1.- Relato primero (entrada de la Santa Cruz en La Alberca de Záncara, 1646)

        Llegaron a la villa de la Alberca, y desde que entraron en ella, que conocieron a Fray Francisco, se convocaron los vecinos unos a otros a voces altas, dándose el parabién de su venida; de suerte que, cuando llegaron al convento, ya estaba todo el lugar con él, con una alegría tan universal como si a cada uno de lejas tierras le hubiera venido su padre; y así fue, porque él lo era de todos.

Después de haber hecho oración al Santísimo Sacramento y visitado la devota Imagen de Nuestra Señora del Socorro, y que fue recibido en el convento, aquellos santos Religiosos no hubo demostración de gozo que no hiciesen.

Dio la obediencia al P. Fray Juan de Herrera, su Prelado inmediato y maestro de espíritu, que por haber sido dos trienios continuos Prior de aquel convento lo era en esta ocasión.

Después de haber cumplido con los piadosos afectos de sus compañeros y amigos, el P. Fray Juan de Herrera le retiró solo a su celda, para saber en qué estado se hallaba de conciencia en Dios: que como Religioso tan observante y perfecto, este era su principal cuidado, más que el saber las curiosas particularidades de tan larga peregrinación.

Hecha la conferencia, se resolvió que la Santa Cruz se colocase en el Altar mayor, debajo del dosel en que hoy está, con grande reverencia y devoción, y adonde acuden los fieles a adorarla y a cumplir sus votos, no sólo de toda la Mancha, sino de partes más remotas. Y en cuanto al Relicario, que se pidiesen limosnas para formarle en habiendo ocasión.

Para la colocación permanente de la Santa Cruz se dedicó un día festivo, y Fray Francisco dispuso el que viniese música de fuera de la villa, por no haberla en ella, ni en el convento, para tan grande festividad; con que se celebró la colocación con mucho concurso de gente de los lugares vecinos, que, con la novedad de la Fiesta y de la Santa Cruz y de ver a Fray Francisco, que de todos era muy respetado, se llenó todo aquel lugar de forasteros, y el día fue de universal regocijo y edificación.

Nuestro Hermano, como era menester pedir de limosna los gastos de la Fiesta, también pidió para la comida de los músicos, que fueron seis; y por no dar más embarazo en el convento del que tenían con acudir a la solemnidad, que como era tan pobre cualquier cuidado más lo fuera, respeto de ser tan limitado por esta razón el número de los Religiosos dispuso llevar la comida de los músicos a casa de José Nuñez, su bienhechor, con quien tenía particular amistad para que su mujer, Quiteria Nabasta, y la gente de su casa, cuidasen de la comida.

Después del Sermón y de la Misa pasaron los músicos a comer y con ellos catorce personas más que había ido a ver la colocación; cuando la dicha Quiteria reconoció que venían a comer veinte personas, envió luego a llamar al siervo de Dios y le dijo: -Que la comida que había traído era para seis, y eran veinte los que venían a comer. El entonces la respondió: -Calle, hermana, que ya no es tiempo de más prevención; Dios es Padre y lo remediará; siéntese a comer. Dicho esto se fue, quedando aquellos sus devotos con sentimiento de que ya no era hora de poderse remediar tan notable falta.

Los convidados se sentaron, y la comida se puso en la mesa, y mientras comían entraron otras muchas personas, aún más en número de las que estaban sentadas, y alcanzaban de la mesa igualmente con los que estaban en ella. Acabada la comida todos quedaron satisfechos, y sobró más comida que la que nuestro Hermano había llevado, que se repartió entre los vecinos de aquella casa; con que nuestro Señor suplió las faltas de su amigo, que puso en Él su confianza; la cual noticia remitió firmada al convento de Nuestra Señora del Carmen de Madrid, sabiendo que se trataba de escribir este libro, el Licenciado Diego Nuñez, Clérigo Presbítero, hijo de los dichos José Nuñez y Quiteria Nabasta, testigo de vista, para hacer deposición de lo referido, con juramento y en forma, él y la dicha su madre, con otras personas, que también se hallaron presentes, de la dicha villa de la Alberca, siempre que se trate de la veneración pública del cuerpo de Fray Francisco de la Cruz.

