me hubiese sentado en un escalón cualquiera a dibujar garabatos, con un palito sobre la tierra. Si yo fuera la muerte me pondría a llorar sobre una piedra y no dejaría que nadie me llamara. Me haría ermitaña en una cueva. Y si alguna vez tuve padre, como dicen que lo tengo, le pediría que explicara mi existencia. Y si alguna vez tuve madre le pediría que recogiera mi pelo, que peinara mi flequillo y que hablara de mi infancia. Y si alguna vez tuve hermana, le pediría una visita y que cambiara mi vestido antes de mi entierro. Si yo fuera la muerte pediría saber si es cierto que soy mujer, y si así lo fuera, reclamaría mi derecho a tener hijos. Si yo fuera la muerte ya no soportaría tanto cuerpo y sacaría a todos los que llevo dentro. Si yo fuera la muerte... Pero yo no soy la muerte ...

         No es mortal el entreacto, querido Adán, sólo la posibilidad posible.
 
 

El entreacto.
         Entonces el niño miró al padre, esa mole que a veces le pareció un incierto. Y miró a su madre, que era a veces un papel o la gestación de algún hermano.

         Encuentro de ícaros. El ancestro continua visceral en el desorden. No hay conjuros para cerrar la obertura donde el encuentro ha sido posible.
 
 

La callejuela.
         Magdalenas del buen amor. Toda la calle vestida de oficio. A fuerza de maquillaje se ha montado el escenario, y Adán el náufrago, Adán en la callejuela ofreciendo sus manzanas, saturado de voces simultáneas, inclinado en el gesto de caída. Gesto de reverencia o de vacío. Gesto inmune al gesto voluntario, al gesto vaciado, repetido, al gesto enterrado, incorporado. Al gesto de imperio en mercancías. Y no caben en la calle más que historias de niños, de hombres, de mujeres. De vez en cuando Adán percibe algún animal prestando sus propiedades para que lo asemejen a lo humano, y lo humano no se queja, y el animal, apenas si lo entiende. Adán guarda su manzana.
         No hay holocausto querido amor, apenas una variación del ángel, apenas los afectos para conservarnos como víctimas del buen amor.
         No hay holocausto querido Adán, sólo la posibilidad posible.


El predicador de genes.
         Comulga con su estética. Repite su caricatura de posesiones. Hoy es triste y pareciera no importarle. Repite su forma. Repite su riego. Repite su parcela y su miniatura. Los hombres bonzai no deliberan con su forma, ni siquiera los espejos los denuncian.
         El predicador enloquece junto al jardinero. Los hombres bonzai colgaron sus medallas. Los hombres bonzai recuerdan sus elogios, cada uno con su brote triturado, almacenado, escogido, censurado.
 
 

Adán y la metamorfosis del fuego.
         El ojo falso, el ojo guardián, el ojo muerto.
         Ella repite su columna, repite sin terror a equivocarse. Continua su monólogo.
         Ningún encuentro, ningún reciclaje, ningún movimiento.
         Ningún secuestro, ninguna traducción, ninguna desviación. Multitudes de voces o la voz multiplicada. Látigos del hombre contra el hombre. En la callejuela el ser sin habla y sin escucha se inventó una vez y se repite para siempre.

         En el tiempo de las fábulas ese ser es un niño sin habla. Pero el ser no es un niño, y sin embargo le siguen sobrando moralejas y le sigue faltando un habla. Se medica andando, y anda hablando para acallar lo del silencio. (Ese asunto del que prefiere no enterarse).

         Adán amarrado al paraíso. Eternamente creado y recreado, como el hígado de Icaro. Adán que no entiende de multitudes, que permanece en el silencio, perdido en el paraíso y en la callejuela. Adán el hombre, abrió la boca para poder ser hombre.

         Icaro y Adán sufren de letras que no conocen. Van a preguntarle a Abel sobre los ancestros y las comas. Pero Abel no ha llegado, se ha detenido con su barca, en un islote, frente a Icaria, a preguntarle a un Adán si allá afuera, atrás del mito, alguien dobla la ropa; si allá afuera, atrás del mito, la poesía también es inhumana, si allá afuera, atrás del mito, el signo y el símbolo han sido derrotados por la pereza digestiva de las corrientes de aire. Si alguna vez, por si acaso, ha visto algún Icaro rondar en esa zona.


         Perdura el sol como una vieja costumbre de abrir los ojos. Nada parecido a la mañana o a la continuidad del juego con las sombras. En realidad no le importaba, o no le importaba demasiado: el problema de dios o el problema de los hombres. O a lo mejor le importaba de una manera casi intraducible, o le importaba, quizás, con un fin determinado, algo así como una especulación temprana, o el cuerpo ante el cuerpo del asombro.

         Sabría volver si el cuerpo no le hubiese parecido un espectro. Al final de cuentas: el lugar común de todas las imágenes.

         Lo corpóreo del iconoclasta es el cuerpo del iconoclasta en una imagen del iconoclasta rompiendo con la imagen.
 
 

El Secuestro

         Pensaba sobre la horda cuando la horda rompió con el pensamiento. Encuentros ligeros, subalternos, dislocados. La presencia del qué o de la nada. La irrupción. El encabalgamiento.
         Pensamiento sobre pensamiento. Es cierto, los poetas nunca han sido cosa seria. A veces resucitan en un cuerpo insólito, a veces hasta inhóspito, un cuerpo al que no reconocerían como propio; ni siquiera la palabra dicha sería la que hubieran ejercitado en el uso de un permiso.
         Piezas móviles. Conclusiones de un espectro, de un óvulo, de la generación, de la postontología, del lugar de los Hölderlin en el mundo.
         Epopeyas de la carne. Epopeyas de lo épico en el hombre. No hay prólogo, no hay epígrafe. El poeta muere loco y muere de locura en sus acuerdos.
         La épica de dios contra dios mismo. La epopeya del hombre variando sus conjuros. Cronos sigue siendo el dictador y kaos el emperador por excelencia. Ningún Zeus ha destronado al padre.

