LIBRO TERCERO

C A P Í T U L O   P R I M E R O

En que Fray Francisco de la Cruz empieza su viaje, y de la tempestad que padeció y de las maravillas que Nuestro Señor obró con su Siervo por medio de la Santa Cruz.

Embarcado Fray Francisco de la Cruz en compañía del indio Rabino, tomaron la vuelta de Damiata, gozando en esa navegación de tiempo apacible, poniendo todo su cuidado nuestro Peregrino en la veneración de la Santa Cruz que traía en su compañía; con cuya ocasión, y con la de verle gastar lo más del día y de la noche en oración, en los ratos que le advertía desocupado de ella, el indio le movía pláticas de nuestra Santa Fe, diciéndole que desde el lance que le sucedió en Jerusalén, en la piedra de San Esteban, tenía vehementes impulsos interiores que parece le obligaban a abrazarla, pero que mientras su entendimiento no se persuadiese, sería liviandad reprensible desamparar la religión de sus padres; con lo cual, haciendo diferentes preguntas el Rabino y respondiendo nuestro Hermano en la forma que el Señor le alumbraba, llegaron a Damiata, y después que los pasajeros se previnieron de algunas cosas para su viaje, le prosiguieron por tierra para el Cairo; y con el motivo de la amenidad de aquella fertilísima provincia, todo lo que veía Fray Francisco lo espiritualizaba, con grande admiración de su compañero, tanto, que un día le dijo que era bien empleado el tiempo que había gastado en sus estudios y era dichosa la Religión que tal sujeto había criado, pues tan propiamente hablaba en materias de tanta importancia como son conocer y engrandecer al Criador por sus obras; hallando en ellas tales sentimientos, que con profesar él humanas y divinas letras nunca los había encontrado; de donde llegaba a conocer que, pues esta ciencia no la hallaba en los libros y la ruda naturaleza no daba de sí tanta perfección, era sólo Dios quien la comunicada, pues sólo en Él o por Él se podían adquirir fondos tan inaccesibles y bienes tan soberanos.

Fray Francisco, viéndose tratar con aparatos de estudiante y de docto, le desengañó diciendo como era un hombre rústico, que habiendo tenido vida secular muy trabajosa, Nuestro Señor le hizo la misericordia de que viniese a la Religión, y en ella era un pobre Lego que cuidaba de pedir limosnas para su convento y de beneficiar la hacienda del campo.

Maravillado el indio de ver tan extraordinario hombre, convirtió la admiración en confusión, pareciéndole que en Fray Francisco todo era sobrenatural, pues ofendido perdonaba injurias, se sustentaba sin medios humanos con tan corto alimento como pan y agua, tenía fuerzas para tan larga peregrinación, no le faltaba la salud a vista de tantas descomodidades y de traer una cruz pesada sobre sus hombros, sin haber estudiado asentaba proposiciones seguras con fundamentos ciertos, en las cosas espirituales y trato con Dios tenía admirable eficacia en el decir, y con retórica casi celestial persuadía y ataba el entendimiento; y de todas estas consideraciones juntas infería que era Dios quien obraba en él, y que favores tan sin medida no los hacía a quien no tenía en su gracia; y así, que Fray Francisco estaba en amistad con Dios, lo cual no pudiera ser si la ley que profesaba no fuera cierta.

Ya parece que a las obscuridades de su entendimiento las entraba alguna luz; pero era tanta la contradicción de la naturaleza, la fuerza de la sangre y de la costumbre, que no acababa de persuadirle, y si estaba persuadido no acertaba a rendir estos inconvenientes y romper tales impedimentos; que esta razón de la naturaleza, aun sin razón, obliga, y esta ley de la costumbre, aun sin razones, sujeta.

Llegaron al Cairo, y a pocos días volvieron a proseguir su viaje, pasando a Alejandría de Egipto, donde se embarcaron para Italia por el Mediterráneo.

El navío en que venían era veneciano, hermoso y fuerte, y con tiempo sereno navegaron a vista de Gandía, de Mondón y de Corfú.

El navío caminaba con viento próspero, aplaudiendo el aire los clarines, tendida la bandera a popa, adornados los pañoles de las entenas con flámulas y gallardetes, cuando a un mismo tiempo dos pilotos dijeron: ¡Tormenta!- Apenas lo hubieron pronunciado cuando luego los marineros aferraron las velas, calaron masteleros, el mar empezó a irse inquietando, el viento a irse embraveciendo, el cielo a ir negando sus luces, y todos a entrar en confusión y miedo, viendo por instantes enfurecerse más el mar, cubrirse más el sol y encresparse más las olas; como el riesgo era común, todos trabajaban; y como la turbación también lo era, muchos, por adelantar la prevención, la embarazaban; sólo nuestro Fray Francisco no lo pudo errar, porque luego se acogió a la oración, abrazándose a su Cruz.

Creció el temporal, las nubes con relámpagos repetidos alumbraban, quitando la vista, y con truenos espantosos confundían, para tomar acuerdo: oficios piadosos y que lograran nuestra atención y enmienda, si no quedara a disposición de lo humano lo divino.

El viento, por instantes mas reforzado, se llevó las velas menores de los masteleros, rompió el árbol mayor, desarboló trinquete, bauprés y mesana; un golpe furioso de mar arrebató el timón, alcázar y castillo; y desencajando todo lo sobrepuesto, dejó el buque sin ninguna de las obras muertas; con que (dándose todos por zozobrados), desamparando los medios humanos, se valieron de los divinos (que nunca llegan tarde), pidiendo a Dios misericordia. Entonces nuestro Peregrino, arbolando su Cruz, con que hasta aquel tiempo había estado abrazado en fervorosa oración, les dijo: - Este es el leño que salva; en él se causó nuestra salud eterna, y por él hemos de conseguir hoy la temporal. Y atándola fuertemente en el pedazo que había quedado del árbol mayor, para que la furia de los vientos no la moviesen y para que, vista en descubierto, la respetasen, prosiguió: -Sola Tú, Sacratísima Cruz, fuiste digna de llevar la víctima del mundo, y en su naufragio prepararle el puerto; el mismo valor tienes hoy: intercede para que nos veamos por ti libres, y para que nuestros clamores, unidos con tu intercesión, penetren las puertas del Cielo, que se nos muestran de bronce y de diamante. Entonces, postrados todos de rodillas, a imitación del Siervo de Dios, delante del Sagrado Madero, y el judío Rabino entre ellos, con repetidas y altas voces decían: -¡Señor, misericordia, sálvanos por tu Cruz!

Con intercesión tan poderosa, ¿qué gracias no se habían de franquear? Con tal medianero, ¿qué mercedes no se habían de conceder? Afectos nacidos de corazones humildes y atribulados, ¿qué no habían de conseguir?

Hecha esta devota y cristiana sumisión, luego el aire empezó a minorar su fuerza, las ondas (como consecuencia suya) empezaron a desembravecerse, las nubes a ausentarse, el día a reconocerse y el sol a comunicar sus castos resplandores, y los pilotos, con la tranquilidad no esperada, reconocieron el puerto imperial de Trieste, en el golfo veneciano, llamado antiguamente Treviso, en la marca Trivesiana y el más inmediato a Venecia, donde trayendo el navío a la Santa Cruz por árboles, banderas, velas y timón, el propio mar hizo que tomasen el puerto milagrosamente.

 

CAPÍTULO II

De lo que le sucedió a Fray Francisco de la Cruz hasta volver a Roma, y en ella.

Desembarcaron en Trieste, con gran admiración de la gente de la tierra, viendo de la suerte que aquel navío había llegado al puerto; y Fray Francisco, con los pasajeros que habían venido embarcados con él, llevando su Cruz procesionalmente, fueron a dar gracias a la iglesia mayor, mostrando todos el debido reconocimiento de milagro tan patente, y más que todos el judío Rabino, que publicaba las obras maravillosas de Dios, llamándose cristiano y reconociendo sus juicios inaccesibles, pues sin ningunos méritos suyos, antes por caminos tan encontrados y por veredas tan extraordinarias, parece que a pesar suyo le había metido el Cielo en su alma con la dicha de la vocación a su Iglesia, compeliéndole a entrar en ella, sacando aquel Religioso de tan remotas partes con una Cruz a cuestas, permitiendo el suceso de Jerusalén y poniendo en su boca palabras que él, siendo contrario de la Iglesia, no las pudo contradecir, para empezarle a mover; y viendo que a tantos golpes se daba por desentendido y que necesitaba de instrumentos más fuertes, quiso batir su corazón rebelde y obstinado con la artillería de una tempestad y con lo visible de milagro tan raro, y así que él se confesaba por hijo de la Iglesia Católica y trofeo de la Santa Cruz, atribuyendo a las oraciones y diligencias de aquel Religioso Carmelita, verdaderamente varón de Dios, su felicidad y conversión, pidiendo a voces las saludables aguas del Bautismo.

Llegaron a la iglesia, y después de haber hecho oración se despidieron los pasajeros, llevando el Rabino consigo a Fray Francisco a una posada para que le perfeccionase en la noticia de los principales Misterios de nuestra Sagrada Religión Católica Romana, lo cual se consiguió brevemente, porque al Rabino le faltaba la voluntad y no el conocimiento, y cualquier instante que se dilataba su entrada en la Iglesia le parecían muchos años. En fin, llegó el dichoso día en que recibió la Fe, siendo su padrino nuestro Hermano, tomando su mismo nombre de Francisco de la Cruz, en reverencia de la Santa Cruz y en obsequio de su bienhechor, con tanto aplauso de aquella ciudad imperial, que movida de la novedad del caso, y habiéndose divulgado en ella las divinas misericordias sucedidas en la tormenta, concurrió tanto número de gente y con tanto empeño y fervor, que se celebró aquella función con general solemnidad y con gozos tan indecibles del Siervo de Dios, que por sólo haber visto este día con tan fervorosas aclamaciones de la Santa Cruz y haber sido el algún instrumento para la conversión de un alma, daba por dichosos sus trabajos.

Concluida la celebridad, pareció a entrambos Franciscos de la Cruz que era muy del servicio de Nuestro Señor que el nuevo cristiano pasase a Liorna, donde tenía muchos deudos; con que se despidieron, tomando el Rabino aquel viaje y Fray Francisco tomó el suyo por aquel mar Adriático, y a los siete días de navegación arribó a un puerto que, según el mismo Fray Francisco escribió, está junto a Finisterre (estas son sus palabras expresas); parece que fue cerca de un pueblo de la Pulla, que se llama Tricata o Trecata, desde donde tomó el camino para la ciudad de Leche, que es cabeza de aquel partido y el asiento del Gobernador de ella, adonde llegó hacia los fines de noviembre de 44, de que se hace evidencia por la fecha de una carta suya escrita a Roma allí mismo en 29 de dicho mes y año; llegó, pues, a aquella ciudad acompañado de una numerosa multitud que había salido a recibirle llevada de la fama milagrosa de nuestro Hermano.

Entró en su convento del Carmen, en donde perseveró cuatro días; y en este tiempo era el concurso tan fervoroso, que siempre estaba la iglesia llena de gente, aun lo interior de todo el convento, deseando cada uno gozar de su presencia y besarle el Hábito, como si fuera algún Apóstol o algún Ángel de Dios; pero principalmente se reconoció la devoción de aquella piadosa ciudad (bastaba ser de nuestro católico Monarca) en una tarde que fue expuesta la Santa Cruz a la veneración pública, pues fue de modo que afirmaron los Religiosos de aquel santo convento que apenas hubo persona alguna en toda la ciudad que no concurriese a adorar la Santa Cruz y a besar el Hábito del Venerable Hermano, que en semejantes créditos le ponía el Señor con las maravillas que obraba por su Siervo; una de las que allí se vieron fue que a la sazón de su venida estaba enfermo el P. Fray Simón de Bomo, Religioso de aquel convento, de unas llagas que padecía en las piernas muchos meses había, las cuales le afligían sobremanera por los dolores intolerables que le causaban, y lo peor era que se hallaba sin esperanzas de remedio; pero quiso Dios que se puso en una fe singularísima de que había de sanar por medio de las oraciones del Venerable Hermano, con lo cual se encomendaba a él únicamente y le rogaba con instancias le diese salud; y aunque Fray Francisco le respondía con sequedad que él no podía dársela, volvía a instar; hasta que, movido de sus ruegos y de la fe viva que reconocía en él, se llegó al enfermo y empezó a corregirle fraternalmente con mucho fervor y humildad, aconsejándole que fuese buen Religioso y atendiese como debía al servicio de Dios; y habiendo dicho esto, hizo la señal de la Cruz sobre la pierna llagada, y al mismo punto se halló el enfermo sano y libre de todo su mal; pero ¿qué no puede con esta señal poderosa de la Cruz quien la tiene en su corazón tanto como nuestro Hermano? que es, sin duda, árbol milagroso; pero mal podrá gozar de sus frutos quien no se abraza con ella.

Otro día de aquellos cuatro bajó el Siervo de Dios a la iglesia para comulgar como lo tenía de costumbre (esto según Obediencia, que no está lo grande en comulgar por costumbre, sino en tener costumbre de obedecer comulgando; por lo cual, aunque cuando comulgaba era con singular gozo de su alma, el mismo tenía en obedecer cuando la misma Obediencia se lo estorbaba; porque como tan espiritual, sabía muy bien que quien comulga sólo por agradar a Dios, con la misma prontitud deja de comulgar, por agradar al mismo, en obedecer a quien le toca mandar); y estando disponiéndose, como era razón, para llegar a la Mesa de aquel Cordero inmaculado de Dios, se llegó a él un Religioso, advirtiéndole que su celda estaba abierta, y así que fuese a cerrarla; a que respondió Fray Francisco que no podía ser, porque él mismo la había cerrado con llave, la cual tenía allí consigo. Replicó el Religioso, diciendo: -Yo mismo, por mis ojos, la he visto abierta. Pero Fray Francisco, con mucho sosiego, le dijo: -Nuestro enemigo quiere siempre interrumpir nuestra devoción, pero ahora no le ha de suceder como él quiere; con todo ello el Religioso partió de allí derechamente, con ánimo de cerrar la celda del mejor modo que pudiese, hasta que volviese a ella Fray Francisco; pero al llegar a la puerta la halló cerrada, y como había visto claramente lo contrario, llegó a probarlo con las manos; pero reconoció que estaba echada la llave, como había dicho nuestro Hermano, de lo cual quedó admirado. Este caso, más tiene de doctrina que de milagro, en la cual debiéramos estar todos los que nos llegamos a aquel Soberano Sacramento, y es dejar todos los cuidados del todo y trabajar en desocupar el corazón y dilatar los espacios de la caridad para que pueda caber en él Señor tan grande; pero ¡qué heroicamente practicó esta enseñanza el Siervo de Dios en esta ocasión!; pues aunque en la celda no tuviera otra cosa que guardar, ni a que atender, que su Cruz, ésta era todos sus tesoros, y por consiguiente en ella tenía todo su corazón, y ni este cuidado quiso admitir en la ocasión de estarse disponiendo para comulgar.

Salió de Leche, dirigiendo su viaje para Nápoles; pero ¿qué movimientos no causó la devoción de Fray Francisco en todas las personas de aquella ciudad, pues quedando aquel día desierta se poblaron sus campiñas, siendo el ánimo de todos no despedirle, sino seguirle con los afectos del alma? Así se despidió, tomando el camino por Misana, San Vitto y Ostuno, obrando siempre maravillas y edificando con su predicación continua; que, como ésta era Penitencia y ponía en sí mismo un ejemplo tan poderoso, movía más con una palabra que cuantos pueden predicar con elocuencias humanas.

Desde Roma pasó a Nápoles, y asistió en el convento de la Santa Madona del Carmen, que es el mayor que tiene aquella ciudad de su Orden; hay en él una joya muy preciosa, que es un pedazo grande de Lignum Crucis, que en aquella ocasión le estaban engarzando en plata, el P. Prior (como en premio de su resolución cristiana) le dio dos astillitas muy delgadas, las cuales de limosna se las engastaron en planta, con una reliquia de San Jerónimo que le dieron en aquella ciudad de Nápoles y están colocadas con su Cruz en el convento de la Alberca. Fue tanto el consuelo que recibió con aquella preciosísima joya, que le pareció se le habían doblado las fuerzas y alientos para proseguir su demanda, y la guardó de suerte que no la volvió a ver hasta Castilla.

En aquel tiempo que se hallaba en Nápoles, se llegó a él el P. M. Fray Atanasio Acitelli, y celoso de la conservación y aumento de aquel gran convento, donde se venera la antiquísima y milagrosa Imagen que comúnmente se llama la Madona del Carmen (devoción universal de aquella insigne ciudad), le rogó encomendase a Dios en sus oraciones dicho convento; y aunque se excusaba con su humildad, al fin, instado, se venció de la misma piedad de la causa: hizo, pues, oración con la devoción y espíritu que solía, y se le ofreció en visión una multitud de hombres armados que estaban en el mismo convento, y que derramando mucha sangre quitaban la vida a algunos: luego vio el convento lleno de soldados y armas, lo cual le puso en gran cuidado a Fray Francisco y llenó su corazón de amargura y dolor: después de dos ó tres días le refirió la visión al dicho Maestro Acitelli, el cual lo tuvo más por imaginación que por visión verdadera; pero el suceso le dio a entender lo contrario, pues a muy pocos años se cumplió a la letra en la gran rebelión de Nápoles contra el Gobierno de nuestro católico Monarca, cuyos soldados se apoderaron del convento, por ser uno de los principales fuertes de aquella ciudad donde se experimentaron los casos tristes de la guerra, mucho derramamiento de sangre y muertes violentas, hasta que al fin quiso Dios que se apaciguase aquel incendio a favor de nuestro Rey Católico; y si para ello condujeron las oraciones de nuestro Venerable Hermano, lo podrá juzgar quien sabe; que no revela Su Majestad sucesos en profecía a sus siervos si no es a fin de moverlos a procurar en su misericordia los buenos éxitos en los casos que permite, por los motivos de su Providencia.

Salió de Nápoles para Roma, donde llegó por mayo de 45; y habiéndose divulgado el día de su venida, se llenaron los campos de aquella ciudad de cortesanos y pueblo; pero habiéndolo reconocido Fray Francisco, se volvió a retirar huyendo su propia estimación, y después de anochecido entró en Roma y en su convento de Transpontina, donde fue recibido con singular gozo de los Religiosos, principalmente de algunos provincianos suyos que asistían en aquella Corte.

Desde que entró en su convento empezó a distribuir las horas de la misma suerte que cuando vivía en el de la Alberca, y el descanso que tomó de tan larga jornada para proseguir otra no menor fue ayudar a todos en sus ocupaciones, principalmente a los Hermanos de vida activa: él suplía por todos y se hallaba en todo lo que era de molestia y trabajo, sin que por ello faltase a su continuo ayuno de pan y agua, ni a las aflicciones continuas de su cuerpo con extraordinarios modos de penitencias, ni a quedarse las noches enteras en la iglesia en oración, ni a dar tan limitado reparo a los sentidos, que no se sabía cuándo dormía o cuándo descansaba.

La Santidad de Inocencio X, que siendo Cardenal le había favorecido y reconocía el mucho aprecio que había hecho de Fray Francisco su glorioso antecesor, mandó que le fuese a ver; el cual favor fue para el Siervo de Dios de mucha estimación y de mucha confusión; porque como era verdadero humilde, no quería gozar de tan singulares honras, sino ser el desprecio y abatimiento de todos; pero obedeciendo, fue a besarle el pie, y Su Santidad gustó que le refiriese su peregrinación y el estado que tenía la Cristiandad de los Santos Lugares transmarinos, y él lo hizo con mucha brevedad, respeto y puntualidad; de suerte que le causó agrado al Pontífice, y por mostrarle el concepto que tenía de su persona le dijo que quería hacerle gracia de darle dos cuerpos de santos enteros para que se colocasen juntamente con la Santa Cruz; Fray Francisco estimó con los rendimientos debidos merced tan singular, y le propuso que no tenía modo para llevarlos a su Provincia con la decencia necesaria respecto de ser su viaje a pie; pero que le suplicaba fuese servido que conmutase aquella gracia en concederle un jubileo en el día de la Santísima Trinidad para el Altar de Nuestra Señora de la Fe, y otro en el altar de Nuestra Señora del Socorro en el día en que se celebra su fiesta, entrambos para el convento de Santa Ana de la Alberca, y en que se bendijera solemnemente la Santa Cruz con su autoridad pontificia. Todo lo cual concedió Su Santidad; y los Breves, con la licencia de su ejecución, dada por D. Diego de Riaño y Gamboa, Comisario General de la Cruzada, de 9 de abril de 1647, están en el arca de tres llaves de dicho convento. Y en cuanto a la bendición de la Cruz, ofreció dar sus veces; y habiéndole besado el pie, le despidió, con orden de que al otro día le volviese a ver; y así lo hizo, obedeciendo tan superior precepto.

