Afganistán
Las dos veces que entré a Afganistán, no lo hice sola.
Una de las primeras reglas para un corresponsal de guerra, es moverse
acompañado. Sin contar que se reducen los costos de transporte
e intérprete, porque se comparten los gastos, no estar solo
significa más seguridad, y sobre todo compartir sensaciones
fuertes. La adrenalina de contar la muerte y la destrucción,
totalmente inútiles, que hay en guerra. El miedo a lo desconocido,
el miedo a la violencia, el miedo a la anarquía reinante
en Afganistán, el miedo a que cualquiera puede ser un blanco,
y a que cualquiera le podía haber tocado la suerte de Ulf.
Significa compartir la tragedia afgana, y llorar juntos la muerte
de ocho colegas.
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La primera vez ingresé con Luigi Geninazzi, un periodista
italiano del diario Avvenire, la segunda con Angelo Macchiavello
y Salvo La Barbera, periodista y camarógrafo de Studio Aperto,
un noticiero de TV italiano. Quizás no hace falta decirlo,
porque es algo natural después de la experiencia afgana,
pero con ellos nació una amistad de esas que duran para siempre.
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Más allá del viaje a lo desconocido, desembarcar en
Afganistán implicaba un enorme esfuerzo físico. En
medio de la oscuridad y el frío de la noche, entre afganos
armados hasta los dientes con quienes se podía comunicar
sólo a los gestos, no sólo había que descargar
el equipaje en mi caso una mochila con el mínimo de
ropa indispensable, la computadora, y el más que fundamental
teléfono satelital-, sino también litros y litros
de botellas de agua, y comida. Primero el traslado de los bultos
del vehículo a la orilla, después de ahí a
la balza, de la balza de nuevo a la otra orilla, mientras tanto
el temor de que nos saquen todo, y de ahí al jeep de algún
mujahidín contratado después de extenuantes tratativas.
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Pero Afganistán significaba sobre todo chocar con paisajes
alucinantes, de una belleza imponente, en medio de una realidad
impactante: "la Edad de la Piedra, pero con jeeps y kalashnikov",
sintetizaba, cínico, mi colega Geninazzi. Descubrir gente
que vive en virtuales grutas, que los medios de transporte más
utilizados son los burros, los camellos, o los pies, y toparse con
una realidad inconcebible en pleno siglo XXI: nada de electricidad
ni agua corriente en ningún lado. Nada de artefactos como
baños, heladeras o teléfonos, ningún mueble
tan básico como una cama.
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En medio de una cantidad de polvo y tierra que casi no dejaban respirar,
de temperaturas extremas de día si había sol,
mucho calor, de noche bajo cero-, para alcanzar el frente o alguna
localidad, había que moverse en vehículos cuatro por
cuatro a paso de hombre, a los saltos, por huellones infernales.
En Afganistán no hay autopistas, y son más que escasas
las rutas asfaltadas. Las pocas que encontramos, ostentaban grandes
crateres, fruto de las bombas norteamericanas. Moverse signficaba
también cruzar ríos de aguas correntosas utilizando
a un baqueano a caballo para que indicara el camino más seguro,
verse obligado a mover troncos o ser tirado por un tractor para
atravesar un guado, embarrarse completamente para empujar el vehículo
empantanado. Viajar con el riesgo siempre presente de ser asaltado
por algún talibán escondido en medio de las colinas.
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El negocio de la guerra
Los mujahidines sabían muy bien que todos llegábamos
con cientos de dólares debajo de la ropa. "One hundred
dollars", una cifra enorme para un país quebrado, que
no produce nada salvo el opio, era la palabra clave para comenzar
cualquier discusión. Más allá del robo a mano
armada que significaba contratar un vehículo o un íntérprete
( "one hundred dollars" por día para cada uno),
los periodistas éramos conscientes de que si alguien realmente
quería, nos podía robar todo lo que teníamos,
nos podía secuestrar, o dejar tirados en el medio del desierto,
sin que nadie se enterara. Bien o mal, había que confiar
en la (des) organización de los hombres del llamado "Ministerio
de Relaciones Exteriores" de la Alianza del Norte. Ellos, que
nos retenían los pasaportes, indicaban dónde podíamos
tirar la bolsa de dormir, ya sea en una casa de barro, o en una
carpa, alojamiento que al final también cobraban.
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La Alianza del Norte
Pocos confiabamos en verdad de los mujahidines del Frente Unido,
gente analfabeta como la gran mayoría de los afganos, señores
de la guerra ávidos de poder y dinero, unidos sólo
por el deseo de derrocar la brutal dictadura religiosa de los talibanes.
Resultaban guerreros poco valientes a la hora de los combates -vimos
mujahidines escaparse como ratas de la línea del frente a
la hora de una contraofensiva de los talibanes-; soldados que avanzaban
sólo después de los mortíferos bombardeos de
los B-52 norteamericanos y después de la retirada negociada
de los talibanes; gente que se consideraba en la cresta de la ola
sólo porque Estados Unidos y el mundo occidental había
decidio ir a la caza de los anfitriones de Osama Ben Laden, el hombre
más buscado del mundo, considerado responsable de la barbarie
del 11 de septiembre.
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Llegar a los territorios controlados por la heterogénea Alianza
del Norte, en efecto, era encontrarse con que las mujeres, científicamente
cubiertas por la espantosa burka, seguían siendo tratadas
como animales. Y con que los miles de desplazados por la guerra,
que escapaban de la furia de los talibanes, acusaban a los mujahidines
de sacarles las raciones de comida que los aviones norteamericanos
tiraban desde el cielo, en el país con más minas antipersonales
del mundo.