         Hermafrodita. Completamente Hermafrodita.
         Completamente completo de hermafroditismo. Jerarquía de preludio ante la muerte: el deseo.

La infidelidad de dios en el Icaro desnudo.
 
 

         El vaso vacío. El desmantelamiento. El tren se ha demorado. Nada es triste como parece. La mujer sin huella se sienta en la mesa de un bar sin nombre. Café y alcohol según la madrugada.
         Se ha demorado. Todas las monedas están puestas, todos los pasajeros en trámite, todos los altavoces en su punto. Faldas cortas para tobillos largos. El iconoclasta en su vagón sin ruedas. La boca ancha, como lo ancho del encuentro.

         Todos los eneros como la noche más fría. Todo lo frío como lo más cálido de cualquier entierro. Alguien se asombra de su asombro: no hay cavilaciones.

         El, el iconoclasta, duerme en su bañera de caracoles, se recuesta permanente sobre el agua, se diluye en el cuerpo del que ama, y una vez disuelto: desayuna, almuerza, habla, conspira, se prepara para un salto olímpico en los sueños. El, el iconoclasta, sufre la mímesis, padece los ensueños en realidades absolutas.
         As de corazones para el cuerpo del encuentro.

         Zoroastro camina del brazo de la mujer. El iconoclasta ve a la mujer entretejida entre sus trompas, la ve tomar al niño de la mano, asomar su pulso en la pendiente. La mujer engendra como un animal bendito de conciencia. La mujer engendra como dos animales benditos de conciencia.

         El iconoclasta multiplica la escena, la divide por uno, la divide por el uno. Argumenta en favor de los destinos.
 
 

         La urbanidad de dios es un conjuro. El iconoclasta se desmembra.
         Delfos le ha preparado un lugar. Ha guardado para él una montaña. Para él, configurado de carne y de cansancio ha derivado la inclinación de la caída.
         Ahora observa el parto.

Zeus en su relevo.
         Sabe que esa sensación no es suya, que no le pertenece. Que la mujer abierta como Gea es también una pendiente. Toda la apuesta al síntoma de carne. As de corazones para el niño. Y la carne crece y se argumenta, y no más reflexiones por el día.

         El iconoclasta engendró una sensación de la cual ahora es excluido. Y ahora mira, y observa, e inventa una simetría de la cual duda, pero no descarta.
         La mujer en su mesa de parto mira al hombre agotando sus sienes. Y la mujer sabe que ese padecimiento no es suyo. Que jamás desconocerá su cuerpo como albergue. Sabe que ese desconocimiento no es suyo. Y mira, y observa, e inventa una simetría, de la cual duda, pero no descarta.

         El niño se abre paso, y abre un canal que está preparado para él, o que estaba simplemente preparado. Pero el uso le pertenece sin saberlo. El niño no mira al hombre, no mira a la mujer, no ve a las conciencias aprentándose las sienes.

         Gea mira al hombre trabajar sobre sus sienes. Demeter mira al hombre trabajar sobre sus sienes. Zeus mira al hombre trabajar sobre sus sienes. El niño no mira.

         La infidelidad del cuerpo en el asombro. Todo el olimpo ha segregado fantasías.
 
 

As de siete corazones.
         El mendigo.
         El labio supura voces que María ya no entiende. No hay mercado en su rutina. No hay rutina en sus cuidados.
         El hombre bombardea su cintura con espadas de laureles. Botichellis en el suburbio de los siglos. También el dolor es holograma. Una falsificación del cuerpo con espasmos. El cuerpo intoxicado, diluido, delirado.

         María en el laurel. Y el iconoclasta que sabe del recuerdo como imagen, y siendo imagen alucina con su sueño. El iconoclasta perdido. Confinado al encuentro. Desterrado en el pudor de los olivos.

         Los cielos del iconoclasta todavía se parecen a los sueños de María. Hipóstasis de un mago. El iconoclasta extenderá la mano hasta estrangularse en la memoria.
         El título del cuerpo: la confusión de todos los pecados.

         Sabría volver si el cuerpo le hubiese resultado un organismo.
 
 

El muérdago.
         Resucitan templos. El hombre desarmado, desvestido, ofrecido y expuesto. No es casual que este hombre haya pensado en lo casual.
         Macedonios en el sueño del niño. Macedonios en el cajón de la mujer. Macedonios en el hombre que colecciona sepulturas. Macedonios en el nombre del padre, y en el nombre del hijo, y en el nombre de las madres.
         El domesticador de entierros ha ficcionado ese prostíbulo de líneas. Ha silbado, no recuerda melodías, apenas el impulso de seguir silbando. Nada lo envuelve sobre su cima, completa certidumbres que destruye con la boca.

         La imagen en la voz del otro. El iconoclasta todavía construye su caída. Un ermita lo acompaña descifrando privilegios.

         Ahora es cruel como la mirada que mira desde lejos. Personajes efímeros que retornan en lo efímero.

         Nada concluyente sobre el entierro o el destierro. Los sueños de María todavía se parecen al ángel y al iconoclasta.

El signo.
         Intentar descifrar el grito, y el grito continua sin origen. Amenazado de término. Emplazado en la permanencia. Sin descanso.

