Quienes me conocen bien saben que soy hombre de sobria conducta, firmes principios y, sobretodo, acrisolada modestia, aún así, y a pesar de lo enormemente difícil que es para mí hablar de mi mismo, trataré de hacer un pequeño esfuerzo para reflejar en unas pocas líneas los aspectos más singulares de mi vida.

  Sepan vuesas mercedes que tuve mi natura en la noble villa de Madrid, capital de aquel reino donde antaño nunca se ponía el sol, aunque en aquel año de 1974 en el que llegué a este valle de lágrimas, lo único que se ponía, y se ponía morado por cierto, era el cuerpo de los "grises" a dar palos a diestro y siniestro. Yo iba para atleta, sépanlo bien, lo llevaba en la sangre: mi madre corría los cien metros en siete con tres segundos, y eso que lo hacía armada con una bandera roja, un poncho andino y un bolso de lana en el que podía caber un batallón de húsares de la zarina Catalina Manuelova; la gacela de Chamberí la llamaban con admiración entre la policía políticosocial. Mi padre, por contra, era capaz de saltar como un canguro, todos y cada uno de los tornos del metro, del Santiago Bernabeu, y de cualquier otro sitio donde se exigiera abonar una cantidad, por simbólica que esta fuera, para poder acceder. Sin embargo, un hecho decisivo terminó dirigiendo mis pasos hacia otros derroteros bien diferentes.

   No nací, bien debo decirlo, en el seno de una familia de alta cuna, aunque si de moisés de mediana altura, lo que me permitió dar aquellos prístinos pasos míos entre las mágicas estanterías de la casa de mi abuelo, siempre repletas de libros esperando a ser "prestados" a algún otro familiar para que se los quedase en régimen de protectorado por unos cuantos lustros. Tal vez por aquello de que no sabía leer, o tal vez por algún extraño fetichismo visual, me tiraba las horas muertas viendo las láminas ilustradas de aquella vieja enciclopedia Espasa entre cuyas páginas tan buenos ratos pasé. Resultado de estas jornadas de contemplación, adquirí un amor, tal vez exagerado, por las enciclopedias, por las laminas ilustradas y sobretodo por las banderas y los topakis subandinos (mis dos láminas favoritas), aunque, por contra, el no haber pasado más rato jugando como el resto de los niños a lanzarle piedras a los gatos, a los perros o a las lagartijas mermó mucho mis capacidades locomotrices, truncando completamente esa gloriosa carrera deportiva para la cual había sido predestinado por mis padres.

   Patoso y desarmado, resultado de esta primera infancia emboscado entre libros y láminas de banderas y topakis subandinos, pasé mis años estudiantiles rodeado siempre de chicos más fuertes que yo, chicas más fuertes que yo, y, lo peor de todo, profesores mucho más necios que yo. En todos los años que pasaron desde que entré en la guardería por primera vez, hasta que dejé aquellos queridos seminarios de la Universidad de Deusto de San Sebastián, creo que paré seis balones en cerca de seiscientos partidos (jugaba de recogepelotas), salté una vez el potro, a punta de pistola, y metí una preciosa canasta en un partido de balonmano.

  Sin embargo, ni en los años más duros me abandonaron mis queridas banderas (desgraciadamente, el último Topaki se extinguió en 1980). Siempre repletas de colorines, siempre cambiantes, siempre presentes, sobretodo en el País Vasco, al que mis progenitores tuvieron a bien venir a vivir, según ellos porque era más bonito, aunque yo creo que lo hicieron porque ya no saben vivir sin las emociones que proporciona una situación política "delicada".

  Tributo, pues a estas singulares compañeras mías, sea esta página internetera, muestra de reconocimiento a nuestra amistad imperecedera.

  Por último, dedico esta página, así como sus banderas, comentarios, dibujos, y faltas de ortografía a mi señora esposa, nuestro hijo, al "profe" que me enseñó a dibujar con el corel, a Ramón por sus consejos, a mis queridas chicas de Eulen-Lesaca-Lesaka-Navarra-Nafarroa, a mis padres y hermana (aunque sea matemática) a todos los "vexicolocos" del planeta y al tercer regimiento de cazadores de montaña nepalíes que, aunque ellos crean que nadie les recuerda, se equivocan.