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La cobertura
Para el trabajo periodístico, es decir para contar la guerra,
todas las mañanas había que ir al denominado "Foreign
Ministry" para pedir la autorización correspondiente:
un papelito escrito en árabe con el que se podían
sortear los check-points. Hacía falta un permiso para ir
a la primera línea del frente, para ir a la prisión
para poder hablar con talibanes detenidos, o al hospital para hablar
con los soldados heridos, o para constatar las dramáticas
condiciones sanitarias del país. (Afganistán tiene
la esperanza de vida de más baja del mundo, 41 años,
y la mortalidad infantil más elevada del mundo, 16,3%).
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Los periodistas de la prensa escrita debíamos contar con
un generador para ponernos a escribir, y los de TV con un "dish"
satelital que ponían a disposición grandes organizaciones
como Eurovisión, Reuters o APTN para transmitir las imágenes.
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A las cinco de la tarde era de noche, y escribir a la luz de una
linterna o de una vela, era arruinarse los ojos. Con el generador
-alimentado por nafta, que podía conseguirse en el bazar-,
podíamos escribir con una tenue luz eléctrica, podíamos
recargar las baterías de la computadora y del teléfono
satelital, y finalmente transmitir las notas en pocos minutos a
la redacción del diario. Para usar el satelital había
que descubrir primero con una brújula el sur, y apuntar hacia
allí la antena. Algo que hacíamos a la intemperie,
en el patio lleno de gallinas y codornices de la casa de barro donde
nos alojábamos en Taloqan, bajo un cielo estrelladísimo.
Abrigados por el fuego de una hoguera al mejor estilo picapiedras,
por el "patu", la manta afgana multiuso, gorros de lana
y guantes, para no morirnos de frío.
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Comer y dormir. Aunque todos llegábamos a Afganistán
llenos de latas de comida, chocolate, nescafé y galletitas,
por el temor a no encontrar nada, en el bazar -sitio fascinante
si los hay, donde no se veía ni la sombra de una mujer-,
en realidad se podía comprar de todo. Un pan exquisito, arroz,
spaghetti iraníes, verduras de todo tipo, fruta, carne -colgada
de ganchos, entre las moscas, bastante poco apetecible. Claro que
había que tener cuidado, hervir todo o sacarle la cáscara
a las cosas -después de comprar la leña para el fuego-,
para no caer con gastroenteritis, enfermedad que golpeó a
varios periodistas. Había que lavarse los dientes con el
agua en botella traída desde Tadjikistán, y acostumbrarse
a condiciones higiénico-sanitarias bestiales, dignas de la
Edad Media.
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Dormir en Taloqan significó una habitación gélida,
donde los únicos muebles eran unas colchonetas y una sucia
alfombra, donde poníamos las bolsas de dormir. Enseguida
todos los ocupantes fuimos asaltados por "pulgas", voraces
insectos que además de terrible picazón, nos dejaron
el cuerpo lleno de ronchas.
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Sulimán
Con nosotros dormía también Sulimán, nuestro
intérprete. Como la mayoría de los afganos, musulmán
más que practicante, Sulimán se levantaba tempranísimo
para cumplir con el Ramadán. Soportaba con paciencia ver
que comíamos o fumábamos durante el día, y
se moría de hambre y sed hasta las cinco de la tarde, cuando
terminaba el ayuno. Sulimán, un niño-hombre de 14
años, huérfano por la guerra, con una historia de
soledad durísima a cuestas, no peleaba sólo porque
sabía inglés. Algo que en este momento significa trabajar
de ínterprete por 100 dólares diarios, una fortuna.
Por supuesto Sulimán, de etnia pashtún, sabía
manejar el kalashnikov y contaba que lo había usado ya a
los seis años, cuando gente de su pueblo luchaba contra otra
tribu vecina. Algo normal en Afganistán, un mosaico de etnias
distintas.
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Con Sulimán, que aprendió inglés en Peshawar,
Pakistán, donde vivió hasta hace unos meses con unos
parientes, teníamos largas charlas. En una, confesó
que en realidad admiraba a los talibanes: "ellos son valientes
porque se enfrentan a los Estados Unidos, mientras que los mujahidines
son unos cobardes", afirmó, sin ocultar su profundo
resentimiento contra los extranjeros que estaban bombardeando su
país.
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El sueño de Sulimán es irse de Afganistán.
Estudiar en Europa, y regresar a su tierra convertido en el comerciante
más rico de su país. Una suerte de "Bill Gates"
afgano. ¿Para qué? "Para enfrentarme a los Estados
Unidos, pero mejor que Ben Laden".
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Sulimán, un niño-hombre que parte el alma, despertó
en mí un gran instinto maternal. Cuando nos pidió
ayuda para poder irse de su país a Londres, a Italia, o a
cualquier parte, le dijimos que antes tenía que terminar
el colegio, y cumplir 18 años. Le dejamos nuestros teléfonos,
así como el del padre Carlos, el cura argentino que vive
en Dushanbé, que está dispuesto a ayudarlo.
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El día que un grupo grande de colegas decidimos irnos de
Afganistán porque ya no era tierra segura, después
del asesinato de Ulf, el camarógrafo sueco, Sulimán
se reía. "No entiendo por qué se van", me
dijo. "Sí, mataron a un periodista -agregó-,
pero en Afganistán mueren cien personas por día, y
nadie dice nada".
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Por Elisabetta Piqué
Enviada especial, La Nacion, Domingo 2 de Diciembre de 2001
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