         Los cielos del iconoclasta se parecen a María. Alguien teme ser juzgado por una ley que no le pertenece. Algo se le ocurrirá. Ocurrirá su desplazamiento. Discurrirá. Soltará su imago de mago en la pendiente.

         Pensaba sobre la horda cuando la horda rompió con el pensamiento. Sentado en la ventana, con su cartera y sus molinos, con su fe y su fe de erratas. Duele. Duele sobre su pared y su angular, sobre su ojo, sobre su regalo de deuda, sobre su conspiración de dioses y de escritos. Duele sobre la pared blanca, callada y sometida.
         Abre el cuaderno. La selección contingente o necesaria. Ha descifrado el escrito en el renglón vacío. El cuerpo de la razón en la sombra del mediodía: la más corta. Abre el cuaderno, y es su tiempo verbal el que continua.


El Corazón del Muérdago
 
 

         Hubiese parecido cierto, y lo hubiera sido. Pero no pudo, o no quiso, o no supo. La vio, o le pareció que la veía, o me pareció que la estaba mirando. Entró, y salió; Y cambió de tema, o el tema se le impuso como una abolición de todos los recuerdos.

         Un juguete, un juguete en manos de fantasmas.

         Abrir las puertas para encerrarla. Desalojarla. Expulsarla con su muerte. Estabilizarla en un museo. Sufrir la exhumación de críticos, conspiradores, y curiosos.

         Miró el reloj. Dobló la falda con la que la hubiese vestido para su cumpleaños, y la guardó en el cajón, como si Diego también hubiese estado ahí, doblado en el cajón.
         Mordió el vaso, y Frida abrazada con su Diego. ¿Acaso no le hubiera comprado un olimpo, con vestidos y todo? ¿Acaso no le hubiera fabricado un Zeus para sus antojos? ¿Y no le hubiera regalado manzanas rojas hexagonales y directas?
         ¿Acaso toda la conducta no se había convertido en un signo de procedencia impersonal? ¿Y la palabra, no se había convertido ahora, en esta culpa, también impersonal?

         Cosechar de vez en cuando un "buen día", o quizás, con mucha suerte "te quiero, hasta mañana".

         Miedo al sueño, o al sopor, o a esa vulnerabilidad de la conciencia. Sabe que no está dormido, y que tampoco está despierto. Necesidad de abrazar al olimpo, como si el olimpo fuese cuerpo, y cuerpo inmediato, y cuerpo urgente. Nada esperará hasta mañana, ni siquiera Frida.
 
 

El ángel sobre la cuerda.
         Lo dice y no lo dice. Recuerda el espacio, o algo así como una casa con jardines. Había alguien, o algo parecido a una presencia. Había un pasillo, y una voz múltiple que repetía eso que no recuerda. Había un encuentro de personas, pero una vestía de otro tiempo, quizás de bisabuela. Había una bandeja, posiblemente de plata, en la que se ofrecían corpiños con encajes y corpiños sin encajes. Las musas y las bacantes agonizaban sin recuerdos.

         Las paredes, los adornos, las vasijas. La pintura en la pared, la cama, el esqueleto, la calavera de azúcar, México y sus puertas. Los retratos, los autorretratos, el jardín, el corset, la columna vertical y delirante. El piso, los cuadernos, los diarios, el inventario múltiple y material.

         El Conde no tiene ancestros. Frida no tiene descendientes. A Picasso le abundan las mujeres y los hijos.
 
 

La trampa.
         Le pareció que era como leer un diccionario. Y se vio así, despierto y desnudo, expuesto ante el sacrificio. Ella nunca le dijo a qué había venido, pero se paseaba con sus faldas de bisabuela y su lunar de mujer contemporánea. Y pensó que interpretar no era decir cualquier cosa de cualquier otra cosa.

         El objeto fijo, o la fijación de los objetos. El muerto y la muerte como aliados sin movilidad: el museo.

         Pensó que algún día cumpliría años, pero que seguramente olvidaría la fecha, y que seguramente encontraría, algún otro día, mientras buscaba alguna otra cosa, una agenda con memos que seguramente no le pertenecían, pero que hacía suyos por el sólo orgullo de olvidarse de sí mismo.
         Olvidarse o no recordar que lo olvidaban.
         Pensó que reanudaría sus sesiones, pero recordó que el nudo había sido cortado un día en que él, el abolicionista, se había sorprendido impunemente esclavo. Y pensó que reanudaría las sesiones para eso, para abolir al abolicionista. Y pensó que no.

         Dormía con su cuna y su incompletud casi perfecta. Dormía de sueño, de cansancio, y de necesidad de sueño.

         Que se hubiera enamorado o no de Frida; que estuviera o no de acuerdo con ciertos procedimientos metafísicos; que hiciera o no uso de su complicidad con el destino, que fuera o no un vespertino sedentario, atado a las letras y los olores. Que todo esto importe o no importe ¡Herencia abolicionista! de la cual a veces no puedo decir nada, y otras, apenas si me atrevo.

         El amo, y el esclavo, y el abolicionista. A veces Hegel.

         Cerró la puerta, o parecía que la cerraba. Ningún encuentro ha sido tan certero en el desalojo. Cerró la puerta y el hombre siguió silbando. Cerró la puerta y el olor de las vocales en abierto desamparo.

         Carnaval, hubiese sido carnaval. La encrucijada de Megas lo persiguió por siempre. Cerró la puerta, y cerró con ganas, y cerró con fuerza.
         Y aquí está, sentado sobre su cama. Hablando de ritmos y distorsiones, conjeturando el azar con el que evaluará al jerarca.