Como estas visitas fueron tan extraordinarias, corrió voz por Roma que nuestro Hermano era bien acepto al Pontífice, y no fue menester más que esto para que luego aquellos cortesanos hiciesen grande estimación de él; con que se empezó a ver muy afligido, pareciéndole justamente que era tentación y que el demonio se valía de este instrumento para descomponerle; y no fue errado el dictamen, porque los cortesanos romanos andan siempre adivinando el aire del Príncipe, y como les sabe bien su engaño, fundan torres de esperanzas en móviles cimientos, y en sus disimuladas afectaciones y exageradas cortesanías tenía bastantes armas el enemigo para introducir una hostilidad sangrienta en pecho menos fortificado; pero el humilde Religioso, viéndose buscado de la Nobleza de aquella Corte, creyendo solamente que sería por curiosidad de tener noticias, y recelándose que el enemigo le movía aquella guerra para embarazarle con ociosidades sus ejercicios, hacía su asistencia de ordinario en las ocupaciones más ínfimas del convento, para que lo desautorizado de su persona hiciese que no le buscasen las de tanto lustre. En una ocasión, a instancias de un gran señor, los Prelados le mandaron llamar, y le hallaron en la caballeriza limpiando las bestias; con lo cual, y con no verle en Palacio, le fueron olvidando y se pasó aquella tempestad.

Su Santidad dio sus veces (como lo había ofrecido) para bendecir la Santa Cruz solemnemente al Ilmo. y Rvmo. Señor D. Fray Jacobo Wemmers, Obispo de Gaeta, Religioso Carmelita de la Antigua Observancia, el cual, en el convento de Transpontina, de su Orden, celebró la bendición de la Santa Cruz, con grande ostentación y aplauso, el segundo día de Pentecostés, a 5 de junio, asistiendo muchos Cardenales, Obispos y Grandes Príncipes; y después de bendita, conforme al ceremonial, se hizo la adoración, llegando, cada uno en su grado, a adorarla, no pudiendo refrenar las lágrimas de alegría de nuestro Siervo de Dios de ver este triunfo de su Santa Cruz, la cual, después de hecha la adoración, se colocó en el altar mayor por nueve días, donde acudió por todos ellos a hacer la adoración innumerable concurso del pueblo romano.

 

CAPÍTULO III

De cómo salió de Roma prosiguiendo su peregrinación a visitar el santo sepulcro del Apóstol Santiago, y de los favores que iba recibiendo del Cielo con el ejercicio de nuevas virtudes.

Celebrada la bendición y adoración de la Santa Cruz y habiendo vuelto a visitar las Sagradas Estaciones y demás sitios venerables de Roma, el día 1º de septiembre de 1645 volvió a salir en campaña este valiente soldado, habiendo vuelto a besar el pie a Su Beatitud con licencia de los Prelados, en la forma de su peregrinación, exhortando a la confesión de la Santa Fe Católica y pregonando oración y penitencia, con sentimiento universal de los ciudadanos romanos, porque fue rara la estimación que se granjeó en aquella Corte (huyendo de ella); que en esta virtud, más propiamente que en las otras, se reconoce la grandeza de la fábrica en lo profundo de los cimientos. Su primer intento fue ir a visitar la Majestad del Santo Cristo de Luca, donde estuvo en 6 de octubre del dicho año, y habiendo conseguido licencia del Cabildo de la Catedral de aquella Santa Iglesia, vio y adoró su devota Imagen, de que recibió testimonio auténtico, su fecha de dicho día.

De hombre tan penitente y tan ilustrado del Cielo, bien se deja entender la profunda humillación y devoción con que estaría delante de aquel Señor Soberano; lo que consiguió en aquella fervorosa oración fueron encendidos deseos de ser algún instrumento para traer almas al conocimiento seguro de la Iglesia, y ansias ardentísimas de dar la vida por su verdad; y desde esta ocasión propuso, en la forma que Nuestro Señor le diese luz, en todos los pueblos por donde pasase, predicar los principales Misterios de la Santa Fe, hasta poner por ella la garganta al cuchillo. Estando con estos afectos tuvo una visión maravillosa, que fue ver un Predicador, sin conocer quién era, que tenía un sol sobre la cabeza, donde se debe entender que al que predica con estos motivos le asiste el Sol Divino.

Desde Luca pasó a Génova a visitar sus Santuarios, y el muy célebre de Nuestra Señora del Carmen, a que parece interiormente era movido. Entró en ella, y sólo con el tránsito que hizo hasta llegar al convento de su Religión se conmovió toda la ciudad, causado mucha edificación; siendo tan grande el concurso de gente que le quería ver, que se atropellaban unos a otros, y estando en una celda se entraban por diferentes partes del convento desde donde se alcanzaba a ver la ventana de ella, para procurar verle. Ésta era la del Padre Maestro Fray Vicente Calahorra, que estaba en aquella ciudad aguardando viaje para España, donde, en la Provincia de Valencia es Calificador del Santo Oficio y la consulta y estimación de aquella ciudad; el cual, sabiendo que se disponía dar a la estampa la vida de este Siervo de Dios, escribió en carta de 26 de mayo de 1665 algunas particularidades que se pasaron con él, dignas de que se haga memorias de ellas.

Una es que no quiso para sí nada de lo satisfactorio de su peregrinación, porque todo lo tenía aplicado al bien y provecho de las almas en la propagación de la Fe.

Otra, que estando el dicho Padre Fray Vicente muy temeroso de embarcarse para España en el navío que tenía prevenido del Capitán Barla, por haber tenido avisos de que unos navíos de Francia iban en su busca, Fray Francisco de la Cruz le dijo que se embarcase, que iría seguro, y que a ocho días de navegación entraría en Alicante, y que sucedió como lo dijo.

Asimismo tiene la dicha carta un capítulo que es muy particular en la vida de nuestro Hermano, y así como se contiene en ella se pone, que es el siguiente:

Otro día, estando los dos solos en la celda, me dijo: Hágame caridad de leerme en la Biblia en lenguaje castellano. Comencé a leer el primer capítulo del Génesis, vertiéndole en Romance, y me iba explicando el Sagrado Texto; y alguna vez reparaba yo interiormente que el sentido que daba a la Sagrada Escritura era áspero. Pasando adelante en la lectura, donde el Texto Santo hablaba más claro en la materia de mi reparo, me decía: ¿No ve vuestra Paternidad cómo es lo que yo digo? En que pareció conocía mi interior. Reparo en que concebí la explicaba como un San Jerónimo o como otro de los antiguos Padres, que cierto quedé maravillado.

Quisieron visitarle muchas personas de autoridad; pero con su humildad se excusó, y sólo admitió la de dos Senadores, porque se lo mandó el Padre Maestro Fray Jacobo Spínola, que a la sazón se hallaba Provincial de aquella Provincia de Lombardía.

Sucedió allí que le mordió un perro tan mal, que fue necesario le curase el cirujano; y ordenando, entre otras cosas, para su curación que se alimentase de comidas más substanciosas que su continuo pan y agua, no fue posible con él, hasta que, sabiéndolo el dicho Padre Provincial, se lo mandó, y entonces obedeció, tomando por gran regalo algunos caldos de carnes, pareciéndole demasiada indulgencia para el cuerpo a quien trataba más de la salud del alma.

Determinó salir de Génova, y ofreciéndole muchos ciudadanos dineros para el camino, no le pudieron vencer para que tomase una moneda; y pareciéndole a alguno que la instancia demasiada vencería su determinación firme, le apretó demasiado, llegando casi por fuerza a ponerle el dinero en las manos; pero pareciéndole al Siervo de Dios vehemente tentación contra su propósito de no tomar dineros ni aun tocarlos, los arrojó de golpe en el suelo; dejando así un ejemplo perpetuo de lo que se deben estimar las riquezas del mundo, y una confusión perpetua en los que viven poseídos de su amor desordenado.

Desde Génova, donde estuvo tres días, pasó a Niza, tardando en el viaje hasta 20 de noviembre, y desde allí, en 30 del dicho, entró en la Provenza; y luego que descubrió tierra de Francia tuvo otra visión admirable y terrible, y fue ver que llovían rayos que la abrasaban; lo cual se verificó en el año siguiente en las guerras civiles, que duraron hasta el año de 52.

Entró en Aix, y al salir de la Estación del Santísimo Sacramento, en la puerta de la iglesia hizo una plática, parte en español y parte en italiano, de los misterios de la Santa Fe Católica y de la obediencia a la Silla de San Pedro, y de la necesidad de hacer penitencia y oración; asistió a ella Luis de Valois, Conde de Ales, Gobernador de la Provenza y General de la Caballería ligera de Francia, Caballero de la Sangre Real, el cual hizo particulares favores a Fray Francisco, ofreciendo labrarle un suntuoso templo a la Santa Cruz, deteniéndole consigo cuatro días y ofreciéndole el dinero que quisiese para guarnecerla de plata, de que el Siervo de Dios mostró los debidos agradecimientos, y aseguró que con las limosnas que le ofrecieron para guarnecer de plata su Cruz se pudieran guarnecer cuarenta cruces como ella.

En estos cuatro días de su detención tuvo particular consuelo de las noticias que le daban de muchas personas que se reducían al gremio de la Iglesia; con que se resolvió a proseguir su exhortación en los lugares principales, conociendo que no bastaba su influencia si Dios quería que por aquel camino se hiciese su causa.

El tiempo que estuvo en Aix fue hospedado en el palacio del dicho Sr. Conde de Ales, y en el mismo había estado a la ida de Roma, porque este señor mostró singularísima devoción con nuestro Hermano, y así hizo grande aprecio de su persona y se encomendó a sus oraciones con mucha fe, pidiéndole rogase a Dios por sí y por todos los de su familia y por las cosas pertenecientes a su Estado, y procuró hacer por Fray Francisco cuanto le fue posible, aunque poco se puede hacer con quien no quiere cosa alguna de este mundo; y así fue que le ofreció una gran cantidad de oro, pero nuestro Hermano sólo quiso tomar sobre sí la obligación de encomendarle a Dios como se lo había pedido, agradeciendo su piedad y caridad singular; y es de observar que nuestro Hermano hubo de reconocer que nacía de corazón recto, y así dio señas de más agradecido que con otros muchos, porque puso por memoria (sin duda para no olvidarse de encomendarles a Dios) los nombres de aquellos señores, como se hallan de su mano entre los demás papeles originales y está en esta forma:

"Monseñor Excelentísimo Luis de Valois, Conde de Ales, Coronel general de la Caballería de Francia, Lugarteniente general, por el Cristianísimo Rey de Francia, en su Real país de Provenza.

Y la Ilustrísima Señora Condesa Lienrieta de Laquiche, su mujer.

Y la Ilustrísima Señora Francisca María de Angulema, hija de los sobredichos Excelentísimos Señores"

Entró en el Languedoc, en que también el Gobernador de ella, Duque de Luy, le recibió con mucha estimación, y con ella le miraban en todos aquellos lugares; y por esta razón excusó, lo más que le fue posible, entrar en los que había sido tratado agradablemente a la ida.

Iba nuestro Peregrino por sus tránsitos previniéndose y alegrándose en la consideración de que, con la novedad de verle predicar la obediencia al Pontífice, sería maltratado en donde a la ida había sido ofendido e injuriado, y se persuadía de que, no desistiendo de esta determinación, tampoco habían de desistir los enemigos de la Iglesia de afligirle, y que entre su constante resolución y la pertinacia de los herejes, era forzoso que esto quebrase por su vida, con que sacrificada por la Fe conseguía la corona a que aspiraba; no por ver el fin dichoso de sus trabajos, ni el principio del premio, ni por toda la felicidad eterna, sino sólo por la honra de la Majestad de Dios, por dar ejemplo al prójimo y por mostrar al Señor que amaba que principalmente lo padecía porque le amaba. Por otra parte, se volvía a Dios y decía: -¡Señor: ya que soy un pobre hombre, ignorante y rudo, que en mí no hay elocuencia, ni fervor, ni sabiduría para traer almas a vuestro conocimiento, os sacrifico la sed que tengo de que ellas vengan a Vos; y ya que no tengo obras que ofreceros, admitid mis afectos!

Con estas consideraciones se iba disponiendo el Siervo de Dios, y en habiendo ocasión proseguía en hacer sus pláticas; y se conoce bien la asistencia divina que tenía, pues no se puede dar número determinado a la muchedumbre de gente que en días de sus tránsitos por la Francia se redujo al gremio de la Iglesia.

Como los milagros que obró Nuestro Señor por nuestro Hermano cuando pasó a Jerusalén los tenían aquellas provincias tan estimados y presentes y ahora le veían conseguido el dificultoso fin de su empresa que la Reina de los Ángeles les prometió en su gloriosa aparición, no les quedó duda de la certeza de ella, porque por medios humanos faltaba todo el dictamen de la naturaleza para poderle conseguir; y como ahora se les volvía a representar con aquella presencia venerable y penitente, con la misma Cruz sobre sus hombros, con los cabellos que le llegaban a la cintura, y con una predicación que enternecía las piedras, fue tanta la moción de todos géneros de estados, que le seguían por los campos de unos pueblos a otros, que a veces eran más de dos mil personas, dando gracias a la Majestad de Nuestro Dios y Señor de que sabe dar tal fortaleza y espíritu a los hombres para conseguir con tan costoso ejemplo una general reformación.

 

CAPÍTULO IV

De cómo prosigue su viaje y llega a Santiago de Galicia y visita el Santo Sepulcro del Apóstol, y le vuelve a proseguir hasta entrar en el convento de Valderas, en que tuvo fin su peregrinación, y del premio grande que Nuestro Señor le concedió por remate de ella.

Desde quince de diciembre del dicho año que entró en el Languedoc, hasta diez y siete de enero del siguiente de cuarenta y seis que salió de Bayona, se detuvo en las pláticas y exhortaciones que iba haciendo; y en todo este tiempo, así las Religiones como las Catedrales estaban llenas de hombres y mujeres que frecuentaban el Santo Sacramento de la Penitencia; y cuando Fray Francisco pedía a Nuestro Señor ansiosamente fuese servido de hacerle instrumento de la conversión de una sola alma, le concedió que lo fuese de innumerables conversiones.

Salió de la Francia e hizo alto, volviéndose a mirar aquella tierra, para cuyo beneficio parece que principalmente Nuestro Señor le sacó de su convento; y acordándose de las mercedes que en ella recibió de la Virgen Santísima, la dijo: -Señora, para volver a entrar en Francia tuve ardientísimos deseos de traer almas a la Iglesia y de padecer por vuestro Hijo y por ella hasta dar la vida; y en lugar de tribulaciones, he tenido los consuelos de ver las maravillas de la Santa Cruz; y pues viene de vuestra mano el tener tal compañía, con vuestra clemencia y su interposición fío que el Señor, que me concedió a los trabajos y a la conversión de las almas y al martirio tantos deseos, es tan fiel y liberal, que mirando a ser quién es, ya que me dio el afecto, ha de querer que logre el mérito.

Prosiguiendo su viaje, entró en Fuenterrabía en 19 de enero del dicho año de 1646, donde parece que tomó el puerto de su patria: en ella fue muy bien recibido de los soldados de aquel presidio y de D. Baltasar de Rada, su Gobernador, haciendo muchas salvas a la Santa Cruz y celebrando el nombre español; y nuestro Peregrino, viendo que le hacían tantas demostraciones de honra y aplauso, se salió luego de Fuenterrabía huyendo su propia estimación, y siguió su camino por Vizcaya y Asturias, padeciendo intolerables fríos y continuas inclemencias del tiempo, por ser en lo más riguroso del invierno y por montañas llenas de nieve tan helada, que apenas tenía donde poner el pie en firme que no resbalase; pero los encendidos volcanes del amor de Dios, que tenía en su pecho se refundían a dar calor y casi vivificar el esqueleto de aquel venerable anciano, tan desfigurado con el dilatado padecer, que de viviente no se advertían más señas en él que el movimiento, para que se reconozcan mejor los trofeos de la Divina gracia, que alienta, adorna, mantiene y perfecciona la naturaleza. Alguna noche le fue forzoso quedarse en el campo, por faltarle día para llegar al pueblo, amparado de alguna quebradura de la tierra, expuesto, no sólo a los rigores del hielo, sino también a las fieras, de que hay tanta abundancia en las montañas de Asturias: caminaba en profunda oración y en continua presencia de Dios, con tales ayudas de costa, que sólo ellas podían hacer tolerable aquel trabajo.

Decíanle en los lugares que adónde iba con tiempo tan riguroso y tantas incomodidades y una Cruz tan pesada a cuestas; que aguardase para ir a Santiago otro mejor; y él respondía: -Más padeció el Santo para darme ejemplo y para llegar adonde está rogando por mí; y así, rendirme a los temporales es desestimar su intercesión, que puede más que ellos. En fin, sobrepujadas todas las dificultades y sin que la salud le hiciese falta, a vista de todas ellas entró en la ciudad de Santiago en 10 de marzo del dicho año, y visitó el Santo Sepulcro, tomando al Santo Apóstol por especial Tutelar para que Nuestro Señor le perdonase sus culpas, estando hasta el día 13 en aquella Santa estación, en cuyo tiempo bien se dejan conocer los amorosos coloquios que tendría con el Santo, las humildes súplicas, los rendidos afectos, las fervorosas instancias, las bien admitidas peticiones, los ardientes deseos de su imitación, los propósitos bien ejecutados y las gracias con larga mano concedidas.

Hechas sus devotas diligencias y habiendo tomado testimonio, su fecha en el dicho día 13, signado del Notario público constituido para estos casos y refrendado de tres Notarios, se volvió a poner en camino en la forma de su peregrinación para Castilla.

Venía por él, en contemplación alta y encendida, fervorizándose cada instante más con las gracias que se le concedían, logrando sus fines a vista de tantos inconvenientes, cuando dentro de su alma oyó una voz que le dijo esta palabra: Unión; y aunque amorosa y regaladamente le sobresaltó, no dejó de imprimir alguna extrañeza en los sentidos; pero volviendo aquella voz a repetirle dentro de su alma diversas veces Unión, se dio por llamado y por entendido de ella; y trayendo a la memoria las lecciones que su Maestro de los grados de la perfección le había practicado, y lo que en los diferentes libros espirituales había leído, y principalmente lo que el Señor le daba a entender, se persuadió que aquella voz Unión, con que parecía que recibía su alma suavidad indecible y tan extraordinario deleite, que la regalaba y acariciaba, era bondad y misericordia de Dios, que con aquella voz le reprendía como dándole en rostro, diciendo: Mira lo que pierdes por no ser el que debes, para alentarle al premio si mejoraba de vida. Por otra parte, se acordaba de las misericordias recibidas del Señor, y no quisiera ponerla alguna duda, por no acusar su liberalidad y caer en ingratitud; pero en estas perplejidades parece tomó el medio de mejor proporción, que es sentir de Dios con la rectitud que se debe, y reconocer el óbice en sí para que no se llegasen a comunicar estas gracia; y de esta última proposición se hacía evidencias hablando consigo por el camino en las consideraciones siguientes:

Yo conozco lo malo que soy, y esto es aun cuando no me llego a conocer, y lo que de mí conozco aun basta para confundirme y aborrecerme; pues si esta palabra Unión significa aquel lazo con que el alma se une con Dios, y éste se previene con la disposición de verdaderas ansias para llegarse a unir, habiendo sido las mías tan imperfectas, ¿cómo pueden aspirar a tanto bien?

Si a esta felicidad se llega con una reformación universal de todas las imperfecciones naturales, y yo cada día soy peor ¿cómo la tengo de conseguir?

Si la unión del alma con Dios se hace habiendo semejanza entre las cosas que se unen, y el amor enlaza los afectos, juntando en uno dos cosas diferentes que concuerdan en una calidad, ¿puede haber mayor distancia que la bondad y hermosura de Dios, y la malicia y fealdad de mis pecados?

Si la verdadera unión consiste en tener la voluntad atada con la de Dios, y todo el bien que la proviene es de esta conformación, yo, que la he tenido tan divertida y empleada en tanto número de culpas, ¿seré un hombre sin discurso si imaginare que se hizo para mí esta dicha? ¿Yo he de juzgar posible en mí que mi espíritu, unido con Dios, se haga uno mismo con Él, por caridad y amor, y que haya participación entre los dos, y que mi alma en alguna manera se desnude de sí para vestirse de Dios, y que sea hermoseada y enriquecida por aquel instante con las perfecciones Divinas, como el diamante, que de algún modo se desnuda de lo grosero de tierra para vestirse los resplandores del Sol? ¿Cómo puede caber esto en juicio humano sino faltando el juicio humano?