2) Relato segundo (De cómo volvió a disponer su vida religiosa, y de sus afectos amorosos a la Santa Cruz)

                                                    Con la enfermedad que le sobrevino al Siervo de Dios, y la edad y los quebrantos, nacidos de sus penitencias y viajes, le iban desamparando las fuerzas y se le iba fortificando el espíritu. En orden a las penalidades de aquella conventualidad, en el grado de Hermano de Vida Activa, no sólo acudía a las obligaciones de su cargo, sino que quería hacer todo lo que tocaba a sus compañeros con las mismas puntualidades que cuando estaba en edad robusta; y porque el Superior le excusaba de algún trabajo, él no se daba por entendido y a todo asistía; y si le reprendía, decía que no tenía precepto en contrario, que si supiera que le desagradaba no lo hiciera, porque tenía la voluntad siempre pendiente en la suya.

Era tanta la asistencia a la oración en el Coro, y en la iglesia y en otros sitios retirados, que no había menester celda, porque todo el tiempo que le dejaba la obligación conventual le gastaba en ellos, y el reparo que tomaba con el sueño era o en la sacristía o en la iglesia.

Sus penitencias y mortificaciones eran con mas exceso (si en servir y agradar a Nuestro Señor le puede haber), que antes que fuera a Jerusalén.

De noche andaba por el convento con diferentes penitencias, y la principal era disciplinarse tan rigurosamente, con el reconocimiento de que castigaba a un enemigo, que corría sangre de su cuerpo de suerte que bañaba las paredes y el suelo; y aunque ponía todo su cuidado en lavar las señales que quedaban, nunca se podían encubrir del todo, y algunas veces el mismo encubrirlas lo declaraba.

Volvióse a poner el cilicio de hierro; y como ya era menor la resistencia, era más vehemente el sentimiento; ¡qué mucho, si todo él estaba hecho una llaga!

Entre los papeles escritos de su mano se hallaron unos que acaso guardó en el pecho y conservan hoy las manchas de la sangre; y lo que más se debe reparar es la grandeza del santo temor de Dios que tenía porque aun en aquel estado temía las desobediencias de la carne al freno de la razón, pues todo el intento de nuestro Siervo de Dios era tenerla puesta en servidumbre.

Tanto era lo que se afligía y aniquilaba, que el Padre Fray Juan de Herrera, su Prelado y Maestro espiritual, le puso término, dándole tasa en los ejercicios y en la forma de ejecutarlos, con precepto formal de obediencia.

 Con que el Padre Prior, con el seguro conocimiento que tenía de su conciencia, ahora más declarado, y por no desconsolarle, pareciéndole que fuera del convento, con el menos tiempo, sentiría menos la regla que le había dado de moderación, y por pactar también con los piadosos deseos que tenían los pueblos vecinos de ver en ellos a Fray Francisco por razón de las limosnas que la comarca hacía al convento, le mandó que saliese a San Clemente, Tembleque y otros lugares, a pedir limosnas, como de antes lo hacía, a que él se rindió con la total subordinación que siempre.

Mientras estuvo en el convento todos sus amores eran con la Santa Cruz: ella era el objeto de sus tiernos coloquios, de sus afectos encendidos, de sus dulces pláticas, de sus continuas consideraciones y de todo el empleo de su alma; en ella ponía lo encendido de su pecho, lo fervoroso de su imaginación y lo firme de sus propósitos; a ella atribuía la dicha de su vocación y la gracia de su conservación; por ella se reconocía esclavo de la Santa Fe, participe de la Esperanza y capaz de la Caridad.

Tanto se llegó a encender su corazón con las deudas que reconocía a la Santa Cruz, que entre afectos y fervores e incendios de amor rompió su espíritu devoto y agradecido,  en las octavas siguientes:

En Cruz Cristo murió crucificado

para que yo en mi Cruz su Cruz siguiese;

la Cruz le hizo glorioso, y yo Cruzado,

imitaré su Cruz, si en Cruz muriese;

dichosa es ya mi Cruz, pues la ha abrazado

su Cruz, para que yo su Cruz sintiese;

sigue la Cruz, que en Cruz que es tan suave,

llevar la Cruz con Cruz no se hace grave.

 

Ya no pesa la Cruz, que es Cruz ligera,

después que en Cruz se levantó el más Justo;

abrázate a la Cruz, y considera

que no pesa la Cruz sino al injusto;

el premio de la Cruz en Cruz espera,

si con su Cruz tu Cruz llevas con gusto;

pues después que en la Cruz venció al pecado,

el yugo de la Cruz ya no es pesado.