La evaluación de los conjuros.
         Cualquier día, desde niño, contra su estado. La boa que prescribe y que reclama. Y no sabe lo que dice, y no sabe lo que define: la boa se inunda de palabras.

         Había un árbol, y lugares que pagar. La mujer firmaba sus deudas y la falda de bisabuela se repetía en todas las mujeres. Botero también estaba ahí, tieso y vulnerable como una denuncia sin poder. Se levantó, o sólo movió el cuerpo. Y se detuvo en la confusión entre intención e intento. Había querido salir, y ahora estaba ahí, otra vez lamiendo abrojos y archivando costumbres. El hombre del sombrero lo visitaba. El hombre del sombrero y de la barba. Quizás dios lo conocía, y él, por ignorante y por infierno sabía nada de la nada que soñaba.
         Estéril. Y el conjuro se extendió por todo el edificio, esa arquitectura primordial en la que los duendes ofician de sensores.
 
 

         Hubiese sido carnaval, pero se levantó de madrugada, con esa manera de arrastrar los pies, o de crujir, como si el insomnio le llegara desde su otro personaje, o como si cabalgara fácilmente sobre cuerdas.
 
 

         Levita nombres con los que ha sospechado su conciencia. Que más valdría no haber hablado nunca. Sacudir los espacios con silencios. El jerarca desciende hacia el olvido.

         Apollinaire o El Heresiarca. Juego de latitudes y latidos. Murmura la última página del día anterior. No hay rastros ni señales. Apenas la justificación de haber dormido.
         Compró el boleto para sostener la espera.
         Duele como la herencia o como ese paso marcado por la fobia. Duele sin futuro. Hace como si leyera o pensara o dijera. Está al borde de una imagen del pasado. Duele como si mil escarabajos le robaran la suerte.
         Renovó el boleto.
         Cayó de boca. Cayó de náuseas, con todo el cuerpo.

El holocausto en primavera.
         El jerarca en su silencio. Mutilado. Caído de frente en la semilla.
         El jerarca en primavera, con el esfuerzo necesario y obligado, y ahora así, con su pronóstico de hombre en el destierro.

         Cortó el boleto, no subió nunca

         Asume su juguete como una compañía demasiado obsecuente. Un reemplazo innecesario. Nunca nada tan insustancial. Un juguete sin recuerdos, un juguete sin tiempo, sin conjugaciones propias. Un juguete lleno del uno mismo. Un espejo sin consideraciones. El niño acuna su muñeco. Se consuela de sí mismo. Se duerme. Se duerme.

         No hay alivio. El tiempo del derrumbe. El boleto vencido. Un calendario sin explicaciones y sin prorroga.

         El jerarca acude a su oficio de niñero. No hay objeciones. El abolicionista asistirá sin preguntarse.

         El Jerarca, como el Abolicionista, como La Khalo con su Diego.

         Escaleras.

         ¿Acaso el mirador, ese refugio alucinado con un yo, no le había parecido, por desconcierto o debilidad, un secuestro de todos los sentidos, donde el habla, apenas mojada por el encierro, los delataba como tristes o, en el mejor de los casos, como huérfanos proscriptos?

         Escaleras que hubiesen parecido ciertas, y lo hubieran sido, si no fuera por esa manera de arrastrar los pies, o de pasearse como si cabalgara fácilmente.


La Intervención
 
 

         Del crédito al buen desperdicio. Del buen gusto a la mentira. Del mito a la creación de los incestos. Del dios y el oráculo al buen pastor de las serpientes.
         Los ruegos, las distorsiones, la confianza múltiple.
         El hombre inaugura su deseo.

         Inaugura su rostro en una comunión de ángeles.

         El malestar y su inauguración temprana.
         La hysteria redactada en un oficio. La legislación pendiente, su archivo, su literatura casi epistolar, el vaso de agua.
 
 

         Uno lo ve ahí, mirando arriba-abajo, derecha-izquierda, adentro-afuera, padre-hijo, repitiendo su oración de polos. Quizás le duela la operación con la que ha mutilado servidumbres. Una y otra vez, como queriendo encontrar esa otra dimensión de la textura. Y está ahí: inválido de pensamiento.

         El azar, o la rutina del azar. Las orgías. El semblante de un semidiós. La corrupción, y la corrupción del pensamiento, la alteración del pensamiento, la alteración del texto. Adiós a la baraja.
         Una especie de enamoramiento, una vez más.
         Alguien va a escribir sobre el suicidio, o sobre la muerte involuntaria. Mariposas en el hospicio o conjuros en el anden.

         El "o" con el que o arma partituras, avances sobre la posición de la vocal vacía.

         La modernidad de los objetos extendida para un siempre. Y el siempre que se escapa de por siempre, y los augurios, y los festejos, y el deseo, y la subversión del termino y la conclusión de los espacios.
         Terminalidad o secuestro. El hombre respira su bendición de encierro. Paraplegias del nombre y desdoblamiento de conciencia.

         Se sentó, abrió la canilla, se dejó mojar.
         La modernidad del uso, la humedad del cuerpo. La modernidad de la palabra en la palabra. El supuesto y el presupuesto. Caricaturas de un siglo posible.

         El espectro crecerá por siempre. El espectro de que el siempre se ha ido para siempre.

         El hombre húmedo conversa con el argonauta, tal vez no se entiendan nunca, pero hay un olvido que los mantiene, fantasía de sostenerse, en el vaso de agua.