Con este humilde y casi celestial reconocimiento iba pasando su camino; y aunque todos los días tenía rebatos en el alma de esta voz, que dentro de ella le decía Unión, todos los días se valía de estas o semejantes consideraciones para apartar de sí el pensar bien de sí, hasta que habiendo entrado en Castilla, llegó al convento de Nuestra Señora del Socorro de la villa de Valderas, de su Orden, y el primero de esta Provincia, donde tuvo fin dichosísimo su peregrinación, por haber sido la promesa salir de esta Provincia de Castilla, con Cruz a cuestas, a las Sagradas estaciones de Jerusalén, Roma y Santiago de Galicia, hasta volver a ella, la cual se cumplió llegando a este convento, por ser de esta Provincia. Lo primero que hizo fue ir a visitar el Santísimo Sacramento, en cuya visita también se cumplió la formalidad de esta obediencia; y estando postrado delante de aquella Majestad Sacramentada, ofreciéndole los trabajos de su peregrinación, y de volverla a empezar de nuevo si fuera gusto suyo, y dándole gracias de tanta inmensidad de misericordias recibidas en ella, oyó una voz clara y distintamente dentro de su alma, teniendo luz de que era Divina locución, que dijo: - Si te dijeren que no estás unido, no te lo he dicho yo; fiel soy, confía en mí. Y juntamente tuvo conocimiento de que a su oración se le había concedido el grado de Unión. Con que, para nuestra enseñanza, no se puede pasar adelante sin hacer reparo que tenemos un Dios que así premia, y que a este devoto Siervo suyo le levantó al orden supremo, que en la tercera jerarquía del alma corresponde a los Serafines, que es la Unión por amor; a un grado que contiene intelectuales extensiones y recibos, donde se llega, más por el afecto que por el conocimiento, a los desposorios espirituales que celebra el alma con Dios; adonde en el hombre ya no vive el hombre, sino Cristo vive en él; adonde parece que se recobró lo que de la masa de Adán se desordenó por el pecado; y, últimamente, adonde de algún modo participa el cuerpo de las redundancias del espíritu, que le califican y ennoblecen de suerte que el espíritu es llevado de Dios, y el cuerpo del espíritu; de que se sigue, para nuestro ejemplo, que tenemos el mismo Señor, y que lo que hizo con los Santos hará con nosotros si hiciéremos lo que los Santos hicieron.

 

CAPÍTULO V

De cómo prosigue su viaje, pasa por Valladolid y entra en Madrid.

Recibió nuestro Hermano Fray Francisco singular consuelo de hallarse en esta Provincia y de verse con los Religiosos sus hermanos. En este convento quiso quitarse el cabello, por estar cumplida ya aquella rigurosa penitencia que él se impuso, que fue otra Cruz aparte; pero el Padre Prior le impidió que se le quitara todo de una vez, porque con la destemplanza forzosa no se originase alguna dolencia, y así empezó a írsele quitando, y lo fue prosiguiendo poco a poco, hasta que en Madrid se acabó de regular al estilo común de su Religión.

Aquella santa Comunidad, viendo que se quería volver a poner en camino, le hizo muchas instancias para que no viniese a pie, pues ya su promesa estaba cumplida; y no fue posible conseguirlo, afirmándose en que era muy del servicio de Nuestro Señor que en acción de gracias del buen suceso que había tenido prosiguiese su forma de peregrinación hasta entrar en Madrid y dar la obediencia a su Provincial; y que si el Señor le había concedido, sin méritos suyos, dar algún buen ejemplo en las tierras por donde había pasado, razón era el proseguirle también en Castilla; y así, ejecutando tan santa determinación, salió del convento de Valderas para Valladolid, y en aquellas 14 leguas que hay de distancia fue grande la edificación que iba causando en los lugares por donde pasaba, principalmente en Rioseco, donde si se accediera al deseo de los que le rogaban se detuviese en aquella ciudad, no saldría de ella en muchos días.

Entró en Valladolid, y fue tanto el rumor de toda la Corte, que cuando llegó a su convento se llevaba tras de sí todos los que había encontrado en las calles. Sus Religiosos le detuvieron algunos días, y después de visitadas las Imágenes más frecuentadas en aquella ciudad, prosiguió su camino para Madrid, adonde, por carta del convento de Valladolid, se supo el día en que había de entrar, que fue a los principios de mayo del dicho año; el cual habiendo llegado, le salieron a recibir Fray Andrés de la Trinidad y Fray Gregorio de los Santos, Religiosos Carmelitas que le tenían particular afecto.

Halláronle enfrente de las tapias de la Casa de Campo, sentado al pie de un árbol y en él arrimada la Santa Cruz. Alegráronse mucho de verse, y los Religiosos le dijeron que venían a acompañarle; Fray Francisco les dijo que el haberle hallado sentado no era por descansar ni por hacer hora; que él estaba allí en un negocio del servicio de Dios Nuestro Señor; que se volviesen al convento, que en él se verían; y que cuando no estuviera con tan precisa detención, no era bien entrar en Madrid acompañado, contra el estilo que había practicado en su viaje; con lo cual se volvieron los Religiosos y le dejaron.

Estúvose allí hasta las diez y media de la mañana, y a esta hora llegó un hombre solo cerca de donde estaba, a orillas del río, y se empezó a pasear entre los árboles que tiene aquella ribera. Entonces el Siervo de Dios se levantó, y poniendo la Cruz sobre sus hombros se fue a él y le dijo:

-Mucho me maravillo que un hombre de razón así dé lugar al demonio en su alma, queriendo matar a un inocente y llamándole a este puesto debajo de la confianza de amistad; la causa, señor, que os ha movido, no es cierta, y ese hombre que aguardáis no tiene culpa y viene llamado de su amigo, que sois vos, sin recelarse de la alevosía que se ha apoderado de vuestra alma; recibdle bien y haced penitencia de vuestro pecado.

El hombre, viendo descubiertos los secretos de su corazón, con verdaderas demostraciones de dolor y arrepentimiento declaró a Fray Francisco que era verdad todo lo que le había dicho, pidiéndole que, pues por su medio se veía libre de tales lazos del demonio, le encomendase a Nuestro Señor.

En el cual suceso quiso mostrar la Divina bondad que para casos de tanta importancia tomaba por instrumento a Francisco, declarándole por amigo a quien revelaba su providencia, y otorgándole el mérito como a causa eficaz de que se estorbase tan grave culpa, y de que se consiguiese el dolor de haberla consentido y de que se socorriese a un inocente de contado en la vida y en el alma conforme el estado en que se hallara.

Conseguido suceso tan feliz entró en Madrid, siguiéndole aquel hombre entre la demás gente hasta su convento, donde declaró a algunos religiosos lo que había pasado. Visitó las milagrosas Imágenes de la Almudena, Soledad, Buen Suceso e Inclusa, y al pasar por la plazuela de la Villa, el que esto escribe le oyó decir en voz alta: Ensalzada sea la Santa Fe Católica; aplaquemos a Dios haciendo oración y penitencia.

Llegó a la iglesia del Carmen a las doce del día, y después de hecha oración al Santísimo Sacramento entró a hacerla en la capilla de Nuestra Señora del Carmen, donde fue tanta la gente que había concurrido a verle, que fue menester cerrarle dentro de la capilla.

Después de haber hecho oración y que multitud de la gente hizo calle para que pudiese subir a su convento, salió el Siervo de Dios con su Cruz a cuestas y fue a la celda del Padre Provincial, el Maestro Fray Diego Sánchez Sagrameña, donde le recibió estando presentes muchos Religiosos que entraron con él. Al punto que vio a su Prelado, arrimando la Cruz, se echó a sus pies, hechos sus ojos un mar de lágrimas, y dijo su culpa en voz alta con la formalidad que la dicen los Hermanos de la Vida Activa, pidiendo perdón y penitencia por sus muchas imperfecciones, y después le besó los pies y asimismo a los Religiosos que se hallaron presentes, con tan profunda humildad, que todos aquellos Padres acompañaron enternecidos al Siervo de Dios en las mismas demostraciones de sentimiento que él tenía.

Después que se despidió la gente que había concurrido y que se cerró la iglesia, Fray Francisco se entró en ella en la capilla donde estaba Nuestro Señor Jesucristo con la Cruz a cuestas, y donde hoy permanece, que es la de Santa Elena y donde hizo sus primeros votos; y postrado delante de aquel Divino Señor, con encendidos afectos de su corazón dijo: -Aquí me tenéis, Señor, en vuestra presencia, confuso de vuestras obras y avergonzado de mis ingratitudes; yo soy aquel indigno Religioso a quien habéis hechos tantas mercedes y que me he aprovechado tan mal de todas ellas; yo soy el que llamasteis a la Religión para que obrase con ejemplo, y he obrado con escándalo; el que habiendo recibido vuestra Cruz para imitaros de alguna manera, he desautorizado vuestro nombre, procediendo a vista de ella como si estuviera dejado de vuestra mano; tanto, que si fuera posible tener el Sagrado Madero alguna ignominia y desdoro, fuera el haberle traído sobre mis hombros; pero Vos le santificasteis de suerte que aun no he bastado yo a causarle algún borrón. No permitáis, Señor, que lo que para todos es puerto para mí sea naufragio, y que me pierda yo donde tantos se salvan. No os acordéis de las conversiones que se han dejado de hacer, de las costumbres que no se han reformado, de los pecadores que no se han reducido ni de las culpas que no se han evitado sólo por no haberse visito en mí en esta peregrinación la modestia debida y la devoción necesaria; con que para aplacar vuestra justa indignación, no me queda otro recurso sino el de ampararme de la misma Cruz, aun contra las quejas que (con tanta razón) puede tener de mí la Santa Cruz, y valiéndome del Sagrado de su Ara, con este perdón de parte, esperar debajo de su protección vuestra clemencia; porque si está enseñada a que en ella se borren las culpas de todo el mundo, no extrañará que por ella se perdone a quien tiene más que todo el mundo.

 

CAPÍTULO VI

De algunos sucesos de Fray Francisco de la Cruz en Madrid.

Después de haber ofrecido los referidos sentimientos, y los que su fervor le ocasionaba en presencia de aquel Señor con la Cruz a cuestas, acudió a seguir la Comunidad en el grado que le tocaba, ejecutando en todo la santa Obediencia y cumpliendo con sus ejercicios, con más penalidad en Madrid que en la Alberca, por ser más las ocupaciones que le embarazaban el tiempo.

La Santa Cruz se puso en el Altar de la capilla de la Concepción mientras se colocaba en el Altar mayor, adonde asistía todo el día un Religioso tocando rosarios, cruces y medallas, satisfaciendo a la piadosa devoción de los fieles; que la tierra de Madrid es fértil para que prenda cualquier motivo de Religión y cualquiera devota novedad sea seguida.

Colocóse en el Altar mayor el día de la Gloriosa Ascensión del Señor, que fue en 10 de mayo del dicho año, con gran festividad. Fray Francisco de la Cruz, con licencia del Prelado, trató luego de pedir limosnas para hacer guarnición de plata a la Santa Cruz para su adorno y defensa, porque sin ella algún piadoso y devoto desorden, por participar de su Reliquias, no la dividiese en partes.

Diósele por compañero al Padre Fray Luis Muñoz, que fue hacerle un favor muy singular, por la verdadera amistad que se tenían; lo cual no careció de providencia, porque quiso Nuestro Señor hacerle testigo de vista de algunas maravillas que obró por su Siervo, que, junto con el afecto que siempre ha tenido a su memoria venerable, ha sido la parte principal para que este libro se pueda conseguir, debiéndose a su cuidado el recoger noticias de los Prelados y Confesores que tuvo, de los Religiosos que fueron sus compañeros en diferentes tiempos, de las Provincias por donde hizo su peregrinación, y de la aplicación del que escribe este libro a su composición, que por las instancias del dicho Padre Fray Luis Muñoz, su Hermano, ha cargado sobre fuerzas débiles peso desproporcionado.

El día siguiente a la colocación, al ir a decir Misa el Padre Fray Luis Muñoz, le salió Fray Francisco al encuentro y le dijo: -Pues va a tratar tan de cerca con el Divino Señor Sacramentado, dele muchas gracias, y a mí el parabién, de una gran merced que me ha hecho, y es que, como me ha visto ya sin Cruz, no quiere que esté sin ella, y me ha concedido el que se me hayan hechos dos roturas en entrambos lados; accidente que, no habiéndole sentido en todo el tiempo de la peregrinación, habiendo padecido tantas inclemencias, ahora ha sobrevenido en el descanso: sea bendito para siempre, que con tal misericordia de Padre me trata, para que yo no me olvide de quién es y de quién soy, pues viendo que con la Cruz que he traído he caminado muy poco en su servicio, me ha querido dar otra de su mano para que alargue el paso. El Padre Fray Luis Muñoz le dijo: -Que sería necesario prontamente hacer algún remedio. A que le respondió: -Que ya había hecho algunos reparos; pero que en cuanto a su curación, sólo en la sepultura se podía hallar. Con que cesó esta plática y se apartaron cada uno a cumplir con su obligación.

Y lo que de aquí resulta es que, en el varón perfecto, si crece la enfermedad es para que no se haga soberbia la santidad; porque el Médico Divino toca el pulso al virtuoso, y le enferma o le sana conforme pulsa la virtud, la cual se perfecciona en la enfermedad con total seguridad del doliente, porque en manos de este Médico ninguno peligra.

En Madrid fue grande la estimación que se hizo de Fray Francisco; porque como en todos los Estados fue tan general la devoción de esta Santa Cruz, pues, sobre ser instrumento de nuestra Redención, las circunstancias que concurrían en ella eran tales, que traían veneración aparte; y así, cuando se trataba de ella, siempre se hablaba de este Siervo de Dios y del ejemplo de su vida; con que todos deseaban comunicarle, y acudían a verle al convento las personas de más suposición de la Corte, así en sangre como en dignidades; lo cual le servía de intolerable molestia, y el remedio era (en cuanto los Prelados no le mandaban otra cosa), o estar retirado en oración, o asistir a los ministerios que como Hermano de Vida Activa le tocaban, o salir por las tardes luego a pedir su demanda para la guarnición de la Santa Cruz.

Entre otras personas que vinieron a verle fue un gran señor, y, por el obsequio debido a su persona, el Padre Provincial le salió a recibir y llevó a su celda, y envió a llamar a Fray Francisco con el P. Fray Luis Muñoz, que acertó a hallarse en aquella ocasión, al cual le dijeron que en el Coro le hallaría; con que fue a llamarle, y al entrar en el Coro vio al Siervo de Dios en oración, tan dentro de su espíritu, que, aunque le llamó, no hizo movimiento; y queriendo entrar a llamarle de más cerca, por dos veces que quiso entrar fue detenido con violencia sobrenatural, que no solamente le embarazaba los pasos, sino que le causaba un género indecible de reverencia y pavor; con que se resolvió a no intentar más el entrar en el Coro sin dar cuenta al Padre Provincial de aquel suceso extraordinario; y así, volvió a su celda y le refirió lo que le había sucedido, el cual le dijo: - Vuelva el P. Fray Luis al Coro, y diga a Fray Francisco que yo le mando con obediencia que luego venga. Volvió con aquel precepto, y al entrar en el Coro encontró a Fray Francisco, que venía hacia él y le dijo: -Vamos, P. Fray Luis, a obedecer lo que manda el Padre Provincial.

¡Rara fuerza de la obediencia!; que parece que quiere la Majestad de Dios que sus Siervos tengan puesto el oído más en la locución del Superior que en la suya, y que sea como desamparado, cara a cara, para ser vuelto a buscar con la compañía de esta virtud, y que parezca que hallan sus amigos más Dios en buscarle de esta manera que en tenerle de la otra; y que parezca, por decirlo todo de una vez, que compitiendo Dios y la obediencia del Prelado, de alguna manera (aunque todo es Dios) queda por Dios.

Entró Fray Francisco en la celda del Padre Provincial, y aquel señor que le esperaba debía de ser muy cortesano, y también debió de juzgar que había de hallar una conversación discreta y pulida, como hombre que había peregrinado por tanta diversidad de gentes, costumbres y ritos, porque al verle mostró mucho agrado y le hizo particulares favores y ofrecimientos, encomendándose, y a su familia, en sus oraciones, aplaudiendo su constancia y fortaleza en haber conseguido tan glorioso empleo, poniendo al nombre español una corona de tantos realces, pues hasta él ninguna otra Nación del mundo había conseguido, ni aun intentado tan alta determinación.

Nuestro Hermano estaba con notable ahogo y sobresalto, porque juzgaba que durar en oír sus aprecios era tentación conocida, tan fuerte como era conocido el riesgo; y, por otra parte, también advertía que faltar a lo que el Prelado le mandaba era peligroso; pero, poniéndose en manos de Nuestro Señor, se dejó caer a la parte de la razón, que le hacía mayor peso, que era no desamparar la presencia del Superior habiendo sido llamado; y así, después de haber oído todo lo que el señor le quiso decir, tomó esta forma, que fue no responderle palabra alguna a lo que le había dicho, e hincarse de rodillas y pedirle que por amor de Dios interpusiese su autoridad con el Padre Provincial para que le mandase ir a su ocupación y ejercicio, que era ya la hora en que hacía falta en la cocina. Con que el señor, admirado de aquel silencio y profundísima humildad, quiso condescender con su petición y súplica, y se lo pidió. El Padre Provincial lo mandó, y Fray Francisco de la Cruz se apartó de su presencia confuso y atribulado.

 

CAPÍTULO VII

En que se prosigue esta materia de los sucesos de Fray Francisco de la Cruz en Madrid.

Asistía nuestro Hermano con su compañero y amigo a pedir su demanda; y como el intento era tan religioso y el Religioso era tan bien recibido, fue mucha la copia de limosnas, así de los Consejos como de particulares. Halláronse un día junto a las casas del Marqués de Santa Cruz, que vivía al fin de la calle Leganitos, y dijo a Fray Luis Muñoz: -Aquí tengo un primo en servicio del Marqués, que es Pedro Díaz de Viezma (que después fue Guarda-Damas de la Reina); entremos a verle. Entraron, y hallaron aquella familia muy lastimada, con notable desconsuelo del dicho Pedro Díaz, y más de su mujer, porque un hijo que tenían llamado Eugenio, de edad de siete años, estaba en los últimos de la vida, desahuciado de los Médicos. Recibiéronle con el gusto de verle, mitigado de la ocasión en que le veían; dijéronle su pena, y Fray Francisco se llegó al sobrino y le dijo: -Yo fío en Dios que no morirá de esta enfermedad, y le puso las manos sobre la cabeza, y volviéndose a sus padres les dijo: -Demos gracias a Dios, que ha sido servido de dar salud a mi sobrino Eugenio.

Despidiéronse por entonces, y de allí a dos días volvieron por aquella calle; entraron a ver al dicho Pedro Díaz de Viezma, y hallaron a su sobrino Eugenio bueno y levantado, jugando con otros muchachos. Lo mismo le sucedió en la calle de San Luis, entrando a ver a Pedro García del Águila, que Doña María Arias de Sandoval, su mujer, estaba en mucho riesgo de la vida de una grave enfermedad; y como eran muy devotos de Nuestra Señora del Carmen, y el nombre de Fray Francisco de la Cruz era tan célebre en toda la Corte, deseaba la enferma verle; con que hallándose en aquella casa entró a verla, y la enferma le pidió encarecidamente la encomendase a Dios; y se lo ofreció con las cualidades de modestia que se pueden creer de su humillación, y desde el mismo punto la faltó la calentura.

No se puede dejar de hacer reparo, para dar satisfacción a algunos ingenios que no se aplican a atribuir estos sucesos a la intercesión de los Siervos de Dios, mientras quedan en los términos de la posibilidad de la naturaleza, los cuales no pueden negar que es Dios admirable en sus Santos, y que la gracia que les comunica de sanidad se ha de verificar de alguna manera; y si debemos sentir de Dios en bondad, ¿por qué a los que les concede otras prerrogativas les ha de negar ésta? Y hacer regla general en que siempre la naturaleza es la que se recobra, cuando el punto de la crisis es imperceptible, y nunca dar caso en que lo hace la Divina gracia, es dar a la incredulidad lo que se debe a la piedad.

Prosiguiendo su demanda los dos compañeros, encargó el P. Prior al P. Fray Luis Muñoz que hiciese una diligencia, tocante a negocios del convento, en la calle de la Ballesta, en Casa de Doña Juana de Tovar, persona principal, natural de la ciudad de Toledo, a que acudieron lo primero aquella tarde, para proseguir después la demanda de su limosna. Entrando en el cuarto de la susodicha, dijo Fray Francisco de la Cruz: -La paz de Dios sea en esta casa. A que respondió Doña Juana de Tovar: -Vendrá en muy buena ocasión, porque bien la habemos menester. A que respondió Fray Francisco: -Si vuestra merced, de tres hijas que Dios la dado no tuviera puesta la afición desordenadamente en la menor de ellas, paz hubiera en esta casa. Estaban todas tres con su madre, y oyendo aquella respuesta tan verdadera de lo que les estaba sucediendo, se maravillaron en extremo, mirando con grande cuidado y atención a aquel Oráculo que les hablaba tan al alma. La madre preguntó al Padre Fray Luis Muñoz que quién era aquel Religioso que tanta noticia tenía de lo que pasaba en su casa y del amor particular que tenía a su hija Leocadia, y la dijo: -Que era el Hermano que había traído la Santa Cruz que estaba en el Altar mayor de la iglesia de su convento; y ella le respondió: -Muy dificultoso es que haya llegado a su noticia el modo de proceder que tengo con mis hijas; y me persuado a que es más aviso del Cielo para lo que debo hacer en adelante, que conocimiento de lo que hasta aquí he obrado; pero con este recuerdo yo espero en Dios que me ha de ayudar a tener paz, tratando sin diferencia a las que nacieron con la igualdad de hermanas.