 

El que sin esta Cruz llegar se atreve

al Triunfo de la Cruz, ciego camina,

que es Estrella la Cruz que al alma mueve,

y siguiendo esta Cruz, va peregrina

tu Cruz, porque el camino es breve;

merece con la Fe su Cruz Divina,

que el premio que por Cruz se da al cristiano

si se ciñe, a la Cruz tiene en la mano.

 

No temas con la Cruz, tu pecho inflama;

camina al Cielo en Cruz, corre la posta;

no pierdas la ocasión, la Cruz te llama,

aunque es la senda de la Cruz angosta;

goza los bienes que la Cruz derrama,

ganados en la Cruz con tanta costa;

que viéndote con Cruz Dios en su gloria,

no tendrá de su Cruz tanta memoria.

3) Relato tercero: De su muerte (Murió de 61 años, 5 meses y 10 días, el 06 de julio de 1647)

                        Había corrido voz por la villa de que el Siervo de Dios estaba en la agonía de la muerte, con que todos su moradores vinieron a la puerta de la casa de Doña Ana de la Torre (San Clemente); y como la gente de ella dijo que ya había espirado, fueron grandes los sentimientos que hizo aquel piadoso pueblo, como si a cada uno de él se le hubiera muerto su padre.

El Padre Prior, como se lo había profetizado Fray Francisco, se halló notablemente atribulado, porque por una parte el pueblo empezaba a declararse en no querer dejarle llevar por haber muerto en San Clemente, por otra no tenía disposición pare llevarle, y de cualquier manera que la tomara sentía no dejasen el cadáver indecente con acabar de cortarle los vestidos, porque las guardas no sirvieron de embarazarlo, sino de mudar las personas que lo hacían; con que a la mañana del día siguiente se valió de un señor, Inquisidor de Cuenca, que estaba en la villa, para que le diese su coche e interpusiese a todos su autoridad hasta que el Siervo de Dios fuese llevado a su convento, en donde Nuestro Señor parece que no fue servido que muriese, por las obras maravillosas que resultaron de haber muerto fuera de él, y porque donde empezó su viaje para la Jerusalén de la tierra le empezase para la del Cielo.

Entretanto D. Juan de la Torre y Alarcón, Comisario del Santo Oficio, hermano de la dicha Doña Ana de la Torre, que se halló a todo en aquella casa, dijo a un sobrino suyo: -Rigurosa cosa es que teniendo aquí el cuerpo de Fray Francisco nos quedemos sin alguna Reliquia suya, habiendo sido esta casa su hospicio tantos años y habiendo muerto en ella; con que el tío y el sobrino le cortaron un dedo del pie, y al cortarle corrió sangre, como si aquella diligencia se hubiera hecho estando vivo, y le dividieron entre los dos por Reliquias muy preciosas que hoy se conservan en aquella familia con estimación y reverencia.

El Sr. Inquisidor dio el coche y asistió a todo, con que el Padre Prior se llevó su Religioso con muchas contradicciones y protestas de la villa.

Desde que salió de ella se fue todo aquel pueblo acompañando el coche, y muchas personas de él con luces, y le siguieron más de un cuarto de legua, y para estorbarles el que no fuesen hasta la Alberca fue menester repartirles en pedazos muy pequeños los hábitos del Santo Varón, y de esta suerte se volvieron a sus casas.

Entraron en la Alberca, donde ya se sabía su muerte, y todos los vecinos de aquella villa le estaban esperando aún con mayores afectos de dolor, porque había vivido entre ellos. Fue menester ponerle hábitos para hacerle el Oficio de Difuntos; y después de él fue menester que asistieran Religiosos a cerrar luego la caja, para que no se los cortasen, y no bastó esta diligencia, porque le cortaron mucha parte de ellos.

Ya el convento tenía prevenido un nicho debajo de las Reliquias que le dio el Pontífice Urbano VIII en Roma. Allí depositaron aquellos enternecidos Religiosos el dichoso cuerpo, y tabicaron el nicho, hasta tanto que Nuestro Señor sea servido que por autoridad eclesiástica sea colocado y reverenciado en público.

4) Relato cuarto (De las maravillas con que Nuestro Señor eclaró la Santidad de su Siervo después de muerto.