         No regresa, se queda ahí, en su vértigo mental. Su decisión primera. La sequía ha sido una gloria sin recursos. El hombre húmedo mira su palabra, no es un ángel quien se divierte con las luces. El infierno ha sido un claustro benévolo, un algo, con qué medir el paraíso. El vaso espera, no tiene apuro, no siente al hombre en su vértigo marino.

         Lacan y lo órbita del cuello.

         Siete pisos abajo la mujer recupera su argumento. La puntada, los pisos, la pisada, la huella, el ovillo, el argumento, el argonauta. El hombre húmedo en su catástrofe de Ariadna.
         El hombre frente al vaso, piensa en los sedimentos, en la cristalización del deseo, en la organización paranoica. Piensa que es otra argucia, otra evasiva de la bestia, piensa que ya no piensa, que es pensado por la bestia, piensa en el animal feliz que juega con su piedra, piensa en el ghost, piensa que es un ghost cambiando de juguete, o que es cuerpo a disposición de los infiernos.

         Se dejó mojar. Alguien lo salvará del agua, o tal vez Outis le responda.

         Está parado, se apoya, la pared es débil todavía. El muro de personajes baila como una frase vieja. Se caen, pensamiento contra pensamiento, palabra contra palabra, término sobre término. Está parado, se recuesta como cansado, pero el cansancio no alcanza, ni el agotamiento, ni el derrumbe. No le alcanza ese parámetro. Debe haber otro cansancio, menos monumental, menos decible, menos perceptible.

         Toma su muñeca, como si esa misma mano lo golpeara. Toma su pulso y la aceleración se corresponde con un cachorro humano sin habla y en el miedo.

         Cerró el abrigo, caminó.
         Algún día todo le pareció nuevo, en estado de niño. Pero el estado desapareció, o se lo robaron, o él mismo dejó que el deseo no lo perturbara.
         Pensar el deseo, que escape nuevamente, para conocerlo, para que el deseo sufra su metamorfosis, para no asesinarlo. Pensar el deseo, así, como leyéndolo de a ratos, sorprendiéndolo, mirando su salida.

         El asesinato pendiente. La muerte con velocidad de cambio. Y el hombre se apoya, y piensa, o a lo mejor no piensa y observa todos esos desplazamientos de conciencia, o esa abstracción del todo necesaria.

El asesinato posible.
         Se cansa vulgarmente.

         A veces tenía un amigo, con disgresiones y todo. A veces tenía un amigo como ese aliado de la fantasía infantil. A veces hablaba con su olvido como pidiéndole marcharse.

La marcha.
         Ese ritmo, con el que depositaba las flores, ese ritmo que se parecía al pulso en estado de guerra, la marcha, o la Marcha Turca, la más vieja, quizás porque aprendió a tocarla un día en que los ángeles eran albinos voluntarios, y que su majestad El Francotirador, gestaba su renuncia.


         Alguien habría hablado de una geografía del crepúsculo, si alguien antes no hubiese geografizado el habla.
         Etienne fue vulnerable, geográficamente vulnerable, sacrificado en el color de los espejos o de un espasmo en las iniciales de los nombres. Etienne, vulnerable como el silbido de un adulto precoz, retenido como una sílaba renga y seca, triturado por el espesor de una garganta sin palabra. Etienne de insomnios. Etienne contraído hasta la muerte. Diluido en su catedral de metacarpios. Etienne de golondrinas, sostenido por el falso olor de las vocales. Irrefugiado vuela sobre tumbas de coloquios, entre las caras frescas y los frescos no tan frescos de estricta paciencia. Etienne de hojas como el olvido. Etienne de contrapuntos el labio. Etienne, en su pulso, deliberando Julietas y Afroditas.
 
 
 
 

         Julieta y Afrodita conversan sobre los grandes relatos, y ya no saben si permanecer shakespeareanas o permanecer en el olimpo.
         Julieta viste como de costumbre, Afrodita como una persona normalizada. Por los gestos de las manos discuten con autores. Darán una conferencia sobre las costumbres de Ares y los caprichos de Romeo. Hablarán en lógica binaria.
 
 

El paseo.
         El café se enfría en la mesa de la esquina. Una pareja discute sus inciertos. El amor y la muerte observan desde lejos. También el maniquí observa, modernizado y opuesto, sexualizado e inmaduro, vestido desde el otro lado de la barrera sin límites.
         Julieta y Afrodita intercambian sus derechos; y se esconden, y aparecen, y comparan sus papeles, y conjeturan sus escenas, y se desvisten y se disfrazan hasta aparecer definitivamente una.

         Se desplazan
         Julieta y Afrodita y el Maniquí.
 
 

La intervención.
         Buscar el tono, el que concuerda con el tono muscular, el que se impone en los movimientos de prensión. Buscar el tono posible; y hacerlo cuerda, espacio, movimiento.
         Ahora es de mañana, y el cuerpo le crecerá unos centímetros; por incorporación de personajes, por sospecha de sí mismo, por agobio de ser y parecerse.

         Ahí está, su plaza pública, su devenir historia, su escritura de pablos.
         Los deseos hilvanados, pendientes, sacrificados. Y el deseo ése, conspirando siempre a ciegas, haciéndose, revelando, perdiendo.
         Un Pablo, y otro Pablo, y otro Pablo más. De Pablo en Pablo espera, enciende, permanece. ¿Qué pensará en el siguiente locutorio? ¿Dios, el sexo, la palabra, el fuego?: Afrodita le regalará una guerra.
 
 

         El fuego, o la cortesía de un deseo, o el deseo obligado de un cuerpo en el refugio.