Mientras pasaba esto y que se trató del negocio que al Padre Fray Luis había encargado el Padre Prior, Fray Francisco de la Cruz estaba sentado enfrente de una Santa Verónica que estaba en la sala con particular adorno y reverencia, y de cuando en cuando arrojaba suspiros lastimosos que manifestaban la congoja de su corazón, hasta que aquellos sentimientos se declararon en hacerse arroyos de lágrimas, estando siempre mirando La Santísima Imagen, el Padre Fray Luis Muñoz dijo:- Vuestra mercedes no se maravillen, porque mi compañero es un Religioso muy espiritual; y como ha visitado los Santos Lugares de Jerusalén, trayendo a la memoria lo que en ellos pasó nuestro Redentor, Salvador y Maestro Jesucristo con la ocasión de tener delante esta su devota y Santa Imagen, no es de maravillar que se haya enternecido y contristado su corazón y encendido en tan amorosas y debidas demostraciones.

Doña Juana de Tovar les dijo entonces: - "Pues han de saber vuestras Paternidades que esta Santa Imagen es la devoción de toda mi familia, y que sirvió algunos tiempos antes de venir a nuestro poder como de pala para coger basuras y de otros ministerios indecentes, hasta ir a parar por un trasto desechado a un gallinero, de que aún duran hoy señales en el reverso de la tabla, que de industria no se han limpiado del todo para que se conserve la memoria de este caso maravilloso, y en ella nuestra devoción."

Y por ser digno de saberse, ha parecido referirle en suma, ofreciendo hacerlo por extenso en tratado aparte, dando en estampa la Efigie verdadera de esta Santísima Verónica, que no lo es la que se ve en la primera impresión, por cuya causa se ha quitado en ésta; y de las diligencias exquisitas hechas para averiguar la verdad, se hallará razón cabal al principio de este libro en la Prevención al lector. Fue, pues, el caso a la letra como se sigue:

"En la iglesia parroquial de San Miguel de la ciudad de Toledo hubo un linaje con el apellido de Castros, y su última sucesora fue Ana de Castro, la cual en una ocasión llamó a una vecina suya, llamada María de Toro, a quien dijo: -Yo me hallo ciega y con ciento catorce años de edad, y por consiguiente, cercana a la muerte; pero sin hijos ni parientes; por lo cual, en señal de mi afecto y amistad que hemos profesado, te doy esta Santa Verónica: estímala en mucho, porque ha sido la devoción de todo mi linaje y por su medio ha obrado la Majestad de Dios Nuestro Señor muchos prodigios y milagros. Tomóla María de Toro agradecida; pero juzgó que todo lo que había dicho era vejez de su amiga, porque sólo vio una tabla sin señal de Imagen alguna, de que se originó el desestimarla y servirse de ella en los ministerios que quedan referidos, tan indignísimos del tesoro tan grande que en ella se ocultaba.

A esta sazón vivía en aquella vecindad Doña Lucía de las Casas, la cual una vez, entre otras que María de Toro arrojaba basura con dicha tabla, reparó en que tenía marco, y concibió alguna especie de que en ella había habido alguna cosa de devoción, por lo cual se la pidió con intención de limpiarla y poner en ella alguna Imagen o estampa de su agrado; diósela la dicha María de Toro; y habiéndola tomado Doña Lucía y reparado con todo cuidado, tampoco descubrió por entonces cosa alguna, hasta que después, estando a la muerte María de Toro, hizo llamar a Doña Lucía y la dijo que moría con gran desconsuelo y escrúpulo porque su amiga Ana de Castro le había dado aquella tabla con singular recomendación, y que ella, no haciendo aprecio de lo que la dijo, la había empleado en ministerios bajísimos, y así que la mirasen con todo cuidado por su consuelo.

Movida de la curiosidad Doña Lucía, empezó a raerla sutilmente con un cuchillo, y no descubriendo en la tabla Imagen alguna, la dio a una criada para que la fregase, lo cual hizo con lejía y un estropajo, poniendo en ella cuanta fuerza pudo; mas fue ociosa diligencia, porque tampoco se descubrió cosa alguna; movióse Doña Lucía interiormente a ejecutarlo por sí misma, y echando otra lejía clara en una vasija limpia, con mucha devoción se puso de rodillas, y encomendándoselo a Dios proseguía restregando la tabla; mas al primer movimiento se descubrieron unos ojos como de verónica, de lo cual admirada Doña Lucía, arrojó aquel instrumento menos decente con que la limpiaba, y pidiendo agua clara y un lienzo blanco, prosiguió con su intento, el cual no le salió en vano, porque se fue descubriendo el Santísimo Rostro de Nuestro Señor Jesucristo de tal venustidad y devoción, que causa mucha en cualquier cristiano que la mira con toda atención.

Lo más digno de ponderación es que la Imagen es de papel, sobrepuesta en la tabla, como hasta hoy día se conserva, del mismo modo que se descubrió en casa de Doña Juana de Tovar y de Doña María de Rivadeneyra, hija y nieta de dicha Doña Lucía, las cuales viven al presente en esta Corte"

Dicho esto, se levantó Fray Francisco y la dijo: Vuestra merced tiene razón; y pues todo lo que ha dicho es cierto que pasó así, no se maraville que un cristiano, considerando estas indecencias, haya tenido estos afectos; y con esto se despidieron.

De suerte que el Señor, para expeler el espíritu de discordia de sus criaturas, toma por medio a Fray Francisco y quiere darlas su paz, no como la da el mundo, por el conocimiento natural y ordinario, sino iluminando superiormente su entendimiento y poniendo en su boca palabras vivas y eficaces que penetren más que toda espada de dos cortes, para que se consiga un fin tan dichoso; y no es esto lo más, sino que quiso dar a su Siervo una ejecutoria de su mano, con señales visibles y evidentes de que la visita que hizo de los Santos Lugares de Jerusalén le fue agradable, pues ahora le pone delante de sus ojos y los asfixa dentro de su alma las indecencias que esta Imagen suya padeció, como quejándose a un amigo de sus improperios, para conseguir la compasión y el consuelo, que son influencias de la queja, dando a entender que se había hallado bien con los sentimientos de su Siervo en Jerusalén, y que ahora los echaba de menos, y que a la decencia con que era respetada su Imagen le faltaban estos fervores (que tenía por la mayor veneración) para estar de algún modo satisfecha, y que aquella puntual representación había sido dar a entender que aguardaba el holocausto que allí Fray Francisco le hacía de su corazón, en un fuego de afectos que ardía mas inundado en lágrimas, y que en ellas había anegado su enojo, para aceptación del sacrificio y premio del mismo corazón sacrificado.

 

CAPÍTULO VIII

De algunos sucesos de Madrid y de Toledo, y de cómo se puso la guarnición a la Santa Cruz y salió con ella para su convento de la Alberca.

En el tiempo que estuvo en Madrid, mientras se ocupaba en su piadosa demanda, pidió licencia al Prelado cuatro veces para salir sin compañero al convento de Religiosos Descalzos de la Santísima Trinidad, a visitar al P. Fray Tomás de la Virgen, varón de rara perfección, que fue la estimación y respeto de la Corte y que padeció enfermedad que duró cuarenta años, los treinta y seis en la cama, por quien Nuestro Señor ha obrado casos maravillosos en vida y en muerte. Recibía a Fray Francisco el V. P. Fray Tomás con gran consuelo, y el día que iba a verle era por la tarde, y estaba toda ella con esta visita, sin querer admitir otra aunque fuese de personas privilegiadas. Los coloquios que entre tan grandes Siervos de Dios pasarían, nadie sabe los que fueron, y nadie puede ignorar los que debieron y pudieron ser; y todos debemos imitar los esfuerzos con que se alentarían a la perfección, y las gracias que darían de las mortificaciones que padecían sus cuerpos, poniéndolos en servidumbre, habiendo sido tan esclavos de la razón por tan diferentes caminos, hallando entrambos a Dios, uno peregrinando el mundo y otro desde la cama, haciendo el uno al lecho campo de batalla en continua lid, ganando trofeos del enemigo del género humano, y haciendo el otro las campañas de tantas provincias, descanso apacible a su meditación suave, siendo entrambos dechados de prudencia, de justicia, de fortaleza, de templanza y de todas la virtudes religiosas.

Llegó el tiempo en que se acabó la guarnición de la Santa Cruz, deseado de nuestro Hermano, porque estaba muy violento en Madrid; pesó, por certificación del contraste, cincuenta marcos de plata y treinta reales más, precio que no se sabe apartar de la Cruz: del dinero de la limosna (que ni para recibirle ni para pagarle nunca entró en su poder) se dio satisfacción a Francisco Martínez, que fue el platero que la hizo, y sobraron doscientos ducados, los cuales, con licencia del Prelado, empleó en hacer una reja de hierro para un nicho que estaba en forma de entrada de capilla en la iglesia del convento del Carmen de la Alberca, donde se venera un Santo Cristo atado a la columna, con una Imagen de Nuestra Señora de la Soledad que sacan en la procesión de la Semana Santa.

Después de guarnecida la Santa Cruz, se volvió a colocar en el Altar mayor y se le dedicó un día de festivo, con música y sermón, que le predicó el Padre Maestro Fray Celedonio de Agüero, sirviéndole de compañero nuestro Hermano. Concluida con grande aplauso y concurso esta festividad, trató de salir de Madrid para su convento de la Alberca, donde tenía su corazón.

El Padre Fray Luis Muñoz, valiéndose de la amistad que se profesaban, le pidió, por satisfacer los piadosos deseos de su hermano D. Juan Muñoz, que un día fuera su convidado; Fray Francisco lo aceptó con licencia del Superior, y señaló el domingo primero, que fue el de Ramos. En este mismo día, que fue el del año de mil seiscientos y cuarenta y siete, paseándose por el claustro del Carmen con una persona que siempre ha tratado de estudios, acabada la ceremonia de la bendición de los ramos le habló Fray Francisco de la celebridad de aquel día con tan devotos sentimientos, con tanta diversidad de sentido, con tan altos conceptos y con tan propia significaciones, concluyendo la plática con decir que en los ramos de aquella procesión eran más los misterios que las hojas, que la persona con quien conversaba se persuadió a que, a fuerza de muchos estudios, era muy dificultoso alcanzar parte de lo que había oído, y casi imposible tanta diversidad de conceptos, con tanta propiedad de voces en quien no había estudiado facultad alguna; y así, que era ciencia sobrenatural y divina; y aunque tiene grave dificultad el querer asegurar ciencia insulsa, también la tiene el que sea adquirida, y es fuerza que haya una de las dos; y porque para entrambas hay razones y para entrambas las deja de haber, se queda a la discreción del que leyere esta VIDA el que elija lo que más fuerza le hiciere, con recomendación en igual grado a que no desampare la parte más piadosa; lo cierto es que pasó así, y el que lo oyó lo testifica y escribe.

Llegó (como se ha dicho para este día) la hora del convite, y sentáronse a comer, y Fray Luis Muñoz, como Sacerdote, echó la bendición a la mesa en la forma ordinaria y más breve, y el Siervo de Dios dijo entonces: -Esta bendición comprende mucho, porque en los cuatro remates de la Cruz que se forma para la bendición se ha de entender que se bendice a las cuatro partes del mundo, y en ellas, no sólo a todas las criaturas, sino también a los elementos y a todas las obras del Señor; y mi compañero claro está que con esta intención la habrá echado, conociendo que el Creador quiere ser bendito y glorificado por todas y en todas sus criaturas.

La comida estaba prevenida con algún cuidado, aunque el Padre Fray Luis le había dicho a su hermano que el huésped no le gastaría mucho de ella; y así fue, porque Fray Francisco le dijo: -Que no le rogasen que comiese, que él comería todo lo que pudiese comer; y tomando unas migas de pan, las echó en el agua de unos espárragos, y después de estar muy mojadas las fue pasando poco a poco con grandísimo trabajo, que en aquel estado le puso la continuación de tantos años de ayunos; y después de mucho tiempo que tardó en comerlas, pidió agua y echó en ella un poco de vino, diciendo: -¡Que le hemos de hacer! ello por los nuevos achaques nos obliga a esto; -y el pasar la bebida también fue con excesivo trabajo, quedando todos lastimados de ver lo que le costaba el gozar de un alimento de aquel género, y reconociendo que no era mucho emplease la vida en aflicciones del cuerpo quien la sustentaba con pan de dolor; y aunque quisieran que se lograra la prevención, se rindieron a no molestarle con el presente desengañó, contentándose con tenerle en la mesa y oír sus consejos saludables.

Acabada la comida con la acción de gracias, mostró el devoto Religioso los admirables tesoros que hay en ellas; pues si al bienhechor humano son debidas, ¿qué serán a Dios y en cosa que con la refacción cotidiana se vive para servirle más y agradarle más? Llegó el tiempo de volverse al convento, y D. Juan Muñoz y su mujer le pidieron con grandes instancias rogase a Nuestro Señor les diese hijos, si conviniese; él les prometió hacerlo, con aquel recato y humildad que acostumbraba; y después de despedidos, al salir a la calle dijo a Fray Luis: -Su hermano tendrá hijos, pero se morirán presto, y luego él los seguirá; y así sucedió.

Antes de retirarse con la Santa Cruz a su convento de la Alberca pidió licencia a su Superior para ir a visitar un gran Santuario; y preguntándole adónde era, dijo: -Que en Toledo, en el cementerio donde se entierran los incurables del Hospital del Rey los ajusticiados; y se la dio y fue; y estando en el dicho cementerio, que está contiguo al convento del Carmen, le vio un Religioso de su Orden haciendo oración, y que la cabeza la tenía bañada de resplandor.

Visitó la milagrosa Imagen de Nuestra Señora del Sagrario, y luego que volvió dispuso su partida, llevando la Santa Cruz en una caja de madera que hizo para el caso, y el cofrecito de reliquias que le dio en Roma la Santidad de Urbano VIII, y la reja de hierro referida, en un carro de la Mancha, en compañía del Padre Fray Juan de Camuñas, que entonces era estudiante y al presente es Prior del dicho convento de la Alberca.

Despidióse de los Religiosos del de Madrid y de muchos devotos y bienhechores que tenía en la Corte, con general sentimiento de todos, y en particular de su amigo y compañero el Padre Fray Luis Muñoz, y al tiempo de partirse le llamó aparte y dijo: - Yo cumpliré la palabra que he dado de escribir a mi Padre Fray Luis todos los ordinarios; en el que le faltare carta mía, me haga caridad de acudir al Padre Prior y decirle que ya he ido a dar cuenta a Dios de mi mala vida, que bien puede hacerme los sufragios de la Religión; lo cual sucedió de la misma suerte que el santo Hermano dejó profetizado.

 

CAPÍTULO IX

De los sucesos del viaje; entrada en el convento de la Alberca y colocación permanente de la Santa Cruz.

Partió Fray Francisco de la Cruz con el Padre Fray Juan de Camuñas al convento de Santa Ana de la villa de la Alberca (como queda referido) por el camino de Ocaña para Tembleque, y en él fue preciso pasar por la barca el río Tajo, y Nuestro Señor en todas ocasiones oía las voces de su Siervo. Sucedió que al sacar el carro de la barca estaba otro para entrar; el carretero era mozo y poco diestro en su oficio, y habiendo de tomar el camino derecho, torció a un lado y metió el carro a la lengua del agua, con peligro manifiesto (por la disposición del sitio) de ladearse al río; y haciendo esfuerzo con las mulas para arrancarle de aquel lugar, dos veces rompieron las cuerdas, con que todos entraron en turbación y desconfianza. Entonces nuestro Hermano, con gran paz y seguridad, dijo: -Otra vez se han de volver a poner las mulas, que Dios ha de ayudar y saldrá el carro. Volvieron a poner las mulas, atando las cuerdas rotas, y tiraron del carro, sacándole con tal velocidad como si otras tantas se hubieran añadido al tiro; con que todos los presentes lo atribuyeron a milagro; y el Padre Fray Juan de Camuñas, como testigo de vista, en algunos apuntamientos que remitió para este libro, reconoce este suceso por milagroso.

Prosiguieron su viaje, yendo siempre Fray Francisco en tan profunda oración como si el que iba con él llevara en su compañía una estatua.

Llegaron a la villa de la Alberca, y desde que entraron en ella, que conocieron a Fray Francisco, se convocaron los vecinos unos a otros a voces altas, dándose el parabién de su venida; de suerte que, cuando llegaron al convento, ya estaba todo el lugar con él, con una alegría tan universal como si a cada uno de lejas tierras le hubiera venido su padre; y así fue, porque él lo era de todos.

Después de haber hecho oración al Santísimo Sacramento y visitado la devota Imagen de Nuestra Señora del Socorro, y que fue recibido en el convento, aquellos santos Religiosos no hubo demostración de gozo que no hiciesen; que también Nuestro Señor sabe dar consuelos exteriores a sus Siervos, para estimación de la virtud y santos recreos de los virtuosos y para que (haciendo treguas por algún tiempo sus amigos con alguna ejemplar diversión) vuelvan a las tareas espirituales con mayor fuerza.

Dio la obediencia al P. Fray Juan de Herrera, su Prelado inmediato y maestro de espíritu, que por haber sido dos trienios continuos Prior de aquel convento lo era en esta ocasión, y a quien debió nuestro Hermano todo el estado de perfección a que Nuestro Señor había levantado su dichosa alma, y que al acierto de aquel viaje sagrado todo se debió a sus continuas instancias, que fueron el principal motivo de la Religión para conceder tan dificultosa licencia.

Recibióle el Padre Prior con el contento de ver la fértil cosecha del grano que había sembrado; y como el grano era la palabra de Dios y había caído en tierra tan beneficiada, le concedió el Señor que viese, por efectos de su cultura, frutos centésimos.

Después de haber cumplido con los piadosos afectos de sus compañeros y amigos, el P. Fray Juan de Herrera le retiró solo a su celda, para saber en qué estado se hallaba de conciencia en Dios: que como Religioso tan observante y perfecto, este era su principal cuidado, más que el saber las curiosas particularidades de tan larga peregrinación.

Luego que entraron en la celda, Fray Francisco se le hincó de rodillas, y con suspiros ardientes, nacidos de lo íntimo de su corazón, le dijo: Padre, Maestro y Señor Mío: yo vuelvo a su dichosa escuela tan desaprovechado y lleno de imperfecciones, por la gran falta que me ha hecho su asistencia, que tengo por cierto ha menester conmigo volver a trabajar de nuevo; y pues el Señor ha querido poner mi alma en sus manos, y que con su doctrina tuviese algunos deseos de servirle, y ahora quiere que vuelva otra vez misma educación, bien conoce la necesidad que tengo de ella; y así, por lo que Vuestra Paternidad le desea agradar le suplico no me desampare, ni quiera que mi espíritu entre en tentación y tribulación, que él viene tan flaco por las muchas impresiones que le ha causado la falta de seguir mi religiosa Comunidad, que no podrá andar sino arrimado a las paredes; y pues sabe sus muchas enfermedades, por amor de Dios no le deje de socorrer con el arrimo del báculo de su enseñanza, para que no le pueda derribar su enemigo, y la fábrica que tanto le ha costado la vea venir al suelo por no acudir a tiempo con los reparos.

El P. Fray Juan de Herrera, consolado y enternecido por aquel profundo ejemplo de humildad y de propio concepto que se debe tener, le abrazó, levantó y esforzó, y también reconoció su grado de oración para proseguir en adelante el estado en que se hallaba con la gracia del Espíritu Santo, y señalaron hora para tratar con la Comunidad de la colocación de la Santa Cruz y de las Reliquias que había traído.

Hecha la conferencia, se resolvió que la Santa Cruz se colocase en el Altar mayor, debajo del dosel en que hoy está, con grande reverencia y devoción, y adonde acuden los fieles a adorarla y a cumplir sus votos, no sólo de toda la Mancha, sino de partes más remotas. Y en cuanto al Relicario, que se pidiesen limosnas para formarle en habiendo ocasión.

Para la colocación permanente de la Santa Cruz se dedicó un día festivo, y Fray Francisco dispuso el que viniese música de fuera de la villa, por no haberla en ella, ni en el convento, para tan grande festividad; con que se celebró la colocación con mucho concurso de gente de los lugares vecinos, que, con la novedad de la Fiesta y de la Santa Cruz y de ver a Fray Francisco, que de todos era muy respetado, se llenó todo aquel lugar de forasteros, y el día fue de universal regocijo y edificación.