                                                    Después de haber hecho el depósito del cuerpo del Venerable Fray Francisco de la Cruz, divulgóse por toda la Mancha su dichosa muerte, y por toda ella fue el sentimiento general, por el amor que le tenían y por los beneficios que de la Divina Bondad habían recibido por su intercesión, echando de menos los consejos saludables y cristianas amonestaciones que hacía en todos géneros de estados, para que cada uno cumpliese con la obligación del suyo; y en fin, al medianero de todas sus diferencias, sin hallar en su pérdida otro consuelo más que el de ir aquellos numerosos pueblos a visitar su sepulcro y ponerle por intercesor con Dios en sus votos y necesidades, para que el que les había amparado vivo no les olvidase glorioso, como fiaban que lo era en la Divina misericordia.

Trató aquel santo convento de Santa Ana de la Alberca de hacer las Honras tan debidas a su difunto hijo, porque toda aquella tierra, que tenía tanta noticia de sus virtudes, la tuviera también de las maravillas con que Dios había honrado a su amigo. Señalóse día para ellas, y habiendo llegado, se despoblaron todos aquellos lugares convecinos a la Alberca para su asistencia.

Fue grande el concurso y mayor la aclamación que tuvieron sus esclarecidas virtudes, porque salieron a la luz del mundo sus secretas mortificaciones y penitencias, sus recatados ayunos y vigilias, y los milagros evidentes que con él y por él había obrado la poderosa mano del Señor. Fue tan grande el aplauso que hizo, acabado el sermón, aquel lastimado concurso, que parece llegaban al Cielo sus fervorosas aclamaciones. 

También se le hicieron en Madrid Honras, asistiendo a ella lo más noble y privilegiado de la Corte.

Su sepulcro ha sido frecuentado por diversas personas, con varios géneros de enfermedades, y han experimentado que a su invocación ha concedido sanidad Nuestro Señor por los méritos de su Siervo, y no sólo ha querido concederla a los que le visitan, sino a los que de cualquier modo interponen su favor, como sucedió en el convento del Carmen de Madrid con Fray Diego de la Fuente, que estando enfermo invocó su auxilio y luego se halló libre de la calentura que le afligía, sin que el volviese a repetir.

Lo mismo sucedió con Fray Luis Muñoz, su amigo y compañero: estando enfermo con calenturas continuas y vehementes dolores de cabeza, se aplicó a ella una de las cartas que tenía suyas, diciendo que si le alcanzaba la salud de Nuestro Señor le ofrecía hacer un cuadro de los Misterios de nuestra Santa Fe Católica y colocarle en el convento del Carmen de la villa de Valdemoro, donde no le había, y luego se halló libre de la calentura y del molesto accidente de la cabeza, y para cumplir su ofrecimiento acudió en casa de María Díaz y de Alvaro López, su yerno, y por el cuadro que ellos tenían de los Misterios de la Fe, de que se ha hecho mención, hizo copiar otro y le colocó en la iglesia del convento del Carmen de Valdemoro, donde es reverenciado de los fieles.

Después de metida la caja en que está el cuerpo de Fray Francisco de la Cruz en el nicho que tenía dispuesto la Religión debajo del Relicario, se tabicó, el cual después se dio de yeso en la igualdad que está la iglesia. Después de pocos días que allí fue depositado se apareció en la misma parte la efigie del Siervo de Dios, de la suerte que como estaba en la caja cuando le hicieron el Oficio de Difuntos. Dibujada su figura, tan perfecta, que todos los que le veían y conocían decían que era él mismo, y el dibujo estaba hecho con rasgos, al parecer, formados con algún carbón o lápiz sutilmente, a la semejanza de un dibujo hecho en papel blanco, y estaba tan propio, que si aquellas señales se cubrieron de colores, saliera un retrato muy parecido del difunto.

Asimismo toda la distancia que ocupaba el retrato dibujado estaba cubierta de un género de mancha como de aceite, que en llegando las manos a ella se reconocía algún género de humedad jugosa, de la suerte que en Alcalá de Henares está la piedra en que fueron degollados los Santos Mártires Justo y Pastor; y no habiendo sido esta obra hecha por modo natural, es forzoso que sea por Artífice Soberano; y aunque sus juicios son incomprensibles, lo que puede rastrear nuestra cortedad parece que es haber querido socorrer a los pueblos que frecuentan el sepulcro del Santo Varón, para que, ya que no le gozan vivo, se consuelen viéndole de alguna manera; el cual dicho dibujo, en la misma disposición que se ha referido, duró muchos años, y aun al presente se reconoce, aunque algo en confuso.

