Los delfines emiten de forma continua chasquidos y silbidos. Los primeros consisten en pequeños
pulsos de 300 sonidos por segundo que se generan desde un mecanismo situado justo debajo del
espiráculo y que se utilizan para la ecolocación de los objetos (funciona como un sonar). El
melón (abombamiento de la frente situado encima de la mandíbula superior), consta principalmente
de grasa y aceite, y actúa como una pantalla acústica que mejora la resolución de la emisión de
sonidos. La mandíbula inferior, también llena de aceite, ayuda a la transmisión del eco
reflejado por los objetos, y recibido por la zona posterior de dicha mandíbula, hacia el oído.
Este sistema de ecolocación, similar al de los murciélagos, permite a los delfines navegar y
detectar a sus presas con suma facilidad. Respecto a los silbidos, son sonidos de tono uniforme
que provienen de la parte profunda de la laringe. Se utilizan para comunicar estados de alarma,
excitación sexual y, tal vez, otros estados emocionales.
Estudios realizados con animales en cautividad, han mostrado que los delfines son capaces de
aprender, realizar tareas con cierto grado de complejidad, comunicarse entre ellos y, mediante
entrenamiento, vocalizar sonidos parecidos a palabras. Basándose en esto, algunos investigadores
han sugerido que los delfines podrían aprender un lenguaje propiamente dicho y comunicarse con
los seres humanos. Sin embargo, la mayoría de los expertos mantienen que las habilidades
expuestas, y que sitúan a los delfines con un nivel de inteligencia similar a la de los primates,
no son prueba suficiente para demostrar que sus vocalizaciones puedan alcanzar la complejidad
de un lenguaje verdadero.