Nuestro Hermano, como era menester pedir de limosna los gastos de la Fiesta, también pidió para la comida de los músicos, que fueron seis; y por no dar más embarazo en el convento del que tenían con acudir a la solemnidad, que como era tan pobre cualquier cuidado más lo fuera, respeto de ser tan limitado por esta razón el número de los Religiosos dispuso llevar la comida de los músicos a casa de José Nuñez, su bienhechor, con quien tenía particular amistad para que su mujer, Quiteria Nabasta, y la gente de su casa, cuidasen de la comida.

Después del Sermón y de la Misa pasaron los músicos a comer y con ellos catorce personas más que había ido a ver la colocación; cuando la dicha Quiteria reconoció que venían a comer veinte personas, envió luego a llamar al siervo de Dios y le dijo: -Que la comida que había traído era para seis, y eran veinte los que venían a comer. El entonces la respondió: -Calle, hermana, que ya no es tiempo de más prevención; Dios es Padre y lo remediará; siéntese a comer. Dicho esto se fue, quedando aquellos sus devotos con sentimiento de que ya no era hora de poderse remediar tan notable falta.

Los convidados se sentaron, y la comida se puso en la mesa, y mientras comían entraron otras muchas personas, aún más en número de las que estaban sentadas, y alcanzaban de la mesa igualmente con los que estaban en ella. Acabada la comida todos quedaron satisfechos, y sobró más comida que la que nuestro Hermano había llevado, que se repartió entre los vecinos de aquella casa; con que nuestro Señor suplió las faltas de su amigo, que puso en Él su confianza; la cual noticia remitió firmada al convento de Nuestra Señora del Carmen de Madrid, sabiendo que se trataba de escribir este libro, el Licenciado Diego Nuñez, Clérigo Presbítero, hijo de los dichos José Nuñez y Quiteria Nabasta, testigo de vista, para hacer deposición de lo referido, con juramento y en forma, él y la dicha su madre, con otras personas, que también se hallaron presentes, de la dicha villa de la Alberca, siempre que se trate de la veneración pública del cuerpo de Fray Francisco de la Cruz.

 

CAPÍTULO X

De cómo volvió a disponer su vida religiosa, y de sus afectos amorosos a la Santa Cruz.

Con la enfermedad que le sobrevino al Siervo de Dios, y la edad y los quebrantos, nacidos de sus penitencias y viajes, le iban desamparando las fuerzas y se le iba fortificando el espíritu. En orden a las penalidades de aquella conventualidad, en el grado de Hermano de Vida Activa, no sólo acudía a las obligaciones de su cargo, sino que quería hacer todo lo que tocaba a sus compañeros con las mismas puntualidades que cuando estaba en edad robusta; y porque el Superior le excusaba de algún trabajo, él no se daba por entendido y a todo asistía; y si le reprendía, decía que no tenía precepto en contrario, que si supiera que le desagradaba no lo hiciera, porque tenía la voluntad siempre pendiente en la suya.

Era tanta la asistencia a la oración en el Coro, y en la iglesia y en otros sitios retirados, que no había menester celda, porque todo el tiempo que le dejaba la obligación conventual le gastaba en ellos, y el reparo que tomaba con el sueño era o en la sacristía o en la iglesia; y parecería esto exageración si no constara por el desapropio que hizo para morir, que él no declara más que los vestidos, como adelante se dirá.

Sus penitencias y mortificaciones eran con mas exceso (si en servir y agradar a Nuestro Señor le puede haber), que antes que fuera a Jerusalén.

De noche andaba por el convento con diferentes penitencias, y la principal era disciplinarse tan rigurosamente, con el reconocimiento de que castigaba a un enemigo, que corría sangre de su cuerpo de suerte que bañaba las paredes y el suelo; y aunque ponía todo su cuidado en lavar las señales que quedaban, nunca se podían encubrir del todo, y algunas veces el mismo encubrirlas lo declaraba.

Volvióse a poner el cilicio de hierro; y como ya era menor la resistencia, era más vehemente el sentimiento; ¡qué mucho, si todo él estaba hecho una llaga!

Entre los papeles escritos de su mano se hallaron unos que acaso guardó en el pecho y conservan hoy las manchas de la sangre; y lo que más se debe reparar es la grandeza del santo temor de Dios que tenía porque aun en aquel estado temía las desobediencias de la carne al freno de la razón, pues todo el intento de nuestro Siervo de Dios era tenerla puesta en servidumbre.

Tanto era lo que se afligía y aniquilaba, que el Padre Fray Juan de Herrera, su Prelado y Maestro espiritual, le puso término, dándole tasa en los ejercicios y en la forma de ejecutarlos, con precepto formal de obediencia; con que viéndose por todas las partes cogidos los puertos, se declaró y le dijo: -Padre mío: yo he de obedecer lo que Vuestra Paternidad me mandare, como súbdito suyo de tantas maneras; pero ha de advertir que en los sentimientos que le tengo insinuados estoy certificado más de que ya tengo muy cerca la partida; y así, lo que no llevare no lo he de hallar, y es justo que la prevención sea la más cumplida, porque no hay recurso de mejorarla; si en todos los lugares de este convento he estado cometiendo tantas y tan graves imperfecciones por tantos años, bien se me debe permitir que en todas procure tomar algún descuento para moderar de alguna manera el peso del cargo, que es tremenda la Majestad que le ha de hacer. Con que el Padre Prior, con el seguro conocimiento que tenía de su conciencia, ahora más declarado, y por no desconsolarle, pareciéndole que fuera del convento, con el menos tiempo, sentiría menos la regla que le había dado de moderación, y por pactar también con los piadosos deseos que tenían los pueblos vecinos de ver en ellos a Fray Francisco por razón de las limosnas que la comarca hacía al convento, le mandó que saliese a San Clemente, Tembleque y otros lugares, a pedir limosnas, como de antes lo hacía, a que él se rindió con la total subordinación que siempre.

Mientras estuvo en el convento todos sus amores eran con la Santa Cruz: ella era el objeto de sus tiernos coloquios, de sus afectos encendidos, de sus dulces pláticas, de sus continuas consideraciones y de todo el empleo de su alma; en ella ponía lo encendido de su pecho, lo fervoroso de su imaginación y lo firme de sus propósitos; a ella atribuía la dicha de su vocación y la gracia de su conservación; por ella se reconocía esclavo de la Santa Fe, participe de la Esperanza y capaz de la Caridad.

Tanto se llegó a encender su corazón con las deudas que reconocía a la Santa Cruz, en la libertad de tantos riesgos que gozaba por su intercesión y en el remedio final que esperaba, siéndole protectora, que entre afectos y fervores e incendios de amor rompió su espíritu devoto y agradecido, contra la costumbre de toda la vida, desembozando una habilidad y propiedad ignorada de la misma naturaleza, con harmonía y consonancia puntual en el arte, con acentos y números dulces y sonoros a la Santa Cruz, en las octavas siguientes:

En Cruz Cristo murió crucificado

para que yo en mi Cruz su Cruz siguiese;

la Cruz le hizo glorioso, y yo Cruzado,

imitaré su Cruz, si en Cruz muriese;

dichosa es ya mi Cruz, pues la ha abrazado

su Cruz, para que yo su Cruz sintiese;

sigue la Cruz, que en Cruz que es tan suave,

llevar la Cruz con Cruz no se hace grave.

 

Ya no pesa la Cruz, que es Cruz ligera,

después que en Cruz se levantó el más Justo;

abrázate a la Cruz, y considera

que no pesa la Cruz sino al injusto;

el premio de la Cruz en Cruz espera,

si con su Cruz tu Cruz llevas con gusto;

pues después que en la Cruz venció al pecado,

el yugo de la Cruz ya no es pesado.

 

El que sin esta Cruz llegar se atreve

al Triunfo de la Cruz, ciego camina,

que es Estrella la Cruz que al alma mueve,

y siguiendo esta Cruz, va peregrina

tu Cruz, porque el camino es breve;

merece con la Fe su Cruz Divina,

que el premio que por Cruz se da al cristiano

si se ciñe, a la Cruz tiene en la mano.

 

No temas con la Cruz, tu pecho inflama;

camina al Cielo en Cruz, corre la posta;

no pierdas la ocasión, la Cruz te llama,

aunque es la senda de la Cruz angosta;

goza los bienes que la Cruz derrama,

ganados en la Cruz con tanta costa;

que viéndote con Cruz Dios en su gloria,

no tendrá de su Cruz tanta memoria.

De esta suerte se desahogaba aquel espíritu, rebosando llamaradas celestiales, centellas del ardor en que se abrasaba y no se consumía, calidades del fuego divino; y si se desahogaba, era para volverse a llenar; que donde el Señor elige apacible morada no hace su asistencia pausas, antes sucesivamente iluminada, adorna, arde y quema, para no aniquilar, y desahoga, parar estar dando más, y aun más, que no tiene término ni tasa, porque no se mide con el que recibe, sino es con el que da, que para que el lleno sea más cumplido se da a sí, y consigo toda la inmensidad de tesoros que goza en sus Alcázares Soberanos.

 

CAPÍTULO XI

De las maravillas con que Nuestro Señor dio a entender el nuevo grado de perfección a que había sublimado a su Siervo.

En ejecución de lo que el P. Fray Juan de Herrera, Prior y Padre espiritual de nuestro Hermano, le había mandado, salió a pedir limosna para el convento por los lugares de la Mancha, donde la solía pedir antes que partiese a su peregrinación; y si había sido en todos querido y respetado, ahora lo era mucho más, por la santidad que siempre reverenciaban en él, por las aclamaciones que en toda aquella tierra hacían a la Santa Cruz, y por haber conseguido un fin tan sin ejemplar.

Llegó a Tembleque, y después de haber tratado con la justicia y el Cura que se erigiese un Altar con título de Nuestra Señora de la Fe, yendo pidiendo su limosna por las casas entró en la de María Díaz y detúvose a hablar en el portal de ella con Alvaro López, su yerno, a tiempo que salía la susodicha a arrojar en la calle una pájara, que en la Mancha llaman churra y es al modo de una perdiz, aunque algo mayor. Fray Francisco la dijo: -María Díaz, ¿dónde va con este animalito de Dios? Y ella le respondió: -Voy a arrojarla en la calle, porque saltó del corredor y se quebró un ala hará diez días, y debajo de ella se le ha hecho una postema, y la materia se ha corrompido de suerte que ofende lo excesivo del mal olor; y así, pues no tiene remedio, la voy a echar a la calle. El siervo de Dios, compadecido, la tomó en las manos y vio que el tumor era mayor que una nuez, y que se la había caído toda la pluma de aquel lado y mucha parte del otro; y con aquella ternura compasiva que sabe Dios dar a sus amigos, la humedeció con la boca el ala quebrada y toda la parte enferma. Entonces se suspendió, como con un género de desmayo, entorpeciendo o casi muertos los sentidos exteriormente, quedando sin movimiento natural, y al mismo tiempo se soltó la pájara de entre sus manos, saltando por todo el portal de la casa. María Díaz y Alvaro López, su yerno, con una novedad tan rara, acudieron a levantar el ave del suelo y la hallaron soldada el ala, sin tumor ni parte alguna enferma, y toda cubierta de pelo nuevo. Fray Francisco, después que estuvo así por breve espacio de tiempo, recobrado de aquel enajenamiento, recelando su modestia algún género de aclamación en los testigos de vista de un suceso tan extraordinario, diciendo tres veces Jesús, se echó la capilla sobre la cara y se fue con pasos apresurados hasta salir luego del lugar, quedando los susodichos aclamando aquella maravilla de Dios en su Siervo por todo él, con admiración general, los cuales aquel mismo año (después de muerto Fray Francisco), juntamente con la hija de la dicha María Díaz, mujer del dicho Alvaro López, se vinieron a vivir a Madrid, a una casa de arco que está a las espaldas de las Monjas del Sacramento, que llaman del Duque de Uceda, trayendo consigo la misma pájara, donde fueron a verla, con la noticia que había del suceso, muchos Religiosos Carmelitas.

Pide este suceso volver con alguna brevedad a la controversia que se trató en el capítulo séptimo, sobre si la salud que está en la posibilidad de la naturaleza se recobra por ella, pues en este caso y en los referidos influyen los méritos de un mismo sujeto por cuya virtud se obran; y de la propia suerte que no es poderosa la naturaleza a soldar lo roto de una ala ni a supurar de repente una postema, a reintegrar unas partes corrompidas ni a volver a cubrir un ave de pelo negro, de la misma forma es incapaz a suspender unos términos embarazando lo sucesivo, haciendo sanidad la enfermedad; con que siempre se debe acudir a la intercesión de los Siervos de Dios, pues es tan poderosa.

Era tan devota de nuestro Hermano la dicha María Díaz, que sobraba este suceso para confirmar su crédito; la cual, para haber de venir a Madrid a vivir de asiento, hizo copiar el cuadro de los Misterios de nuestra Santa Fe Católica, que él formó por ilustración Divina, que estaba colocado en la iglesia de Tembleque, para tener consigo estas religiosas prendas suyas; el cual después sirvió de cumplir la promesa de una sanidad no esperada, como en su ocasión se dirá.

Volvió al convento Fray Francisco a comunicar con su Prelado y Maestro lo sucedido; que no hay quien tanto tema el acierto como quien desea acertar en todo.

Ofreciósele al Fray Juan de Herrera ir a Villar de la Encina, que es cerca del convento, y llevóse consigo a Fray Francisco para dejarle allí pidiendo sus ordinarias limosnas.

Los coloquios que por el camino llevarían, bien se dejan entender de varones tan espirituales y mortificados; y aunque iban a pie, se engañaría el cansancio con las preguntas de Discípulo tan obediente y que estaba siempre deseando aprovechar más, y de Maestro tan discreto y fervoroso.

Iban por el pinar en estas pláticas, esforzando los ardores de sus pechos en la reverencia, adoración y amor de un Señor tan sumamente misericordioso y remunerador, cuando nuestro Hermano, diciendo en un suspiro vehemente: ¡Ay Dios! se levantó tanto del suelo, que llegó con la cabeza a tocar en las ramas de aquellos altos pinos, quedando tan firme en el aire como si le sirviera de estribo.

El P. Fray Juan de Herrera, como hombre experimentado en las doctrinas místicas y espirituales, reconociendo que aquel rapto se podía causar de dos maneras, y por si era con violencia de los demonios, queriendo maltratar aquel perfecto Religioso como otras muchas veces lo habían hecho, los conjuró de parte del Omnipotente Dios para que se le volviesen a su lado sin lesión alguna; y viendo que esta diligencia no surtía efecto, reconoció que aquella era subida del alma a Dios, que, llevada de una apacible violencia de fervorosa contemplación, se había engolfado, inflamado el corazón en los arrobos de ardentísimos afectos intelectuales, y arrebatada en la llama del Divino Amor se había convertido tanto en él, que todo lo que era antes lo había dejado de ser, perdiendo el sentir y el querer y todo modo natural, y como abrasada mariposa revoleteaba en el fuego divino sin poderse apartar de él; con que reconocida la causa, mandó al Siervo de Dios, con Obediencia, que volviese a proseguir su viaje, a que luego obedeció, recobrado de aquel éxtasis, y se puso al lado de su Maestro.

Aunque entendió el P. Fray Juan de Herrera muy bien la verdad de este arrobamiento, y no ignoraba del modo que se podía haber causado; pero como son tantos los caminos de Dios, para la perfecta dirección de esta alma mandó a Fray Francisco como Prelado y Confesor le dijese lo que en este suceso había sentido, el cual respondió:

-Fue tal la novedad repentina que me sobresaltó, estando con vivos afectos de unirme con Dios, que me pareció que tan totalmente había perdido todo mi ser, que aun quedaba en menos que irracional; cuanto va de diferencia en considerar el ser de alguna manera a un género de privación del mismo ser, que es estar reducido a nada, hallándose mi alma en el principio, que es del que puedo decir algo, con un acto intenso de un amor devoto, traspasados los sentidos, a semejanza de un rayo encendido que se desvanece presto; con que dejando de obrar ellos fue mi alma levantada a cosas sobrenaturales y divinas, que como no se pueden comprender no se pueden explicar.

Fray Juan de Herrera, habiendo reconocido la inmensa bondad de Dios en los bienes invisibles que tiene preparados a los que le aman, se volvió a él con una agradecida y afectuosa aclamación diciendo:

-Seas bendito, Señor, para siempre, y por todas las eternidades te aplaudan y engrandezcan todos los Coros celestiales, que con tan larga mano premias a este amigo fiel tuyo, levantándole a Ti, no por la grandeza de la admiración de lo que Tú eres, como sueles a otras alma puras, ni por la grandeza del contento, como suelen ser llevados a Ti otros escogidos tuyos, sino por la grandeza de la devoción, medio el más superior y privilegiado para que el alma de este Siervo tuyo, herida de tus ardores, que eres Sol divino, haga un trueque y mudanza contigo, y esto por el camino más excelente, saliendo de lo grosero de su natural a lo perfectísimo del tuyo, quedando mientras más sublimada más humilde.

Con que volviéndose a Fray Francisco, le dijo:

-Demos gracia a nuestro Señor de todas sus misericordias y maravillas.

En ellas les cogió el remate de aquella breve jornada, y entraron en Villar de la Encina.

 

CAPÍTULO XII

De un favor particular que recibió de mano de la Reina de los Angeles, y de lo que sucedió en la fundación de un Altar, con título de Nuestra Señora de la Fe, en Tembleque.

El Padre Prior ajustó el negocio a que había ido, y dejando a Fray Francisco a pedir su demanda, así para las ordinarias limosnas como para la formación del Relicario, se volvió al convento; el Siervo de Dios la pidió y remitió, y resolvió volver a Tembleque, adonde había dejado dispuesto el levantar un Altar con título de Nuestra Señora de la Fe. Para que tuviese efecto y hacer este servicio a la Reina de los Angeles, salió con este justo deseo, después de haber caminado (siempre a pie, en este y en todos los demás viajes que hacía para pedir limosnas), y entró en consideración de lo poco que hacemos en servicio de la Virgen Santísima y de la mucha obligación que tenemos para amarla, reverenciarla y servirla; y que no cumpliendo con lo que debemos, es tan piadosa esta Soberana Señora, que se conduele de nuestras aflicciones y necesidades, y por su intercesión nos vemos libre de los peligros visibles e invisibles que nos cercan.

Cuando las almas están puestas en Dios Nuestro Señor, como la de nuestro Hermano, no saben encenderse poco en sentimientos sobrenaturales y divinos, antes toman vuelos de tanta altura, que luego se hallan a las puertas de lo que desean.

No le desagradó a la Santísima Madre de Dios la consideración de este devoto Siervo suyo, porque estando discurriendo con estos motivos, se le apareció, cercada toda de resplandores, con una corona de rosas en la mano, y le habló de esta manera: -Ten ánimo, hijo Francisco, que vencidas algunas dificultades que te faltan, te dará por premio mi Hijo precioso esta corona. Dicho esto se desapareció, quedando el agradecido Religioso bañado en una dulzura celestial, prosiguiendo en los agradecimientos y deudas que se deben tener a una Señora que sabe hacer estos favores, fortalecido su corazón para amarla más y servirla más, creyendo (como es verdad) que nunca puede estar servida ni amada con la dignidad que merece.

Prosiguió su viaje con tan singular merced hasta volver a entrar en Tembleque; y aunque se hizo alguna violencia por el caso que se refirió, pudo más el deseo de servir a la Virgen, dejando a su cuenta el que el suceso pasado no le fuese causa de alguna imperfección, porque en su servicio se allanan todos los caminos.

Debe advertirse que en este y en todos los lugares en que entraba Fray Francisco, ya fuese a pedir limosna, ya a las fundaciones que hizo de las Vías Sacras, ya a erigir los Altares de la Santa Fe Católica y de Nuestra Señora de la Fe, lo primero que hacía era dar obediencia al Cura y Alcalde, como superiores de los pueblos, cada uno en lo que le tocaba; con que hacía un acto heroico de esta virtud y también ganaba la pía afección de las personas que había menester para conseguir sus religiosos intentos; que lo que consiste en modo humano, quiere buen modo.

En Tembleque volvieron a estimar en mucho su venida, y luego trataron de dedicar una Imagen de Nuestra Señora y levantarla Altar con el Título de la Fe, aplaudiendo su pensamiento con los debidos reconocimientos de que quisiese hacer tanto bien a aquel pueblo y que su asistencia en él fuese tan repetida.