En las Vísperas de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo del mismo año que murió, estando los Religiosos en el Coro, y con ellos el Hermano que cuidaba de la Sacristía, empezaron el Oficio, sin advertir en que no estaban encendidas las velas del Altar mayor; y habiéndolo reconocido, enviaron al dicho Hermano para que a toda prisa las fuera a encender, y al mismo tiempo vio toda la Comunidad desde el Coro a un Religioso encendiéndolas, y en la disposición del cuerpo y en no haber otro, conocieron que era Fray Francisco de la Cruz; y después de acabadas las Vísperas, dijo el Hermano con grande admiración: -Que cuando llegó al Altar mayor para encender las velas, las halló todas encendidas, no habiendo fuera del Coro en el convento más personas que él; con que se persuadieron los Religiosos que era verdad lo que les había parecido. El cual suceso, refiriéndole después en San Clemente a Catalina Moreno, beata de nuestro Padre San Francisco, hija de confesión del Padre Fray Juan de Herrera, mujer de señalada virtud, dijo: -No hay que tener duda en que el Religioso que encendió las velas en el Altar mayor para la Víspera de Natividad fue Fray Francisco de la Cruz.

La noche de aquel mismo día, estando los Religiosos en el Coro cantando el Te Deum Laudamus, al punto que acabaron el primer verso se oyó en la iglesia una voz, conociéndose claramente que salía del sepulcro de Fray Francisco, la cual cantó el verso siguiente, y en esta forma fue alternando todo el himno, diciendo el Coro un verso, y luego la voz el que le seguía, hasta que se acabó, quedando todos los Religiosos dando singulares gracias a Dios de las obras maravillosas con que mostraba la gloria que gozaba su santo compañero, y también del favor que a ellos les resultaba, por haberles puesto en igualdad de coros con el que hacía un alma tan favorecida suya para que todos alternasen sus alabanzas.

En otra ocasión, siendo Prior de aquel convento Fray Francisco de Porres Enríquez, se halló muy afligido por estar sin medios algunos para el sustento de aquella familia; y habiéndosele dispuesto comprar unos carneros, los concertó, y no los quiso recibir por no tener con qué pagarlos de presente; entonces se le ofreció al pensamiento que sería bien acudir al sepulcro del Siervo de Dios con esta necesidad, y lo puso en ejecución; y estando delante de él, dijo: -Hermano Fray Francisco, ya ve de la suerte que estamos; yo le mando, en virtud de santa Obediencia, que pida a Dios nos socorra para hacer esta paga. El obediente Hermano (para que se conozca que esta virtud trasciende los Cielos) parece alcanzó de Nuestro Señor lo que se le había mandado, porque al día siguiente el Licenciado Malpartida (Visitador del Priorato de San Juan, a quien el Prior no conocía), le envió un socorro muy considerable con que se remedio aquella necesidad; y después, en todo el tiempo de su Prelacía, siempre estuvo el convento muy abastecido.

En otra ocasión entró en la iglesia de Santa Ana de la Alberca una mujer natural del lugar de las Pedroñeras, que traía a su marido enfermo, y entrando en la dicha iglesia, a tres pasos que dio el enfermo, se sentó, y al mismo punto se oyeron muchos golpes dentro del sepulcro de Fray Francisco de la Cruz; y con la novedad tan grande que causó este suceso acudieron los Religiosos, y al mismo tiempo mucha gente de la villa, y preguntaron a la mujer que enfermedad era la que tenía aquel hombre que venía con ella. A que respondió que era su marido, y que tenía malos espíritus que le atormentaban; y como los golpes se repitiesen dentro del sepulcro apresuradamente, por reconocer si aquel hombre era la causa de tan rara maravilla le sacaron de la iglesia, y al mismo punto cesaron los golpes. 