         Y ella que se sienta, que repasa sus rumores de inconsciencia, que mira la continuidad y ese monólogo; sobre todo ese monólogo, en el que se expiden las formas justas, y las formas equilibradas, y las formas.

         Se maquilló en el orden de la escena, con su hipódromo de jinetes. Se maquilló de buen comer, y salió a escena, con el pie derecho, con toda la pierna, con la parada y la postura.

         La carne vuelve sobre el hueso sin deseo.
 
 

La escena de la vacilación.
         El vuelo redondo y la presa ya caída, el cuervo blanco, intoxicado bajo la pluma. El cuervo anestesiado, diluido, pesado y contraído.
         Acorralar la presa. Hombre sobre Hombre.
         Acorralar al ángel con su presa. Su bocado de dios en las palabras. Su figura de papel.
         Argumenta.
         Y sin embargo es frágil simulando su ejército de protestas.

         Se sienta, se baña, se discute. Mira el vaso con el que tomará su decisión. Y habrá un quijote en la pared, y un surrealista, y una ramita de olivo. La reescritura del cuerpo o incorporar a Julieta en el deseo. No sabe, y descansa en el olvido.
         Despertará mañana.
         Despertará entre la infancia y el estado.

         El niño perdió su forma y su formalidad de presencia; no él, sino el que era. Perdió eso que no sabe como se llama y que alterna entre la madre y lo materno.

         Perdió su condición de ángel.
         El niño se restaura.
         Perdió su estado.
         Ahora es un estado monolítico, un estado de olvido totalizado.
 
 

         Un oficio en la garganta de un Ulises.
         Costumbre de abrir los ojos, de celebrar el día, y de celebrar el día tanto como la noche. De celebrar el destino, la posición, la postura. Tal vez una celebración o un modo de conciencia.

         Imágenes que ya no sabe si las ha producido como un recuerdo.
         Imágenes, en ese caso.
         Imágenes en que la duda lo salvaría de un delirio. Y así, con la mesa flotante donde le sirven, cada mediodía, su desayuno y su estatuto.

         La mal formación donde nunca aprendió a defenderse de sí mismo ni de la historia que lo contaba, malformación de un ojo, tremendamente circular donde el eterno retorno también es una biología.

         La inscripción de una historia en otra historia, menos general, menos hablada, menos audible. La inscripción primera, alejada de la tiranía de un registro, alejada de las biografías y los consorcios; alejada, en primera instancia de la fecha que lo menciona.

         Instancias superpuestas, y también instancias subalternas.

         Instancias como hasta ahora.

         Abrió el ojo, como una costumbre vaciada del reflejo, se miró, se vistió sin intenciones. Dejó que el ojo circulara.

         Hoy es apenas viernes, y Julieta y Afrodita pasean sobre las mesas.


         Recuerdos de un lenguaje y el sol y la simplicidad del día desarrollándose sin abstracciones. No hay movimiento, no hay recuerdo, no hay palabra, no hay imagen. La mesa como todos los muebles descansan sin alteraciones.

         Cualquier día hubiese parecido lo mismo. Como aquella configuración de relatos donde el suceso de lo escrito se conmueve con las voces.
         Ha olvidado despertar por su conjugación de recuerdos. Ha olvidado vestirse y ha recreado su infamia. Ningún orador ha interrumpido su relato.

         Serías bonita, porque todas las facciones te acompañan. Serías como el comportamiento de las algas, o como el corresponsal de un ángel sin dios y sin vendimia. Serías como esa blasfemia de dios en la boca de un ausente.

         Cuatro nombres y la correa de tu número mágico.
         Serías bonita, si tu escena terminara, ahora.

         La misma ensoñación. La misma cobertura.
         La escena sobre el rostro y el rostro como viviendo en otro oxígeno.
         La producción de la escena.
         La producción de la escena en su cooperación de duendes. Su número mágico: el uno. El uno que sangra y que no es uno. El uno construido de accidentes, y de explicaciones muertas o necesarias.
 
 

         Serías bonita si tu apuesta no hubiese desembocado
         en una mala jugada.
         Apostar por el número al silencio. Apostar sin medida, sin parámetro, sin límite de cuerpo.

         Serías hermosa
         si el favor del número te fuera concedido

         Apostar por ejemplo, la idea de los caracoles, y de las razas. Apostar el nombre como si el número mágico lo reconstruyera para un siempre.

         Apostar el juego en la jugada
         apostar en la compulsión de terminar el juego
         apostar sin límite
         considerar el juego, la jugada, el número de suerte

         Serías hermosa, si la poesía no te dibujara, si no te encontrara en cualquier parte, algo así como si la Maga estuviera perdida y se la encontrara en cualquier sitio.

         Recuerdos del sol con la palabra, recuerdos que se parecen a presentes. Recuerdos de ahora y de ahora mismo. Sueños mutilados por la consumación del término. Sueños con tu nombre, como el lenguaje del número ausente.

         Recorrer la mesa de apuestas.
         Recorrerlas y germinarlas de lenguajes. Desaparecer desde muy temprano, sin historia, sin relato. Sin ubicación posible.

         Señalar el número mágico. Señalarlo y hacer como el payaso con su número. Señalar el encuentro y el vacío.

         El apostador en su jugada. En su encuentro de pérdida absoluta.

         Vivir la pérdida del relato

         El hombre se sienta frente a la mujer desconocida. Y la apuesta. Y la pierde.

         Serias bonita si fueras el número perfecto

         El hombre vuelve a su mesa. Y después volverá a cerrar la puerta de su casa.