Fray Francisco, para celebrar más solemnemente esta fiesta, acordó con el Alcalde y el Cura que se hiciese una procesión y en ella fuesen doce doncellas de pequeña edad con luces en las manos; ellos, reconociendo el lugar, hicieron nómina de las que había para poder ir en la procesión, y hallaron que de aquella edad e igualdad que se pretendía no había más que once niñas para el caso, y dijéronle que con aquellas niñas se podía disponer, que no era bien buscar en otro lugar la que faltaba, pues no había más. El Siervo de Dios les dijo: -Mire bien si hay otra, porque la procesión se haga con el número de doce, para que en él se comprendan todas las doncellas del mundo, y que se entienda que éstas, por todas, prestan culto y rendimiento a la Reina de los Ángeles, que en este se dará por bien servida. Entonces dijo el Alcalde: -En las que hemos referido falta una, que es la hija del barbero; pero ha mucho tiempo que está en la cama tullida de pies y manos, y así no la nombramos, porque no puede asistir. A lo cual dijo nuestro Hermano: -Callen, señores; que para efecto de que la Madre de Dios sea servida y reverenciada, no hay impedimentos que basten, porque todos se desvanecen; y así, yo voy por ella.

Dicho esto los dejó y fue en casa del barbero y preguntó por la doncella que estaba en la cama y encargó a sus padres que se la compusiesen luego, que había de ir en la procesión de Nuestra Señora de la Fe. Los padres (aunque era grande el concepto que tenían de la santidad del Religioso) dijeron que era imposible, que estaba tullida de pies y manos, y le llevaron adonde estaba para que la viese; él, habiéndola visto, dijo a sus padres: -La niña esta buena, y así no hay sino adornarla y llevarla a la iglesia cuando se haga la procesión. Y con esto les dejó y la niña se incorporó en la cama: y admirados los padres de aquella demostración, reconocieron la sanidad de su hija y la vistieron y compusieron, y asistió a la procesión con su vela encendida como las demás.

Llegó el día de la colocación de la Virgen de la Fe en el Altar que para este fin se había erigido, y se hizo la procesión con toda la solemnidad que pudo tener la disposición de aquella villa, aclamando todos y engrandeciendo las obras de Dios en su Siervo, y con mucha razón, porque Tembleque fue teatro de muchas maravillas que obró para declarar la santidad de nuestro Hermano; y asistiendo las doce doncellas muy vistosamente adornadas, con sus velas encendidas, se llevó el aplauso de todos la niña tullida, que viéndola en la procesión con entera salud hizo a todo el pueblo testigo de tan indubitable milagro.

Después de acabada la procesión y que todos se fueron a sus casas, Fray Francisco se quedó en la iglesia, y postrado de rodillas, devotamente delante de Nuestra Señora de la Fe, la habló de esta manera:

-Señora, dadme gracia para que os sepa dar gracias de que estáis haciendo conmigo una misericordia que yo la ejecuto y no la entiendo. Vos me permitís que os ponga nombre, y siendo el de la Fe el primero y el que os conviene más, le habéis tenido como escondido para que nadie le halle sino es yo. ¿Cuándo he merecido esta dicha? ¿Tan gran tesoro se guarda para tan gran pecador? Profundidad es de los secretos de vuestro Hijo. ¿Cómo puedo dejar de admirarme el que reverenciándose tantas Imágenes vuestras con el nombre de la Esperanza y con el de la Caridad, se haya omitido la virtud por la cual fuisteis beatificada de Santa Isabel, que es la Fe? Si Vos sois la puerta por donde entramos a los grados de vuestro Hijo Dios y cuando recibimos la Fe es cuando entramos, por vuestra intercesión entramos; luego siempre ha sido éste el debido nombre vuestro (aunque hasta ahora no se haya declarado). Y pues habéis concedido tal privilegio a tan indigno esclavo vuestro y de la Santa Fe, concededme también que mis culpas no rompan las dichosas cadenas en que habéis puesto.

 

CAPÍTULO XIII

Del viaje que hizo a Quero con luz celestial, y de los sucesos del camino.

Para el ejercicio de la oración en nuestro Hermano no había distinción de lugares, porque en todos, y a todas horas, siempre estaba en ella.

Después de haber concluido la celebridad de Nuestra Señora de la Fe en Tembleque, fue alumbrando su entendimiento con claridad superior de que convenía ir a la Villa de Quero a proseguir en su demanda; y los hombres espirituales, en llegando a conocer que es la voluntad de Dios que se empleen en alguna obra de su servicio, luego arrebatadamente lo ejecutan; y así fue en Fray Francisco, porque sin dilación alguna se puso en camino para la Villa de Quero, cuatro leguas distante de Tembleque, donde se hallaba. Parecióle entrar en un lugar cerca de entrambos a pedir limosna; entró en él y fue muy bien admitido de la justicia, y le dieron un hombre para que le acompañase, el cual le enseñaba las casas en que más frecuentemente se solía repartir. Pasando por una, que era de las mejores, dijo el hombre: -En esta no hay que entrar, porque no se da limosna en ella; a que respondió el Siervo de Dios: -Aunque no se dé, no es bien que quede por mí el pedirla, porque no quede por mí de alguna manera el darla.

Entraron, pues, y fueron muy mal recibidos, y en lugar de la limosna, les dieron una reprensión, fundada en querer desvanecer la virtud religiosa con los malos pretextos de ociosidad e hipocresía, aplaudiendo sólo la cultura de los campos y las manufacturas, como si en su línea cada cosa no tuviera su perfección, con la diferencia de los fines, porque la una espira con lo caduco del cuerpo (mirándola materialmente), y la otra reina con lo eterno del espíritu.

Con gran paz recibió nuestro Hermano la mal fundada doctrina, diciendo al dueño de la casa: -Cierto, señor, que vuestra merced aborrece una virtud muy hermosa y muy barata, porque con ella se agrada a Dios y se gana la victoria del Cielo sin sangre; y si considera qué es lo que da, a quién lo da, y por quién lo da, hallará que lo que da es un poco de aire, y que con él se satisface a un necesitado; que aunque no se haga por Dios, es deuda de la naturaleza; y haciéndose, queda obligado y agradecido aquel Señor, que es el que nos ha de juzgar, y atemoriza saber de fe que en aquel juicio tremendo por ella se nos ha de hacer el cargo y el descargo. A que el hombre, furioso, colérico y desbaratado, le dijo: -Vaya con Dios, o haré que le echen los perros para que sea más apresuradamente. Entonces se apartaron porque no prosiguiese en aquel furiosos atrevimiento, y Fray Francisco fue pidiendo a Nuestro Señor diese algún rayo de su divina misericordia a aquel corazón de piedra.

Apenas habían vuelto la calle cuando aquel mismo hombre fue corriendo en su seguimiento, llamándoles a voces que volviesen a su casa por amor de Dios; Y así volvieron, y con muchos afectos y lágrimas dijo a Fray Francisco: -Que no sólo le quería dar limosna, sino que toda cuanto había en su casa era suyo; que las palabras que le había dicho le habían atravesado el corazón. El Siervo de Dios le consoló y exhortó a penitencia, y a que no diese lugar al demonio por un camino tan sin disculpa, pues es Dios tan bien contento, que admite cualquier limosna, sin que deje de tener su aprecio por corta, y al que no la pueda dar admite el deseo, sin que le falte el mérito. El hombre le dio una copiosa limosna y prometió que a ninguna persona que llegase a su puerta a pedirla se la negaría, y que le daba palabra de hacer en su casa un hospicio donde se recogiesen los pobres pasajeros que se quisiesen detener en aquel lugar, y así lo ejecutó por todo el tiempo de su vida.

En este mismo lugar, entrando en otra casa, prosiguiendo su demanda, se la dio el dueño de ella, y él le apartó a un lado y le dijo: -Que pues tenía tan buen medianero con Dios como era su corazón, inclinado a misericordia, que no embarazase por tanto tiempo la que Nuestro Señor le había de hacer a él si frecuentara los Santos Sacramentos; que ya era tiempo de volver sobre sí. El hombre le respondió: -Padre mío, catorce años ha que no me confieso; y pues Dios ha sido servido de enviarme este llamamiento, yo le ofrezco que he de responder a él con verdadera penitencia.

Salió de aquel lugar, prosiguiendo su camino a la Villa de Quero, dejando en él cogida tan fértil cosecha espiritual. Al llegar a la dicha Villa (que es del Priorato de San Juan), en un corral de una casa que salía al camino que servía de aprisco de ovejas, unos pastores que las querían ordeñar arrojaron al campo unos pedernales que hallaron en el corral a tiempo que pasaba Fray Francisco de la Cruz, el cual iba en su continua oración, y tropezando en uno de los pedernales reparó en él y lo alzó, y mirándole con atención, vio en un llano que hacia el pedernal esculpida una Imagen de la Concepción, por modo de natural, con tres ángeles que cercaban la parte inferior. Admirado el devoto Hermano de un prodigio como éste, preguntó a los pastores: -Que para qué arrojaban aquellos pedernales del aprisco; y le dijeron: -Que unos muchachos de aquella casa, para igualar el peso de unas cargas de leña, habían puestos aquellos pedernales, y porque allí no era menester los arrojaron al campo. Entonces les dijo el Siervo de Dios, enseñándoles la Santa Imagen: -Pues miren y adoren la que han apartado de sí, y den muchas gracias a Nuestro Señor de vivir en tierra que fue servido de elegir para que en ella apareciese esta Imagen de su Madre Santísima. Los pastores reverenciaron aquella representación de la Virgen Señora Nuestra; y nuestro Hermano pidió su limosna y se volvió a la Alberca, donde halló que el Relicario que se había hecho en San Clemente ya se le habían traído para colocar las Santas Reliquias, en el cual puso todas las que había traído de Roma, el Lignum Crucis que le dieron en Nápoles y este pedernal con la Efigie de Nuestra Señora de la Concepción, como se ha referido, y asimismo una carta original de Santa Teresa de Jesús, que fueron las prendas preciosas de que se compuso aquel Santo Relicario, que se colocó en la Iglesia al lado de la Epístola enfrente del Púlpito, con celebridad y devoción, donde se pone altar portátil y se dicen Misas en algunos tiempos del año.

El suceso de la aparición de esta devota Imagen de la Concepción en aquel pedernal, y su colocación, entre los apuntamientos que escribió el Padre Fray Juan de Herrera para las Honras que se hicieron en Madrid a Fray Francisco de la Cruz, fue uno éste; y también escribe de esta aparición, más latamente, el Padre Fray Pablo Carrasco en el libro de la fundación del Convento del Carmen de Santa Ana de la Alberca, que aun no se ha dado a la estampa.

La devoción de esta Santa Imagen se fue extendiendo, no sólo por aquella Comarca, sino por toda la Mancha; y Nuestro Señor ha obrado muchas maravillas por ella, y todos aquellos pueblos venían allí a cumplir sus votos. Esta general devoción movió a los vecinos de Quero a querer tener en su lugar aquella Santa Imagen, diciendo: -Que Nuestro Señor se la había enviado a su casa, y que así era suya; y por no reducirlo a pleito, por el conocido derecho del convento de la Alberca, trataron con sagacidad de recobrarla; y gozando de algún descuido de los Religiosos, rompieron la reja de madera y el viril del Relicario, sacaron el pedernal y se llevaron la devota Imagen, y la tiene en Quero con particular veneración en un nicho de la iglesia con reja de hierro.

 

CAPÍTULO XIV

De diversos favores que recibió del Cielo, y en especial uno de muchas prerrogativas, por la devoción que siempre tuvo al Santísimo Sacramento del Altar.

Estando Fray Francisco de la Cruz en su convento de la Alberca, luego volvió a la distribución de sus horas en los continuos ejercicios referidos, sin tener rato de ociosidad. Los Religiosos de aquella conventualidad le solían decir: -¿Es posible que no descanse algún instante, aunque sea por recobrarse para trabajar? A lo que él respondía: -Si mi grado en la Religión es la Vida Activa, ¿cómo podré cumplir con él estando sentado? En otra ocasión, hablando un día con el Hermano Fray Gregorio Roca, siendo conventual de Santa Ana, le dijo a Fray Francisco los deseos que tenía de servir mucho a la Religión. A que le respondió: -Si sale de una enfermedad que ha de tener después de cumplidos cuarenta años, ha de ser de mucho servicio en ella. La cual tuvo por el mismo tiempo, y hoy es Procurador del convento de Alcalá de Henares.

Pidió licencia al Padre Fray Juan de Herrera, su Prelado y Maestro, para ir a un lugar que está junto a Tembleque a poner las Vías Sacras, porque ya con la justicia de él lo tenía ajustado; y habiéndosela dado, salió a ponerlo en ejecución. Entró en el lugar y dio la obediencia al Cura, como acostumbraba, y díjole a lo que venía, y que, con su licencia, se pondrían las Cruces el primer día festivo; que se sirviese de disponer una procesión por la tarde para que se colocasen devotamente, porque en aquella misma conformidad se había puesto en otros lugares.

El Cura, fuese porque no se había tratado con él, o por otro motivo, dijo que de ninguna manera se había de hacer la procesión ni se habían de poner las Vías Sacras. Fray Francisco le propuso que aquel pueblo lo deseaba, que la prevención estaba hecha y que él venía sólo a este efecto, y, sobre todo, que era servicio de Nuestro Señor. El Cura resolvió que no había de ser. Llegó el día de la fiesta, y estando el Cura muy descuidado, a las dos de la tarde oyó tocar a fiesta en la iglesia. Salió muy apresurado a ver quien, sin orden suya, tenía aquel atrevimiento, y halló la iglesia cerrada y al Sacristán que venía también a saber quién tocaba las campanas; con que entrambos abrieron las puertas de la iglesia y fueron testigos de vista de que las campanas se tocaban sin que persona alguna las tocara. Con esto reconoció el Cura que el dictamen que había tenido no era el mejor, y que Nuestro Señor, milagrosamente, volvía por aquella causa. Llamó a Fray Francisco, haciendo mucho aprecio de su persona. Hízose la procesión como estaba dispuesta, aumentando la devoción este suceso maravilloso; reconociendo todos que, no sin grandes fundamentos, aquel Religioso tenía tanta opinión de Santo en toda aquella tierra.

A la venida de este lugar entró en Tembleque a ver a María Díaz, a su hija y a su yerno, y les dijo: -Ya saben que somos amigos y lo que yo siempre les he querido; encomendémonos a Dios, que ya no nos hemos de ver hasta en el Cielo. Y lo cierto es que no se volvieron a ver más, porque ellos se vinieron a vivir a Madrid y él murió al poco tiempo; con que se despidió de ellos y se volvió a su convento.

Entró en la víspera de la Festividad del Santísimo Sacramento, que aquel año fue en 20 de junio, la cual celebraba el Siervo de Dios con todo el afecto de su alma, desplegando las velas a la Oración, haciendo sus ejercicios más fervorosamente y viviendo, si así se puede decir, de la alta contemplación, considerando que la reverencia a este Sagrado Misterio la recibió de mano de Dios y no en la forma ordinaria, por devoción sensible ni por inspiración particular o revelación, como otras mercedes suyas, sino enviándole un muerto a que la anunciase y aconsejase; y si toda la vida, desde su conversión, la empleó en fundaciones de altares a la Santa Fe Católica, en que fuese reverenciada la Reina de los Ángeles María Santísima con el nombre de la Fe, y en ser pregonero de ella por tantas y tan remotas provincias, siendo la primera diligencia que hacía en cada pueblo la visita y Estación del Santísimo Sacramento, para que el mundo viniese por su conocimiento y adoración a lograr la verdadera penitencia de su culpas, ¿qué mucho que rindiese devotas veneraciones a este Señor Sacramentado siendo éste el Misterio de la Fe por excelencia?

En orden a esto y que por esta causa le esperaba un extraordinario favor y misericordia de la mano del Señor, estando en la quietud de la oración tuvo ilustración particular de que asistiese a la fiesta en el día de esta Sagrada Octava que se hiciese en el Pinarejo, lugar pobre, dos leguas distantes de la Alberca, también del Obispado de Cuenca.

Esta proposición la hizo a su Padre espiritual y Prior; y le pareció tan bien, que le dijo era muy justo ir a asistir en aquella celebridad y ayudar en ella al Licenciado Franco, Cura de aquel pueblo, y que él quería también acompañarle, para que los dos asistieran juntos.

Llegó aquel dichoso día, y tomaron la mañana Maestro y Discípulo y fueron a tenerle en el Pinarejo. El Licenciado Franco los recibió con mucha alegría, porque conocía muy bien a los dos asistentes que Dios le había enviado. Celebróse por la mañana el Oficio con mucha devoción y respeto y con la autoridad que podía dar de sí lo limitado de aquella población.

Hízose la procesión por la tarde, asistiendo los dos Religiosos junto al Preste, y desde que se empezó el Padre Fray Juan de Herrera iba reparando en el rostro de Fray Francisco, porque le parecía en las demostraciones exteriores que se movía con afectos de demasiada alegría, y que habiendo de andar procesionalmente caminaba tan vuelto de lado por ir mirando siempre a la Custodia con tan perseverante vista, que no apartaba los ojos de ella, dando siempre los pasos de espaldas, al modo de los que en las procesiones van incensando, conociéndose en él (aun con algún género de destemplanza) los soberanos gozos en que estaba su corazón bañado.

De esta suerte fueron procediendo entrambos hasta que volvió la procesión a la iglesia y el Santísimo se puso en el Altar mayor, quedando juntos de rodillas en la grada primera los dos Religiosos. Entonces el Padre Fray Juan de Herrera le dijo a su compañero: -Dígame, Hermano, y mire que se lo mandoo con Obediencia: ¿qué divertimento ha sido el que ha tenido todo el tiempo de la procesión, que con diversos movimientos de los ojos y del cuerpo le ha estado significando? Fray Francisco le respondió: -¿Cómo quiere Vuestra Paternidad que no haya estado contento y divertido, si desde que empezó la procesión se llenó todo el aire de la iglesia de hermosísimas mariposas, las cuales Nuestro Señor fue servido de darme a entender que eran tropas de Espíritus Angélicos que venían a servir y celebrar la festividad de su Dios Sacramentado, supliendo los medios humanos de este pobre pueblo las Inteligencias Soberanas, y que para mayor confusión mía de lo que soy y de lo que debo ser, al punto que se volvió ahora a poner la Custodia en el Altar, se llegó una mariposa hermosísima vestida de diferentes colores junta al viril de la Sagrada Hostia, y después de estar alrededor de él revoloteando se vino derecha a mí y se me puso en la boca, como quien llega a recibir un recado de un Príncipe y le lleva a quien se le envía, dándome Nuestro Señor en esta ocasión un claro conocimiento de que así premia la devoción que tengo a su Divina Majestad Sacramentada y de que le son agradables mis comuniones?

Cesó el Siervo de Dios, acabando la plática con algunas demostraciones y lágrimas, causadas del excesivo contento que cercaba su dichosa alma; y el Padre Fray Juan de Herrera le dijo que hiciese diferentes actos de humillación y agradecimiento; y mientras se encerraba al Señor y se bendecía al pueblo con la Sagrada Hostia, dijeron a un tiempo en sus corazones los Santos Religiosos:

Fray Francisco de la Cruz.

Señor, poned modo conmigo en vuestras misericordias, que mi pecho no es capaz de una inmensidad de bienes, y dadme palabras de verdadero agradecimiento, o suspended, Señor (conociendo mi indignidad) tan excesivas mercedes, o suplid mi cortedad, que es el medio más seguro para que yo no quede en los términos de ingrato; básteme no salir de los de deudor: y para que lo sea verdaderamente de lo que os es agradable, dadme copiosísimos dones de humildad, pues en ella existe tanta parte de vuestros tesoros divinos, y sólo ella puede ser el recibo y el retorno.

Fray Juan de Herrera.

Gracias os doy, Señor, de que así os acordéis de estos indignos siervos vuestros con favores visibles e invisibles; a mi compañero corriendo a sus ojos el velo de vuestras maravillas, y a mí dándome esfuerzos en la Fe, para que sin gozarle descubierto, os adore y os ame y os confiese por mi Dios vivo y verdadero, haciendo en él ostentaciones del amor y en mí confianzas de la Fe.

El Preste hizo la ceremonia de la bendición, encerróse el Santísimo Sacramento. Fray Francisco dejó de ver aquellos ejércitos de mariposas, se acabó la función y los Religiosos se volvieron a su convento.

 

CAPÍTULO XV

De diversas locuciones y visiones que tuvo el Siervo de Dios.

Hase tratado de algunas locuciones y visiones en la vida de Fray Francisco de la Cruz que han pertenecido a aquellos estados y tiempos en que se han referido, conforme nuestro Señor fue servido de revelárselas y porque toda su vida estuvo llena de misterios, unos significados en enigmas y otros con más claridad, y todos con particular doctrina para nuestra enseñanza y edificación.

Conviene hacer capítulo aparte de esta materia; porque incluyendo generalidad y no habiéndose puesto en el corriente de la historia, por no faltar a la propiedad y por no hacerla molesta interrumpiéndola, no es bien que parte tan esencial como Anunciaciones del divino Oráculo quede sepultada en el silencio, omitiendo estos particulares privilegios (propios del sujeto de la historia) y faltando al fruto que de ellos puede resultar.