Tiene complemento la proposición referida en un caso que le adornan muchas maravillas, con que Nuestro Señor fue servido de mostrar los grandes y extraordinarios privilegios, que concedió a su Siervo en vida y en muerte, y fue: que D. Antonio de la Mora, Caballero de la Orden de Alcántara, y Doña Isabel de Silva y Girón, su mujer, hija del Conde de Cifuentes, teniendo un esclavo moro, llamado Hamete, que les había presentado el Duque de Medina Sidonia, viviendo en Madrid, en la calle de Preciados, Parroquia de San Martín, fueron a su casa el Padre Fray Miguel de Nestares y el Hermano Fray Francisco de la Cruz, el cual tomó a su cargo el persuadir al moro que fuese cristiano, y para este efecto le buscaba algunas veces; y aunque Hamete siempre le respondía: -No querer Dios que yo sea cristiano- se aficionó a Fray Francisco, e iba a verle al convento; y el Santo varón, hablando con la dicha Doña Isabel y con Doña Magdalena de Silva y Girón, su hermana, la dijo: -No hay que dudar que Hamete ha de ser cristiano. –Llegó el caso de irse nuestro Hermano a la Alberca el año de 1647, y por primero del mes de julio de dicho año, en que el Siervo Dios cayó malo en San Clemente, de la enfermedad que murió, también el moro enfermó en Madrid de un terrible tabardillo, y a siete días de enfermo, estando sin esperanza de vida, entró a verle una mañana Catalina de Aranda, criada antigua de aquella casa, juzgando, por lo que había dicho el médico, que no tenía remedio la enfermedad del moro, el cual la dijo: que ya estaba sano, y que le dijese a su señora Doña Isabel que luego quería ser cristiano, porque aquella misma noche se la había aparecido Fray Francisco de la Cruz, aquel fraile del Carmen que le decía fuese cristiano, todo cercado de resplandores, y le había dicho que ya había sanado de su enfermedad, y que se bautizase y que se llamase Juan Antonio; y que con esto había desaparecido. Confirmóse la salud del moro con que luego se vistió, y el milagro con que en quince días se hizo capaz de los Misterios de nuestra Santa Fe, en que otros suelen estar seis meses; y así en 22 de dicho mes de julio fue bautizado en la Parroquia de San Martín, siendo sus padrinos el Doctor D. Diego Pacheco, Canónigo de la Santa Iglesia de Orihuela, caballero conocido de la casa de los Señores de Minaya, y la dicha Doña Magdalena de Silva y Girón, y se le puso por nombre Juan Antonio Francisco, en reconocimiento de Fray Francisco, y con estos nombres está escrita en la partida del libro de la Iglesia, al folio 110.

Deponen lo referido, con juramento, el dicho Padre Fray Miguel de Nestares, y la dicha Doña Isabel de Silva y Girón, y la dicha Catalina de Aranda, y Pedro Meléndez, criado que ha servido en la dicha casa veintiséis años, que son los que viven al tiempo que se escribe este libro.

De donde consta que la noche siguiente al día que murió el Siervo de Dios fue cuando se apareció al moro, y que en este suceso juntó Nuestro Señor, para su veneración, el don de Profecía y la gracia de Sanidad con las prerrogativas de que después de muerto fuese instrumento que un alma recibiese la Fe, en premio de que en vida la había pregonado por el mundo, para que se consiguiese la uniformidad y consonancia propuesta de su vida con su muerte.

Francisco Orozco, vecino de la villa de la Alberca, el cual aun vive aún en la misma villa este presente año de 1686, declaró y depuso con juramento ante D. Pablo Fernández Lozano, Teniente de Corregidor, que en una ocasión subió a la torre de las campanas de la Parroquial de aquella misma villa, y descuidándose cayó desde las mismas campanas al suelo, y del golpe quedó inmóvil y sin habla ni sentido, y, al parecer de cuantos le vieron, muerto, por haber sido la caída desde tan alto que, naturalmente hablando, no se podía presumir otra cosa; y en esta conformidad le llevaron a su casa, adonde acudió el Cirujano, y halló que tenía un hueso del brazo fuera de su lugar y, a su parecer, quebrado, por lo cual se le entabló, y ordenó que llamasen al Médico luego, porque le consideraba muy de peligro. Vino el Médico, y luego le desahució, declarando que tenía las tripas quebradas, para lo cual no había remedio humano; de lo cual se siguió estar tres días sin orinar, lo cual visto por su madre, llamó a nuestro Hermano Fray Franciscano, con quien tenía mucha fe y devoción, y le pidió con ansias de su corazón le encomendase a Dios; entonces, poniendo Fray Francisco el espíritu en Su Majestad, aplicó sus manos al enfermo, sobre el cual hizo la señal de la Cruz y dijo que le quitasen las tablillas del brazo; y habiéndoselas quitado, se le tomó con su mano y le volvió el hueso a su lugar, quedando como de antes y sin dolor ni pesadumbre el enfermo; y luego incontinenti orinó mucha sangre viva, con lo cual quedó tan bueno, que a otro día se levantó de la cama y fue en una procesión hasta Santo Domingo, que dista una legua de la Alberca, y volvió a pie del mismo modo.