         El hombre y su recuerdo de memoria. Su Uno constituido por la pérdida. Y la pérdida que se repite independiente de los nombres. Símbolo perfecto en la matriz de un apostador perfecto.

         Helena, la de Troya, también perdía sus conjuros.


         El oficio. Apartado de todo semblante. Apartado de todas las elecciones. Apartado de las calles y las profesiones. El oficio busca hacerse.
         Y sabe que recurrirá a las calles para hacerse. Y sabe que deliberará con cuanto vacío ande suelto. Y sabe que no perderá oportunidades. Sabe que devolverá su confirmación para realizarse en todas las escenas.

         La conservación del mandato. El oficio inaugurado.

         La conservación de una palabra inaugurada en el silencio. La palabra se resuelve sin objeciones.
         El mandato: El infante mira la escena familiar.

         Cuatro cuadros debajo de la glorieta. Cuatro capítulos cerrados. Cuatro viñetas. Cuatro historietas contadas por cuatro personajes. Así fue variando la literatura. Así fue el nombre del padre una disección del nombre. Cuatro pájaros hambrientos deliberando sus obsesiones.
         Apostar la obsesión, apostar el laberinto, apostar la rueda mágica del número.

         La pureza del astro en condiciones absolutas. La pureza del niño y de la niña.

         Ya no encuentro tus números. No encuentro tus numerales de indecencia, no encuentro el cuerpo desnudo y la vulnerabilidad del nacimiento. No encuentro el espasmo, o el grito, o la caricia. No encuentro el consuelo necesario.
 
 

         El encuentro con el oficio. La resurrección del mandato. El cuerpo haciéndose en la proliferación de los sentidos. Tal vez un huracán en el vértice del laberinto.

         El hombre se recuesta sobre la mesa.
         Ve su mismo yo hecho hembra de otra especie.
         La homosexualidad perdida, calculada.
         Las mesas se revuelcan en disgresiones. El hombre y la mujer. Y Las Especies.

         Apenas el hombre con su código de muerte.

         Encontrará el número perfecto, y lo encontrará aún sin descifrarlo. Su número mágico de apostador sin juego. Su ruleta o su palabra. Su conjuro de niño. Su cálculo maldito.

         La Venus en su plaza, con sus manifiestos de amor y de guerra. La Venus paralizada por su mármol, obrando desde otra guerra y desde otro paraíso.
         Sería la jugada perfecta. Cerrarla, concluirla, divinizarla: apostarla.

         Pero Venus está en guerra y Afrodita funda su propia apología. Párrafos de un sol con sus deliberaciones. Venus y Afrodita con Julieta.

         La mesa del juego está abierta. Cualquier relato será convertido por amor en otra guerra. La mesa del juego esta abierta. El jugador abre la jugada.

         La mesa como todos los muebles descansa sin alteraciones. El jugador abre el juego, se retira, se instala como ausencia.

         Un ajedrez sin reina.
         Venus y Afrodita juegan en una playa. Juegan descalzas. Y juegan.

         El apostador apuesta su decisión, apuesta su ingenuidad. Ahora está, otra vez, sobre la mesa. Quisiera mirar su juego, como la bestia, pero está mudo, ausente de toda guerra. Está jugando en la jugada perdida, donde ni siquiera los fantasmas prestan sus túnicas de largo traje.
         Ahora está, otra vez, paralítico en su orden, como una voluntad sin recuerdos, un algo con alucinaciones de nada. Ha perdido.
         La sensualidad del labio en su humedad de puerto.
         Pero el jugador se ha contado, otra vez del mismo modo. Una oralidad perfecta. Ninguna variación. Ningún deseo que altere el curso de lo dicho.

         Venus y Afrodita ven al hombre. Traman con Julieta un estilo. La seducción, el deseo, la muerte. El hombre sigue en su paciencia. Relata nuevamente, se posiciona con sus costumbres y mandatos.
         Julieta ha intentado hasta el suicidio. Y el hombre permanece en su monólogo de verdades. No es el hombre quien se acerca, sino esa imagen instalada.

         Ni Julieta, ni Venus, ni Afrodita han abandonado sus encuentros. Ahora están, las tres, como figuras tutelares de una guerra, donde ni siquiera el juego podrá proseguir sus reglas.


Y después de todo

         Mefisto también llora. No por él, ni por la gorda. Ni por nada.
         Ningún olimpo ha podido salvarlo. Ningún relato, ni prófugo, ni bestia, ni florista.

         Y ahora están, todos los personajes a la mesa, rastreando la utilidad y el servicio. Nadie los devolverá a su página.

         El cuerpo del azar. Su metodología de sombra sin causa, su balance de cuerdas y monedas. El cuerpo del azar en el cuerpo de la mujer y en el cuerpo del ausente.
         El objeto perdido, en su teatro y en su escena. El ingreso a una resurrección. El ingreso a la pérdida de olvido, al fracaso, a la silueta, a los tiempos simultáneos, a la contemporaneidad del suelo y de los sueños.
 
 

El cuerpo de la ausencia.
         El cuerpo de la pareja en su homenaje de nombres, en su complicidad de silencio y de reserva. El cuerpo de la pareja constituido en espejos separados. La pareja no ha hecho uso del relato.
         La muerte de la ausencia: el estado de muerte en la pareja.

         El lenguaje de la muerte en su puntuación de cuerpo, en su esperma y con su espera. El cuerpo del lenguaje en el lenguaje de la espera.

         Ella se desnuda, se prepara, se anticipa. Ella se vuelve geometría, se vuelve forma en el espejo.