Debe advertirse que siempre los Prelados y Confesores le pusieron precepto de que escribiese su vida y los favores que recibía del Cielo; y como era tan humilde y obediente, quisiera cumplir con entrambas virtudes, y así su vida secular está escrita de su letra con algún género de método, y aunque no tiene la perfección necesaria, está sucesiva; pero las misericordias que recibió del Señor están en apuntamientos, y en algunos aún no acabadas de declarar las dicciones, sino unos conceptos puestos en minuta, en que se reconoce la repugnancia de él natural para lo que pudiera ser de gloria suya; y así, como su vida siempre estuvo distribuida con licencia de los Prelados y Padre espiritual, siempre cumplía con la santa Obediencia, porque lo que hacía todo era debajo de precepto, y en lo que no tenía tiempo no le podía haber, principalmente no graduándole las ocupaciones.

Por esta causa a estas revelaciones no se les puede dar inteligencia cierta, pero la presunta bastantemente se conoce; con que de esta materia, así el que escribe como el que leyere, todos son intérpretes en lo que necesitare de explicación habiendo camino llano para ella, y en donde no se hallare no es bien entrarse la tierra tan adentro que haya riesgo de perderse, y así se reservará para quien nuestro Señor fuera servido de participar estas inteligencias. También se debe advertir que todas las ilustraciones, visones y locuciones que no se les diere tiempo señalado, sucedían después de la Comunión o en la Oración.

Un día, después de haber comulgado, sintió gran sed de traer almas a Nuestro Señor Dios, y conoció en sí una gran miseria y corta capacidad para ello, mirándose como un poco de barro, y le dijeron: -Este barro está cocido con el fuego de mi amor. Y entonces vio tres fuentes y se le figuraron tres personas que conocía, y la una de ellas era Fray Francisco de la Cruz, y le dijeron: -Éstas han de repartir el agua de mi Doctrina.

Otra vez oyó interiormente grandes voces que llenaban el aire y decían: -¡Viva la fe y muera la herejía!

Otra vez, después de San Antonio Abad, habiendo comulgado, estando pidiendo a Dios que a todos les diese luz para que acertasen a hacer su voluntad, oyó una voz que dijo: Dile a este humilde Siervo mío ponga por obra los deseos que le he comunicado y espere en mí; en la cual locución ganó ejecutoria de humilde, y se halló apropiados y adjudicados todos los bienes y tesoros que pertenecen a la humildad, a cuyo nombre está reverente la tierra, se pasman los demás elementos y se trastornan los cielos.

Acerca de su padre tuvo diferentes visiones y locuciones. Una vez le vio que buscaba posada y no la hallaba. Otra vez le vio a la puerta de una iglesia y que le estaba mirando. Otra le vio muy afligido, y que le dijo: -Los de la Compañía de Jesús me quieren. Singular prerrogativa de esta Religión, pues el agradecimiento de un difunto a una voluntad es por lo que en ella le resulta de bien, y causarle a quien no conoce es hacer (sin distinción de personas) con los muertos lo que hace con los vivos, pues a unos les saca de culpas y a otros de penas. Otra vez vio a su padre levantarse de entre los muertos. Otra le vio pasar un río y que él le ayudaba. Otra le vio muerto y ligado, y que él le desató y resucitó, y entonces le dijo su padre: -Bendito sea Dios. Otra le vio vestido de bodas y contento.

Otra vez vio que el Sol y la Luna se iban a poner a un mismo tiempo, y que ya faltaba poco para ponerse, y que causaba gran temor. De cualquier modo que esto se entienda, o ya en el juicio universal, o ya en el particular, siempre le falta poco a lo que consiste en días, y porque está cerca el día de Dios.

Otra vez vio una guerra muy trabada y reñida, y en ella caído un pendón; y después de rota y desbaratada la batalla llegó Fray Francisco, y levantó el pendón y dijo: -¡Viva la Fe! Cruel guerra es la de nuestras costumbres; entramos en ella los fieles levantando el pendón de la Fe, y como no obramos bien, se pierde la batalla; y estando muerta la Fe por falta de obras, ¡qué mucho que el pendón esté caído y qué mucho que le enarbole y diga: Viva la Fe, aquel en quien vive la Fe!

Otra vez vio un edificio en el aire con letras, y quiso leerlas y no pudo leer más que estas palabras: Fe, Fe, Fe, y al mismo tiempo vio que iba huyendo mucha gente, y le dieron a entender que iban a recogerse a una iglesia pequeña, y tras la gente venían muchos remolinos de fuego. En las obscuridades misteriosas, cuando las inteligencias se dan en símbolos, solamente puede explicar su verdad el que es autor de ella, y en este presente parece que se enseña que la Iglesia favorece, a la hora del huir de los peligros, a los que se retiran con Fe a ella.

Otra vio una viña con pocos racimos y marchitos, y junto a ella una vid que corría agua y se volvió fuente de piedra firme. Parece que nos da a entender que, para recobrarse las virtudes marchitas, el remedio está en las lágrimas.

Otra vez vio muchas cruces y ninguna gente, y que llovía sangre. Parece que se ve con claridad la amenaza de castigos, cuando la Cruz con que cada uno ha de ir a la Patria no hay quien la reciba.

Otra vez vio que mataban un cristiano y que él ofrecía la vida por él, y que le prendieron, y llevaron ante un gran Juez y le dijo la causa de su prisión, y allí enseñaba la Doctrina cristiana.

Otra vio un edificio sobre otro con una Cruz y un letrero que decía: Fe, y una fuente de sangre en la sobredicha iglesia.

Otra vez vio los vicios debajo de figura.

Otra vez vio el infierno.

Otra vio que le atormentaban dos demonios en una iglesia.

Otra vez vio tres sillas, y en la de en medio un demonio.

Otra vez vio dos escuadrones de demonios.

Otra vio un león que le despedazaba.

Otra vio un dragón atado.

Otra vez vio tres azucenas encima de la cabeza de un pobre. Esta visión parece significa bastante serenidad sobre las tribulaciones antecedentes.

Otra vez vio un mundo con muchas redes.

Otra vio unas tinieblas muy obscuras, y conoció que le llevaban de la mano, y no sabía adónde ni quién.

Otra se vio a la puerta del Cielo, y no le dejaron entrar y le dijeron que había de pasar primero las penas del Purgatorio, y le dejaron caer, y dio un golpe en un lago de agua; de lo cual parece resulta grande enseñanza para vivir siempre en el santo amor y temor de Dios, pues a un Fray Francisco de la Cruz, varón de las alturas que hemos conocido, parece que aún le faltan lágrimas para entrar en el Cielo, aunque se debe advertir que esta visión fue antes de su viaje a la Tierra Santa, y su influencia se debe considerar en el tiempo de su vida en que la tuvo, y también el que sus obras penales en la peregrinación fueron su Purgatorio.

Otra vez vio una senda angosta y toda de piedra firme, por la cual es felicidad el caminar (aunque sea a costa de estrechuras), pues se asienta el pie seguro.

Otra vez, después de haber venido de su peregrinación, estando en Madrid en el claustro alto en su continua presencia de Dios, a hora de las cuatro de la tarde, se puso a mirar al Cielo y a llorar. En esta ocasión llegó el P. Fray Diego de la Fuente y le dijo: -Fray Francisco, ¿qué llanto es ese? Y le respondió: -Tiene muy justa causa, porque he estado viendo un globo de fuego en el aire, y he llegado a conocer las terribles guerras que hay de presente y amenazan en adelante en un Reino de Europa, y que en él ha de suceder la tragedia más sin ejemplar que haya visto el mundo. Esto sucedió por el año de cuarenta y siete, en ocasión que en Inglaterra había tanto derramamiento de sangre en repetidas batallas; puede entenderse esta visión por este Reino, principalmente cuando se siguió la sin ejemplar tragedia de su Rey Carlos Estuardo.

 

CAPÍTULO XVI

De la dichosa muerte del Siervo de Dios.

Envió el Padre Prior a Fray Francisco de la Cruz, y en su compañía otro Hermano, para que pidiese en el Castillo de Garci-Muñoz la limosna del aceite y la remitiese al convento, y él pasase luego a San Clemente, y en la dicha villa la pidiese de la lana y queso. Hizo lo que la Santa Obediencia le mandó, y al despedir al compañero le dijo: -Juzgo que ya no nos veremos; diga al Padre Prior que tenga cuenta conmigo. Con que uno pasó a la Alberca y otro a San Clemente.

Entró en aquella villa nuestro Hermano a primero de julio del dicho año de cuarenta y siete; fue a posar en casa de Doña Ana de la Torre, donde tenía aposento señalado, desde donde sacó la Cruz (que llevó a Jerusalén) para su convento, y en donde era tanto lo que le querían, que en viéndole entrar por la puerta se daban parabienes, que esto puede la virtud entre virtuosos.

Hablando de esta voluntad que en casa de Doña Ana de la Torre le tenían con el Padre Prior, al salir a pedir estas limosnas, dijo: -Mucho me quieren en casa de Doña Ana de la Torre; entiendo que he de morir en ella. Al día siguiente a su venida le dio una fiebre ardiente, cuya calidad conocida por el Médico, dijo que traía mucha malicia y que estaba en peligro de la vida. A la segunda visita declaró que la enfermedad era mortal, que se acudiese luego con los remedios de la Iglesia, porque los del cuerpo eran en vano, por la gravedad del accidente, desayudado de la edad y del mal tratamiento que continuamente se hacía Fray Francisco; con que se envió luego a toda diligencia a dar aviso al Padre Prior, el cual el día 4 de julio se halló en San Clemente, viendo a su hijo y discípulo querido, mostrando el justo dolor que tenía de su enfermedad, y de que los términos de ella fuesen tan apresurados, a que él le dijo: -Vuestra Paternidad no se desconsuele, porque le he menester con aliento en esta ocasión; pues si en vida ha trabajado tanto conmigo, también ha de tener entendido que le ha de costar trabajo mi muerte; y para que yo cumpla con la obligación de Religioso, y que muero con la pobreza que prometí a Dios en mi profesión, sírvase vuestra Paternidad de que se escriba mi desapropio, para que yo lo firme; lo cual se hizo así, y es del tenor siguiente:

Desapropio e inventario de los bienes ad usum  

de Fray Francisco de la Cruz.

MUY REVERENDO PADRE PRIOR:

Fray Francisco de la Cruz, Conventual del convento de Santa Ana de la villa de la Alberca, y al presente asistente en esta villa de San Clemente, con licencia de Vuestra Paternidad para pedir la limosna de lana y queso. Estando atacado de la enfermedad que Nuestro Señor ha sido servido de darme, y habiendo mandado el médico corporal que reciba los Sacramentos, antes de recibirlos, deseando cumplir la obligación de Religioso: En el nombre de Dios Todopoderoso, me desapropio de todo aquello que tengo ad usum, que es lo siguiente:

Primeramente dos túnicas viejas interiores, de estameña blanca; el Hábito que traigo, saya, Escapulario, capilla y la capa blanca de estameña, ya traída; unos zapatos que traigo; unas medias de paño y un Rosario que está tocado a los Santos Lugares; un sombrero viejo. No hallo tener, ni poseer ad usum otra cosa, y así lo firmo. Julio 4 de 1647.

Fray Francisco de la Cruz.

 

Hecha esta diligencia, el Padre Prior le confesó para morir, y administró los Santos Sacramentos, que recibió con aquella admirable devoción que había practicado en vida. ¡Quién puede pasar de aquí sin considerar que esta es la hora de la cosecha, y que cogerá poco el que sembrare poco, y el que sembrare como debe cogerá con bendición y bendición eterna! Sea tal hora bendita, y lo sea también tal fertilidad de frutos. Allí Fray Francisco hacía copiosísimos actos de resignación, porque estaba enseñando a hacerlos; de Fe, porque la había pregonado por el mundo; de Esperanza, por que sólo en ella se había afirmado; y de Caridad, porque con ella se había unido con Dios. Todas las virtudes parece que las tenía a la mano, y como las había traído tan cerca, las halló presto; que en esta ocasión mal se hallan si entonces se van a buscar, y sólo sabe ejecutarlas bien el que tiene bien hecho el hábito a ellas, no habiendo más razón natural para acertar acciones tan dificultosas en tal turbación de la naturaleza, que la costumbre antecedente: temeridad será prometerse el acierto sin esta razón.

En esta conformidad pasó hasta el día 6 de julio en celestiales meditaciones y coloquios Divinos.

Viendo el Padre Fray Juan de Herrera que ya se apresuraba la partida de nuestro Hermano, se llegó a él y le dijo: -¿Cómo va de presencia de Dios? A que respondió mostrando particular alegría: -Nunca más bien, que Dios no falta en esta hora. Entonces le volvió a decir: -Pues buen ánimo, que se acaba la peregrinación y se está ya tan cerca de la Patria, que se oyen las campanas de la Gloria. A esto no pudo responder con la voz, pero respondió como pudo con los ojos, y luego cruzó los brazos, haciendo en cada mano con los dos dedos una Cruz, con que se puso en forma de Calvario, queriendo que caminase su dichosa alma desde una verdadera imitación suya (sitio de redención), para que el juicio que en aquel instante se había de hacer de ella le viese Nuestro Señor Jesucristo que se le representaba en su Tribunal, amparado de aquel sagrado de su Cruz, de su Sangre y de su Santísima Pasión.

El padre Prior le hizo la recomendación del alma, y queriendo decir algunos salmos para volver a repetirla, como la ocasión le necesitara, el primero que encontró fue el 22, que empieza. Dominus vegit me, en que está significada la protección de Dios en vida y en muerte. Y parece que Fray Francisco de la Cruz tuvo inteligencia de su significación, porque abrió los ojos dando a entender el reverente agradecimiendo de su alma. Al llegar al verso cuarto, que dice: Non, et si ambulavero in medio umbra, mortis non timebo mala, quoniam tu mecum est, entregó su espíritu en manos del que le crió y redimió; y de tal vida y de tal muerte bien puede persuadiese la piedad cristiana a que más hermoso que las estrellas y más resplandecientes que el Sol, todo vestido de luces de gloria, rodeado de Querubines y de Serafines, ceñidas las sienes con la corona de rosas ofrecida por la Virgen Santísima en su gloriosa aparición, para ser dichoso por una eternidad, entró en los Alcázares soberanos a ser ciudadano de los Santos y doméstico de Dios.

Murió de 61 años, 5 meses y 10 días; habiéndole concedido la Majestad de Dios Nuestro Señor una gracia tan particular, que rara vez se halla en varones tan espirituales, y fue que jamás tuvo escrúpulos; y aunque se ha referido que tuvo substracciones y sequedades de espíritu, esa es una dolencia de otro género.

Había corrido voz por la villa de que el Siervo de Dios estaba en la agonía de la muerte, con que todos su moradores vinieron a la puerta de la casa de Doña Ana de la Torre; y como la gente de ella dijo que ya había espirado, fueron grandes los sentimientos que hizo aquel piadoso pueblo, como si a cada uno de él se le hubiera muerto su padre; siendo tan generales, que a un mismo tiempo causaban lástima por los tristes acentos con que se explicaba tal pérdida, y contento por ver la aclamación de su santidad.

El deseo de verle en los que le lloraban fue tal, que no se les pudo impedir que entrasen donde estaba ya compuesto con el Hábito de su Religión; y al ver el difunto cuerpo fueron tantos los clamores y desconsuelos de los que se hallaron presentes, que hacían mover a dolor al corazón más endurecido; que es un género de violencia que sale a los ojos el ver puestos en razón los sentimientos.

Después sobrevino aquella muchedumbre otro afecto, que aunque era de devoción era de inconveniente, que fue querer llevar todos ellos alguna Reliquia suya; con que empezaron a cortar de sus Hábitos, y esto llegó a tal extremo, que fue menester que la justicia pusiese guardas en la casa, con que por entonces se tomó alguna forma.

El Padre Prior, como se lo había profetizado Fray Francisco, se halló notablemente atribulado, porque por una parte el pueblo empezaba a declararse en no querer dejarle llevar por haber muerto en San Clemente, por otra no tenía disposición pare llevarle, y de cualquier manera que la tomara sentía no dejasen el cadáver indecente con acabar de cortarle los vestidos, porque las guardas no sirvieron de embarazarlo, sino de mudar las personas que lo hacían; con que a la mañana del día siguiente se valió de un señor, Inquisidor de Cuenca, que estaba en la villa, para que le diese su coche e interpusiese a todos su autoridad hasta que el Siervo de Dios fuese llevado a su convento, en donde Nuestro Señor parece que no fue servido que muriese, por las obras maravillosas que resultaron de haber muerto fuera de él, y porque donde empezó su viaje para la Jerusalén de la tierra le empezase para la del Cielo.

Entretanto D. Juan de la Torre y Alarcón, Comisario del Santo Oficio, hermano de la dicha Doña Ana de la Torre, que se halló a todo en aquella casa, dijo a un sobrino suyo: -Rigurosa cosa es que teniendo aquí el cuerpo de Fray Francisco nos quedemos sin alguna Reliquia suya, habiendo sido esta casa su hospicio tantos años y habiendo muerto en ella; con que el tío y el sobrino le cortaron un dedo del pie, y al cortarle corrió sangre, como si aquella diligencia se hubiera hecho estando vivo, y le dividieron entre los dos por Reliquias muy preciosas que hoy se conservan en aquella familia con estimación y reverencia.

El Sr. Inquisidor dio el coche y asistió a todo, con que el Padre Prior se llevó su Religioso con muchas contradicciones y protestas de la villa.

Desde que salió de ella se fue todo aquel pueblo acompañando el coche, y muchas personas de él con luces, y le siguieron más de un cuarto de legua, y para estorbarles el que no fuesen hasta la Alberca fue menester repartirles en pedazos muy pequeños los hábitos del Santo Varón, y de esta suerte se volvieron a sus casas.

Entraron en la Alberca, donde ya se sabía su muerte, y todos los vecinos de aquella villa le estaban esperando aún con mayores afectos de dolor, porque había vivido entre ellos. Fue menester ponerle hábitos para hacerle el Oficio de Difuntos; y después de él fue menester que asistieran Religiosos a cerrar luego la caja, para que no se los cortasen, y no bastó esta diligencia, porque le cortaron mucha parte de ellos.

Ya el convento tenía prevenido un nicho debajo de las Reliquias que le dio el Pontífice Urbano VIII en Roma. Allí depositaron aquellos enternecidos Religiosos el dichoso cuerpo, y tabicaron el nicho, hasta tanto que Nuestro Señor sea servido que por autoridad eclesiástica sea colocado y reverenciado en público.

 

CAPÍTULO XVII

De las maravillas con que Nuestro Señor declaró la Santidad de su Siervo después de muerto.

Después de haber hecho el depósito del cuerpo del Venerable Fray Francisco de la Cruz con las circunstancias de singularidad referidas, que obradas por una Religión tan grave y atenta hacen mucha ponderación para el conocimiento de su santidad, divulgóse por toda la Mancha su dichosa muerte, y por toda ella fue el sentimiento general, por el amor que le tenían y por los beneficios que de la Divina Bondad habían recibido por su intercesión, echando de menos los consejos saludables y cristianas amonestaciones que hacía en todos géneros de estados, para que cada uno cumpliese con la obligación del suyo; y en fin, al medianero de todas sus diferencias, sin hallar en su pérdida otro consuelo más que el de ir aquellos numerosos pueblos a visitar su sepulcro y ponerle por intercesor con Dios en sus votos y necesidades, para que el que les había amparado vivo no les olvidase glorioso, como fiaban que lo era en la Divina misericordia.

Trató aquel santo convento de Santa Ana de la Alberca de hacer las Honras tan debidas a su difunto hijo, porque toda aquella tierra, que tenía tanta noticia de sus virtudes, la tuviera también de las maravillas con que Dios había honrado a su amigo. Señalóse día para ellas, y habiendo llegado, se despoblaron todos aquellos lugares convecinos a la Alberca para su asistencia.

Fue grande el concurso y mayor la aclamación que tuvieron sus esclarecidas virtudes, porque salieron a la luz del mundo sus secretas mortificaciones y penitencias, sus recatados ayunos y vigilias, y los milagros evidentes que con él y por él había obrado la poderosa mano del Señor. Fue tan grande el aplauso que hizo, acabado el sermón, aquel lastimado concurso, que parece llegaban al Cielo sus fervorosas aclamaciones; y sí llegaban, porque el Cielo siempre admite benigno lo que liberal influye, siendo argumento de la santidad de nuestro Hermano el crédito de tantos; porque nuestro Señor no quiere, acerca de veneraciones, engaños (aunque sean piadosos), y parece que concurre a la común estimación para que ande la certeza arrimada a la generalidad.

También se le hicieron en Madrid Honras, asistiendo a ella lo más noble y privilegiado de la Corte, causando rara admiración en todos el especial camino por donde Dios había guiado a Fray Francisco de la Cruz, de que serían pregoneros los sujetos de tan diferentes Naciones que asistieron por todas las provincias de Europa, con la participación de las noticias de su especial vida y feliz muerte.