Un niño, hijo de D. García de Ubedo y Doña María Delgado, vecinos de la villa de la Alberca, estaba quebrado, y de tal modo, que no bastaron todos los remedios (que con cuidado singular se le aplicaron) para conseguir la salud, que tanto deseaban, por lo cual su madre se hallaba muy afligida y sin saber qué hacer, hasta que se le ofreció ir al convento de Nuestra Señora del Carmen con su hijo y pedir a Fray Francisco le santiguase, como lo ejecutó con efecto (que este era el último recurso en todas las ocasiones de enfermedades o aflicciones en todos los vecinos de aquella villa y de toda la tierra, por el crédito que tenía de Santo generalmente). Llegó, pues, la dicha Doña María con su niño (y con verdadera fe, sin duda) a nuestro Hermano, lo cual le aprovechó, pues poniéndole en las gradas del Altar mayor de la iglesia de aquel convento, para que le santiguase, como pedía, fue a alzarle las falditas, y entonces dijo Fray Francisco: -Déjelo, no le alce las faldas, que la gracia de Dios a todas partes alcanza. Y haciéndole la señal de la cruz por encima de los vestidos, quedó sano de improviso perfectamente, por lo cual dio gracias a Dios, teniendo siempre presente el beneficio para el agradecimiento; y así lo depone, bajo juramento, ante el dicho Teniente de Corregidor y Gregorio Gabaldón Palacios, Escribano de dicha villa.

Es caso digno de admiración el que está sucediendo en la continuación de la sombra en que se representa el cuerpo del Siervo de Dios, según se dijo en el cap. XVII del Libro III, y es que, habiéndose derribado y renovado la pared en que apareció dicha sombra el año pasado de ochenta y tres, ha vuelto a salir en la pared nueva del mismo modo; y para que conste de la verdad con más expresión y claridad, ha parecido poner aquí el testimonio que remitió el Padre Prior que al presente lo es de aquel convento, a la letra, como en él se contiene:

Yo, Gregorio Gabaldón Palacios, Escribano por el Rey nuestro Señor, público del número y Ayuntamiento de esta Villa de la Alberca, doy fe y testimonio de verdad a los señores que la vieren, como a pedimento del R. P. Fray Agustín de Pinto, Prior del convento de Carmelitas de dicha Villa, y mandamiento del Sr. D. Pablo Fernández Lozano, Teniente de Corregidor de esta Villa por Su Majestad, estando en la iglesia de dicho convento en presencia de su merced y del Licenciado D. Juan Zapata, Cura propio de la Parroquial de esta Villa, y D. Pedro Bueno, y Diego Manuel, Presbíteros de esta Villa, y Pedro Esteban de Tribaldos, Juan Esteban de Tribaldos, Regidores, y Francisco Esteban, Alguacil Mayor, con asistencia de la Comunidad se quitó un frontal de un Altar que está en dicha iglesia, a la mano derecha, como se entra en ella, que es en el que están las Reliquias que trajo el V. P.Fray Francisco de la Cruz, y debajo de su cuerpo del mismo Padre, y se vio y está viendo una señal a forma de la sombra de un hombre, reconociéndose la forma corporal con un quiebra que empieza desde donde parece estar la cabeza, la cual llega hasta los pies, y la mancha o sombra es, al tacto, como de aceite, la cual se reconoce y se distingue de lo demás del Altar; la cual forma estaba y se reconocía y la vi yo, el infraescrito Escribano, y otros muchos antes de la renovación del Altar, que fue por el año pasado de ochenta y tres, y después de dicha renovación se vio y reconoció al segundo día en la misma forma que antes estaba y de presente está; de lo cual hubo admiración , y dichos señores que aquí asistieron y firmaron dijeron, de común parecer, ser cierto lo contenido en este testimonio, y que lo vieron diversas veces antes de la renovación, y después y de presente. De todo lo cual dicho doy fe. Fecho en la Villa de la Alberca a veinte y nueve días del mes de Marzo de mil seiscientos ochenta y seis años, y lo signé, etc.