         El cuerpo de la ausencia, y el cuerpo de la muerte en el lenguaje de la espera.
         El encuentro con el objeto, el objeto saturado.
         Lenguaje que es desplazamiento del lenguaje. El cuerpo de la herida.

El grito.
         La imagen sueña consigo misma. Sueña que se revela. Se hace voz, olimpo, escena. Un grito sacado desde el sueño de la pesadilla, sacado labio afuera, hacia el espacio de la habitación vacía. Y en la habitación la ropa en el suelo que no escucha más que el movimiento en alguna de sus orillas.
         El grito aislado, involuntario, sorprendido en su doble escena de silencio.

         Registro del tono, y de la vibración. Registro de la vacilación y del deseo hablando en otra lengua. Registro del espasmo y del ojo abierto a la presencia. Registro de la alteración de lo continuo, registro de la sub-versión del término, de la complicidad del lenguaje con el lenguaje. Registro de la ausencia. Registro de la memoria alterada por el encuentro. Lenguaje de la vivencia y de la supervivencia. Lenguaje en el cuerpo del olvido. Lenguaje en el cuerpo de la espera.

         El se desviste, como una costumbre más del sueño. Se desviste de sus medias y sus medios. Se quita la ropa en lo más común del día. Soñará también con ella para sacarse el grito, para levantar otra vez esa transpiración común, esa nube con la que despertará nuevamente sin consejo.
         Se desviste. Ella. Y El.
         Se desvisten con un ritual de proposiciones.

         El objeto anulado. Tachado. Triangulado. Se desvisten por separado y sin sospecha. Se desvisten entre ellos en la soledad absoluta de los cuerpos. Se desvisten para siempre.

         El lenguaje del ausente. El historial vacío. Los zapatos muertos al lado de la cama. La cama deshecha y desarticulada. Manta sobre manta, y el olvido, y el reloj, y las muñecas de trapo y el anillo perdido.
         El cuerpo sin causas.
         Desafectado hasta de olvido. Desafectado de la muerte y de la locura y del lenguaje. Desafectado del deseo por una conspiración de sangres y de huesos.
         El se desviste para ella y ella no lo ve.
         Su comarca de ropas. Su transparencia. Su desnudo. El cuerpo del enigma.

         Ahora juega semihahbierto con la boca moviéndose en el piso.
         El cuerpo de la pareja como un cachorro de otra especie. Sería un ángel, porque su víscera es un refugio del estado melancólico sin más astucia que su suerte.
         Alguna vez fue vivo porque fue desaparecido del lenguaje, y la cama siguió vacía, y el zapato alterado en el desorden. Alguna vez fue vivo por ausencia. Por error, por dictamen del lenguaje de la ausencia. Fue desaparecido como un lenguaje rubio. Como el cuerpo de la pareja o como
 
 
 
 

       cuando alguien ha robado
                                 a la muerte
                                                  su lenguaje.


         El payaso ve la escena. Altera su rostro como una tonta caligrafía. Presta su imagen para la instalación de una figura.
         Duele porque ya no puede ser ausente.
         El payaso en su habitación perdida. Ningún pronunciamiento. Apenas esa barricada de maquillajes y pinturas.
         El payaso y su comunión en su doble escenario. El desbordamiento del amor en la muerte de la mirada del otro.

         ¿Que sería el ausente en el rostro del payaso? Tal vez entre la boca y el ojo: la fractura.

         El payaso en su taller de símbolos.

         El robo y el escaparate donde la imaginación es el único objeto perdido. El robo como el robo de la función.
         El robo como exclusión del nombre y de las novias futuras que jamás serán escritas en el rostro del payaso. Un hombre sin rostro, en su oclusión de traje. El hombre en su delito de risa, donde lo imprevisto es siempre el golpe o la ingenuidad de la torpeza.
         Figuras. Figuras como presas o como escándalo de la escritura y del hombre que mira desde su escena la escena del payaso.


         Y en ese tumulto nací yo, el sin medias, descalzo hasta para pedirle ayuda a dios. Nací en ese tumulto de biografías inconclusas, tumulto de biografía, sangre y desperdicio. Biografías acumuladas, una tras otra, biografías llenas de polvo que fueron avanzando sobre sí mismas, sobre la sangre que uno nunca llegó a saber si era sangre de vida, sangre de muerte, o si era simplemente sangre simbólica de estirpe, de raza, pueblo o familia. Sangre al fin, sangre que mancha, que se vuelve negra encima de cualquier herida, como cualquier sangre. Desperdicios de la vida de cada uno que fueron contados por los hijos de cada cual, biografías enredadas en los deshechos de los que alguna vez se llamaron hombres y mujeres, de los que fueron llamados por un nombre que decían propio, pero que en la abundancia de los nombres uno se fue dando cuenta que era lo más ajeno que tenían. Los despojos de cada uno fueron recogidos por los hijos de cada cual, y sobre eses despojos se fueron inaugurando nuevos despojos, es decir, nuevos y sumados. Despojos que fueron importantes hasta el momento en que perdieron sus servicios, porque las circunstancias así lo pedían; y que entonces fueron pasados a la categoría de anécdota familiar, con un fuerte, digo muy fuerte, carácter formativo, sentido educativo moralizador. El emblema familiar de los héroes sobrevive, todavía hoy, como una moraleja tardía, una fábula a destiempo, en la que ya nadie cree pero que es conservada como reliquia, para no dejar ahí, justamente ahí, en el lugar de la reliquia, el agujero, el vacío, la nada; en la que nací yo: el descalzo hasta para pedirle ayuda a dios.



© Alejandra Kurchan, 1997/1999
© Libros del Empedrado, 1997/1999



Libros del Empedrado