Su sepulcro ha sido frecuentado por diversas personas, con varios géneros de enfermedades, y han experimentado que a su invocación ha concedido sanidad Nuestro Señor por los méritos de su Siervo, y no sólo ha querido concederla a los que le visitan, sino a los que de cualquier modo interponen su favor, como sucedió en el convento del Carmen de Madrid con Fray Diego de la Fuente, que estando enfermo invocó su auxilio y luego se halló libre de la calentura que le afligía, sin que el volviese a repetir.

Lo mismo sucedió con Fray Luis Muñoz, su amigo y compañero: estando enfermo con calenturas continuas y vehementes dolores de cabeza, se aplicó a ella una de las cartas que tenía suyas, diciendo que si le alcanzaba la salud de Nuestro Señor le ofrecía hacer un cuadro de los Misterios de nuestra Santa Fe Católica y colocarle en el convento del Carmen de la villa de Valdemoro, donde no le había, y luego se halló libre de la calentura y del molesto accidente de la cabeza, y para cumplir su ofrecimiento acudió en casa de María Díaz y de Alvaro López, su yerno, y por el cuadro que ellos tenían de los Misterios de la Fe, de que se ha hecho mención, hizo copiar otro y le colocó en la iglesia del convento del Carmen de Valdemoro, donde es reverenciado de los fieles.

Antes de pasar a lo que se sigue es forzoso ponderar y admirar la perfecta conformidad de Dios en sus obras, pues habiendo gobernado la vida de Fray Francisco de la Cruz por veredas tan extraordinarias y tan fuera, no sólo del estilo común de la naturaleza, sino también del estilo ordinario de sus prodigios, formando en él, si así se puede decir, un hombre nuevo, a diferencia de los otros hombres, para ejemplo de todos y para singular aprecio de la Divina Gracia, concediendo a su vida, así temporal como espiritual, desusados favores y privilegios, los cuales ha querido también que pasen a ser gloriosos adorno de su cadáver, dando a entender después de muerto su rara santidad y, por consiguiente, su gloria con sucesos también de la misma suerte, fuera de los que suele conceder para honra y veneración de otros Santos, haciendo hermosa consonancia y uniformidad la muerte con la vida, cuya proposición se verifica en los casos siguientes:

Ya se dijo cómo después de metida la caja en que está el cuerpo de Fray Francisco de la Cruz en el nicho que tenía dispuesto la Religión debajo del Relicario, se tabicó, el cual después se dio de yeso en la igualdad que está la iglesia. Después de pocos días que allí fue depositado se apareció en la misma parte la efigie del Siervo de Dios, de la suerte que como estaba en la caja cuando le hicieron el Oficio de Difuntos. Dibujada su figura, tan perfecta, que todos los que le veían y conocían decían que era él mismo, y el dibujo estaba hecho con rasgos, al parecer, formados con algún carbón o lápiz sutilmente, a la semejanza de un dibujo hecho en papel blanco, y estaba tan propio, que si aquellas señales se cubrieron de colores, saliera un retrato muy parecido del difunto.

Asimismo toda la distancia que ocupaba el retrato dibujado estaba cubierta de un género de mancha como de aceite, que en llegando las manos a ella se reconocía algún género de humedad jugosa, de la suerte que en Alcalá de Henares está la piedra en que fueron degollados los Santos Mártires Justo y Pastor; y no habiendo sido esta obra hecha por modo natural, es forzoso que sea por Artífice Soberano; y aunque sus juicios son incomprensibles, lo que puede rastrear nuestra cortedad parece que es haber querido socorrer a los pueblos que frecuentan el sepulcro del Santo Varón, para que, ya que no le gozan vivo, se consuelen viéndole de alguna manera; el cual dicho dibujo, en la misma disposición que se ha referido, duró muchos años, y aun al presente se reconoce, aunque algo en confuso.

En las Vísperas de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo del mismo año que murió, estando los Religiosos en el Coro, y con ellos el Hermano que cuidaba de la Sacristía, empezaron el Oficio, sin advertir en que no estaban encendidas las velas del Altar mayor; y habiéndolo reconocido, enviaron al dicho Hermano para que a toda prisa las fuera a encender, y al mismo tiempo vio toda la Comunidad desde el Coro a un Religioso encendiéndolas, y en la disposición del cuerpo y en no haber otro, conocieron que era Fray Francisco de la Cruz; y después de acabadas las Vísperas, dijo el Hermano con grande admiración: -Que cuando llegó al Altar mayor para encender las velas, las halló todas encendidas, no habiendo fuera del Coro en el convento más personas que él; con que se persuadieron los Religiosos que era verdad lo que les había parecido. El cual suceso, refiriéndole después en San Clemente a Catalina Moreno, beata de nuestro Padre San Francisco, hija de confesión del Padre Fray Juan de Herrera, mujer de señalada virtud, dijo: -No hay que tener duda en que el Religioso que encendió las velas en el Altar mayor para la Víspera de Natividad fue Fray Francisco de la Cruz.

La noche de aquel mismo día, estando los Religiosos en el Coro cantando el Te Deum Laudamus, al punto que acabaron el primer verso se oyó en la iglesia una voz, conociéndose claramente que salía del sepulcro de Fray Francisco, la cual cantó el verso siguiente, y en esta forma fue alternando todo el himno, diciendo el Coro un verso, y luego la voz el que le seguía, hasta que se acabó, quedando todos los Religiosos dando singulares gracias a Dios de las obras maravillosas con que mostraba la gloria que gozaba su santo compañero, y también del favor que a ellos les resultaba, por haberles puesto en igualdad de coros con el que hacía un alma tan favorecida suya para que todos alternasen sus alabanzas.

En otra ocasión, siendo Prior de aquel convento Fray Francisco de Porres Enríquez, se halló muy afligido por estar sin medios algunos para el sustento de aquella familia; y habiéndosele dispuesto comprar unos carneros, los concertó, y no los quiso recibir por no tener con qué pagarlos de presente; entonces se le ofreció al pensamiento que sería bien acudir al sepulcro del Siervo de Dios con esta necesidad, y lo puso en ejecución; y estando delante de él, dijo: -Hermano Fray Francisco, ya ve de la suerte que estamos; yo le mando, en virtud de santa Obediencia, que pida a Dios nos socorra para hacer esta paga. El obediente Hermano (para que se conozca que esta virtud trasciende los Cielos) parece alcanzó de Nuestro Señor lo que se le había mandado, porque al día siguiente el Licenciado Malpartida (Visitador del Priorato de San Juan, a quien el Prior no conocía), le envió un socorro muy considerable con que se remedio aquella necesidad; y después, en todo el tiempo de su Prelacía, siempre estuvo el convento muy abastecido.

En otra ocasión entró en la iglesia de Santa Ana de la Alberca una mujer natural del lugar de las Pedroñeras, que traía a su marido enfermo, y entrando en la dicha iglesia, a tres pasos que dio el enfermo, se sentó, y al mismo punto se oyeron muchos golpes dentro del sepulcro de Fray Francisco de la Cruz; y con la novedad tan grande que causó este suceso acudieron los Religiosos, y al mismo tiempo mucha gente de la villa, y preguntaron a la mujer que enfermedad era la que tenía aquel hombre que venía con ella. A que respondió que era su marido, y que tenía malos espíritus que le atormentaban; y como los golpes se repitiesen dentro del sepulcro apresuradamente, por reconocer si aquel hombre era la causa de tan rara maravilla le sacaron de la iglesia, y al mismo punto cesaron los golpes; en que se debe advertir cuán grande fue la enemistad del Santo varón contra el enemigo del género humano, pues el Señor la quiso explicar con aquellas señales, aun después de muerto, al modo que quiso también que el corazón del gran Doctor de la Iglesia San Agustín se sobresalte con repetidos movimientos cuando entra algún hereje en la iglesia adonde está, y para que los muertos enseñen a los vivos cómo se han de portar con el demonio y la culpa; dando a entender que, si puede haber causa para que sus cuerpos vuelvan a recibir sus espíritus, sólo puede ser la de enseñarnos con el ejemplo de que nunca estemos en paz con tales enemigos.

Tiene complemento la proposición referida en un caso que le adornan muchas maravillas, con que Nuestro Señor fue servido de mostrar los grandes y extraordinarios privilegios, que concedió a su Siervo en vida y en muerte, y fue: que D. Antonio de la Mora, Caballero de la Orden de Alcántara, y Doña Isabel de Silva y Girón, su mujer, hija del Conde de Cifuentes, teniendo un esclavo moro, llamado Hamete, que les había presentado el Duque de Medina Sidonia, viviendo en Madrid, en la calle de Preciados, Parroquia de San Martín, fueron a su casa el Padre Fray Miguel de Nestares y el Hermano Fray Francisco de la Cruz, el cual tomó a su cargo el persuadir al moro que fuese cristiano, y para este efecto le buscaba algunas veces; y aunque Hamete siempre le respondía: -No querer Dios que yo sea cristiano- se aficionó a Fray Francisco, e iba a verle al convento; y el Santo varón, hablando con la dicha Doña Isabel y con Doña Magdalena de Silva y Girón, su hermana, la dijo: -No hay que dudar que Hamete ha de ser cristiano. –Llegó el caso de irse nuestro Hermano a la Alberca el año de 1647, y por primero del mes de julio de dicho año, en que el Siervo Dios cayó malo en San Clemente, de la enfermedad que murió, también el moro enfermó en Madrid de un terrible tabardillo, y a siete días de enfermo, estando sin esperanza de vida, entró a verle una mañana Catalina de Aranda, criada antigua de aquella casa, juzgando, por lo que había dicho el médico, que no tenía remedio la enfermedad del moro, el cual la dijo: que ya estaba sano, y que le dijese a su señora Doña Isabel que luego quería ser cristiano, porque aquella misma noche se la había aparecido Fray Francisco de la Cruz, aquel fraile del Carmen que le decía fuese cristiano, todo cercado de resplandores, y le había dicho que ya había sanado de su enfermedad, y que se bautizase y que se llamase Juan Antonio; y que con esto había desaparecido. Confirmóse la salud del moro con que luego se vistió, y el milagro con que en quince días se hizo capaz de los Misterios de nuestra Santa Fe, en que otros suelen estar seis meses; y así en 22 de dicho mes de julio fue bautizado en la Parroquia de San Martín, siendo sus padrinos el Doctor D. Diego Pacheco, Canónigo de la Santa Iglesia de Orihuela, caballero conocido de la casa de los Señores de Minaya, y la dicha Doña Magdalena de Silva y Girón, y se le puso por nombre Juan Antonio Francisco, en reconocimiento de Fray Francisco, y con estos nombres está escrita en la partida del libro de la Iglesia, al folio 110.

Deponen lo referido, con juramento, el dicho Padre Fray Miguel de Nestares, y la dicha Doña Isabel de Silva y Girón, y la dicha Catalina de Aranda, y Pedro Meléndez, criado que ha servido en la dicha casa veintiséis años, que son los que viven al tiempo que se escribe este libro.

De donde consta que la noche siguiente al día que murió el Siervo de Dios fue cuando se apareció al moro, y que en este suceso juntó Nuestro Señor, para su veneración, el don de Profecía y la gracia de Sanidad con las prerrogativas de que después de muerto fuese instrumento que un alma recibiese la Fe, en premio de que en vida la había pregonado por el mundo, para que se consiguiese la uniformidad y consonancia propuesta de su vida con su muerte.

Francisco Orozco, vecino de la villa de la Alberca, el cual aun vive aún en la misma villa este presente año de 1686, declaró y depuso con juramento ante D. Pablo Fernández Lozano, Teniente de Corregidor, que en una ocasión subió a la torre de las campanas de la Parroquial de aquella misma villa, y descuidándose cayó desde las mismas campanas al suelo, y del golpe quedó inmóvil y sin habla ni sentido, y, al parecer de cuantos le vieron, muerto, por haber sido la caída desde tan alto que, naturalmente hablando, no se podía presumir otra cosa; y en esta conformidad le llevaron a su casa, adonde acudió el Cirujano, y halló que tenía un hueso del brazo fuera de su lugar y, a su parecer, quebrado, por lo cual se le entabló, y ordenó que llamasen al Médico luego, porque le consideraba muy de peligro. Vino el Médico, y luego le desahució, declarando que tenía las tripas quebradas, para lo cual no había remedio humano; de lo cual se siguió estar tres días sin orinar, lo cual visto por su madre, llamó a nuestro Hermano Fray Franciscano, con quien tenía mucha fe y devoción, y le pidió con ansias de su corazón le encomendase a Dios; entonces, poniendo Fray Francisco el espíritu en Su Majestad, aplicó sus manos al enfermo, sobre el cual hizo la señal de la Cruz y dijo que le quitasen las tablillas del brazo; y habiéndoselas quitado, se le tomó con su mano y le volvió el hueso a su lugar, quedando como de antes y sin dolor ni pesadumbre el enfermo; y luego incontinenti orinó mucha sangre viva, con lo cual quedó tan bueno, que a otro día se levantó de la cama y fue en una procesión hasta Santo Domingo, que dista una legua de la Alberca, y volvió a pie del mismo modo.

Un niño, hijo de D. García de Ubedo y Doña María Delgado, vecinos de la villa de la Alberca, estaba quebrado, y de tal modo, que no bastaron todos los remedios (que con cuidado singular se le aplicaron) para conseguir la salud, que tanto deseaban, por lo cual su madre se hallaba muy afligida y sin saber qué hacer, hasta que se le ofreció ir al convento de Nuestra Señora del Carmen con su hijo y pedir a Fray Francisco le santiguase, como lo ejecutó con efecto (que este era el último recurso en todas las ocasiones de enfermedades o aflicciones en todos los vecinos de aquella villa y de toda la tierra, por el crédito que tenía de Santo generalmente). Llegó, pues, la dicha Doña María con su niño (y con verdadera fe, sin duda) a nuestro Hermano, lo cual le aprovechó, pues poniéndole en las gradas del Altar mayor de la iglesia de aquel convento, para que le santiguase, como pedía, fue a alzarle las falditas, y entonces dijo Fray Francisco: -Déjelo, no le alce las faldas, que la gracia de Dios a todas partes alcanza. Y haciéndole la señal de la cruz por encima de los vestidos, quedó sano de improviso perfectamente, por lo cual dio gracias a Dios, teniendo siempre presente el beneficio para el agradecimiento; y así lo depone, bajo juramento, ante el dicho Teniente de Corregidor y Gregorio Gabaldón Palacios, Escribano de dicha villa.

Es caso digno de admiración el que está sucediendo en la continuación de la sombra en que se representa el cuerpo del Siervo de Dios, según se dijo en el cap. XVII del Libro III, y es que, habiéndose derribado y renovado la pared en que apareció dicha sombra el año pasado de ochenta y tres, ha vuelto a salir en la pared nueva del mismo modo; y para que conste de la verdad con más expresión y claridad, ha parecido poner aquí el testimonio que remitió el Padre Prior que al presente lo es de aquel convento, a la letra, como en él se contiene:

 

Yo, Gregorio Gabaldón Palacios, Escribano por el Rey nuestro Señor, público del número y Ayuntamiento de esta Villa de la Alberca, doy fe y testimonio de verdad a los señores que la vieren, como a pedimento del R. P. Fray Agustín de Pinto, Prior del convento de Carmelitas de dicha Villa, y mandamiento del Sr. D. Pablo Fernández Lozano, Teniente de Corregidor de esta Villa por Su Majestad, estando en la iglesia de dicho convento en presencia de su merced y del Licenciado D. Juan Zapata, Cura propio de la Parroquial de esta Villa, y D. Pedro Bueno, y Diego Manuel, Presbíteros de esta Villa, y Pedro Esteban de Tribaldos, Juan Esteban de Tribaldos, Regidores, y Francisco Esteban, Alguacil Mayor, con asistencia de la Comunidad se quitó un frontal de un Altar que está en dicha iglesia, a la mano derecha, como se entra en ella, que es en el que están las Reliquias que trajo el V. P.Fray Francisco de la Cruz, y debajo de su cuerpo del mismo Padre, y se vio y está viendo una señal a forma de la sombra de un hombre, reconociéndose la forma corporal con un quiebra que empieza desde donde parece estar la cabeza, la cual llega hasta los pies, y la mancha o sombra es, al tacto, como de aceite, la cual se reconoce y se distingue de lo demás del Altar; la cual forma estaba y se reconocía y la vi yo, el infraescrito Escribano, y otros muchos antes de la renovación del Altar, que fue por el año pasado de ochenta y tres, y después de dicha renovación se vio y reconoció al segundo día en la misma forma que antes estaba y de presente está; de lo cual hubo admiración , y dichos señores que aquí asistieron y firmaron dijeron, de común parecer, ser cierto lo contenido en este testimonio, y que lo vieron diversas veces antes de la renovación, y después y de presente. De todo lo cual dicho doy fe. Fecho en la Villa de la Alberca a veinte y nueve días del mes de Marzo de mil seiscientos ochenta y seis años, y lo signé, etc.

 

D. Pablo Fernández Lozano. Lic. D. Juan Zapata..

Diego Manuel de Peñaranda. Fray Agustín de Pinto.

Martín de Campos Jurado. Lic. D. Pedro de Buedo.

Francisco Esteban Tribaldos. Pedro Esteban Tribaldos.

Juan Esteban de Tribaldos.

 

Doy Fe que todos los Señores Capitulares, Sacerdotes y Religiosos que constan en este por sus firmas, se hallaron presentes, a los cuales doy fe conozco, y en fe de ello lo signé.

En Testimonio de verdad,

Gregorio Gabaldón Palacios.

 

Con este mismo testimonio llegó a mi poder una información, fecha en dicha villa de la Alberca, a petición del mismo R. P. Prior, ante el dicho Teniente de Corregidor, en que deponen nueve testigos de vista en esta conformidad.

El día 3 de mayo del año pasado de 1683 sucedió que Isabel, niña de tres años, hija de Francisco Martínez Orozco y María Jurado, estando en su casa con su madre, la dijo que la acostase, que se sentía mala, lo cual hizo, con efecto, como la niña lo pedía; pasó muy mala noche, tanto que puso en cuidado a su madre, que ya fatigada de asistirla se había retirado a descansar hasta las ocho de la mañana del día siguiente, en que entrando a verla con su cuidado, la halló a su parecer muerta y con todas las señales de estarlo en la verdad, y llevada de la pasión natural de madre la tomó en los brazos, y salió llorando a la puerta de su casa y diciendo a voces que se le había muerto su hija; acudió a las voces una vecina, llamada también María Jurado, la cual se la quitó de los brazos, acompañándola con el mismo sentimiento y lágrimas; y deliberando entre las dos qué hacer, acordaron de común consentimiento encomendarla a la Santa Cruz de nuestro Venerable Hermano, lo cual hicieron con toda la devoción y confianza, y llevándose dicha vecina la niña a su casa, de allí a breve rato salió otra vez y entró en la de su madre diciendo a voces: -¡María, María, la niña ha abierto los ojos! Acudió a ver a su hija, y de allí a poco habló, diciendo: -Madre, deme un poco de agua, que tengo sangre en la boca. Divulgóse muy en breve el suceso; acudieron muchas personas, y estando todos admirados y atentos a la niña, la oyeron prorrumpir estas palabras: -¿Quieren todos ir conmigo a hacer que se diga una Misa a la Santa Cruz? Tomó después el agua, y levantándose luego de la cama en que la habían puesto, empezó a jugar, andando por la casa, como si no hubiese sucedido por ella accidente alguno; y llegando a una pieza, alzó los ojos, diciendo: -Madre, alcánceme este Santo. Y mirando todos, con su madre, a la parte donde señalaba, no vieron cosa alguna; pero ella instaba, dando voces, que se le alcanzasen, especialmente a un hombre de los que estaban presentes, diciendo: -Alonso, alcánzame esta Cruz que tiene este Santo; el cual la tomó en brazos, y levantándola hacia donde señalaba, la decía la tomase ella, porque él no veía tal Cruz, ni tal Santo; mas estando en esta porfía, dijo la niña: ¡Ay, que se va la Cruz, tómemela! Con esto se sosegó; y al día siguiente la llevó su madre, con otra amiga suya, al convento de Nuestra Señora del Carmen, donde se venera dicha Santa Cruz del Venerable Hermano, y apenas la alcanzó a ver cuando, señalando, repetía: -Aquella es la Cruz que estuvo en mi casa con el Santo; y enseñándola otra las que iban con la niña, la decían: -Ésta es, que no es aquélla que tú dices. A que respondió con estas formales palabras: -Es mentira, que no es ésta, sino aquélla, la que estuvo en mi casa, que yo la conozco.

De allí a algunos días padeció unas calenturas ardientes, y afligidos sus padres, temían perder su hija; lo cual, advirtiéndolo la niña, les dijo: -No se aflijan, que la Santa Cruz me sanará. Lo cual sucedió luego muy en breve, sin haber padecido otro accidente hasta este día en que deponen esta maravilla.

Otras muchas han sucedido, y suceden cada día, que para referirlas sería necesario hacer Tratado aparte, como creo sucederá siendo Dios servido.

LAUS DEO

ARRIBA