 

D. Pablo Fernández Lozano. Lic. D. Juan Zapata..

Diego Manuel de Peñaranda. Fray Agustín de Pinto.

Martín de Campos Jurado. Lic. D. Pedro de Buedo.

Francisco Esteban Tribaldos. Pedro Esteban Tribaldos.

Juan Esteban de Tribaldos.

 

Doy Fe que todos los Señores Capitulares, Sacerdotes y Religiosos que constan en este por sus firmas, se hallaron presentes, a los cuales doy fe conozco, y en fe de ello lo signé.

En Testimonio de verdad,

Gregorio Gabaldón Palacios.

 

Con este mismo testimonio llegó a mi poder una información, fecha en dicha villa de la Alberca, a petición del mismo R. P. Prior, ante el dicho Teniente de Corregidor, en que deponen nueve testigos de vista en esta conformidad.

El día 3 de mayo del año pasado de 1683 sucedió que Isabel, niña de tres años, hija de Francisco Martínez Orozco y María Jurado, estando en su casa con su madre, la dijo que la acostase, que se sentía mala, lo cual hizo, con efecto, como la niña lo pedía; pasó muy mala noche, tanto que puso en cuidado a su madre, que ya fatigada de asistirla se había retirado a descansar hasta las ocho de la mañana del día siguiente, en que entrando a verla con su cuidado, la halló a su parecer muerta y con todas las señales de estarlo en la verdad, y llevada de la pasión natural de madre la tomó en los brazos, y salió llorando a la puerta de su casa y diciendo a voces que se le había muerto su hija; acudió a las voces una vecina, llamada también María Jurado, la cual se la quitó de los brazos, acompañándola con el mismo sentimiento y lágrimas; y deliberando entre las dos qué hacer, acordaron de común consentimiento encomendarla a la Santa Cruz de nuestro Venerable Hermano, lo cual hicieron con toda la devoción y confianza, y llevándose dicha vecina la niña a su casa, de allí a breve rato salió otra vez y entró en la de su madre diciendo a voces: -¡María, María, la niña ha abierto los ojos! Acudió a ver a su hija, y de allí a poco habló, diciendo: -Madre, deme un poco de agua, que tengo sangre en la boca. Divulgóse muy en breve el suceso; acudieron muchas personas, y estando todos admirados y atentos a la niña, la oyeron prorrumpir estas palabras: -¿Quieren todos ir conmigo a hacer que se diga una Misa a la Santa Cruz? Tomó después el agua, y levantándose luego de la cama en que la habían puesto, empezó a jugar, andando por la casa, como si no hubiese sucedido por ella accidente alguno; y llegando a una pieza, alzó los ojos, diciendo: -Madre, alcánceme este Santo. Y mirando todos, con su madre, a la parte donde señalaba, no vieron cosa alguna; pero ella instaba, dando voces, que se le alcanzasen, especialmente a un hombre de los que estaban presentes, diciendo: -Alonso, alcánzame esta Cruz que tiene este Santo; el cual la tomó en brazos, y levantándola hacia donde señalaba, la decía la tomase ella, porque él no veía tal Cruz, ni tal Santo; mas estando en esta porfía, dijo la niña: ¡Ay, que se va la Cruz, tómemela! Con esto se sosegó; y al día siguiente la llevó su madre, con otra amiga suya, al convento de Nuestra Señora del Carmen, donde se venera dicha Santa Cruz del Venerable Hermano, y apenas la alcanzó a ver cuando, señalando, repetía: -Aquella es la Cruz que estuvo en mi casa con el Santo; y enseñándola otra las que iban con la niña, la decían: -Ésta es, que no es aquélla que tú dices. A que respondió con estas formales palabras: -Es mentira, que no es ésta, sino aquélla, la que estuvo en mi casa, que yo la conozco.

De allí a algunos días padeció unas calenturas ardientes, y afligidos sus padres, temían perder su hija; lo cual, advirtiéndolo la niña, les dijo: -No se aflijan, que la Santa Cruz me sanará. Lo cual sucedió luego muy en breve, sin haber padecido otro accidente hasta este día en que deponen esta maravilla.

Otras muchas han sucedido, y suceden cada día, que para referirlas sería necesario hacer Tratado aparte, como creo sucederá siendo Dios servido.

LAUS DEO

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