Santa Cruz que llevó Fray Francisco a Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela, años de 1643 - 1646

Relato primero:

...La cama del Siervo de Dios era el duro suelo, y aun éste le sobraba, porque no sabemos cuándo dormía el que todo el día estaba trabajando y toda la noche en oración y ejercicios de penitencia; no hacía más caso de su vida ni de su salud que de la tierra que pisaba, siendo todo su estudio y cuidado saber morir, disponiendo las cosas de modo que toda su vida fuese un ensayo de la muerte, para vivir y morir crucificado; porque, como otro Apóstol, toda su gloria era la Cruz de Jesucristo, que ésta es la que echa el sello a todas las ponderaciones que pudiéramos hacer de sus continuas penitencias; pues con ella sobre sus hombros, ya viejo, flaco y sin fuerzas, visitó los Santos Lugares de Jerusalén, Roma y Santiago de Galicia, a pie, ayunando y padeciendo, como se dirá en su lugar...

Relato segundo:

Por este mismo tiempo vio una maravillosa visión (que fue la tercera que tuvo de la Santa Cruz), apareciéndosele en el aire y dándole Dios clara inteligencia de que gustaba que hiciese otra como aquella y la llevase en peregrinación a Roma, a Jerusalén y a Santiago de Galicia, y que con esta penitencia se aplacaría, para estorbar un mal grande que amenazaba a la Cristiandad; quedando Fray Francisco de la Cruz con ardentísimos deseos de ejecutar la voluntad divina y cada día más certificado que conseguiría la licencia que casi dos años había pretendido. También el P. Fray Juan de Herrera, su Confesor y Prelado, como Ministro más íntimo de esta pretensión, hacía fuertes instancias para que se le diese la licencia, y es cierto que fue lo que hizo mas peso en el aprecio de la Religión. En fin, se le concedió, con grande consuelo de todos (porque esta fue una expectación universal en toda la Provincia), en 7 de febrero de 1643, con calidad que el peso de la Santa Cruz no excediese de quince libras castellanas; y Fray Francisco, habiendo conseguido la del Señor Nuncio de Su Santidad, y después de haber hecho extraordinarias mortificaciones y penitencias por el buen suceso de negocio tan arduo, pasó a San Clemente a disponer que se hiciese la Cruz, la cual labró un carpintero que se llamaba Alonso de Haro; y es de advertir que desde luego quiso Nuestro Señor mostrar cuánto era de su agrado la formación de esta Santa Cruz, porque el dicho oficial andaba enfermo, y desde que dio el primer golpe en su labor se halló libre de la dolencia que le afligía. Formóse un letrero en los brazos de ella, con las palabras de San Mateo al cap. XVI de la Sagrada Historia, que dice:

Qui vult venire post me, tollat Cruce suam et sequatur me.

Y otro a lo largo del lugar, de San Pablo, al cap. II de la Epístola ad Philipenses, que dice:

Humilliavis se metipsum usque ad mortem, mortem autem Crucis.

Los cuales dos lugares de las divinas letras se pusieron en la Santa Cruz por especial inspiración de Dios que para ello tuvo nuestro Hermano, para que no faltase circunstancia en la obra que no fuese digna de veneración.

Fabricada la Santa Cruz, faltaba pagar al carpintero; y estando nuestro Hermano con él a la puerta de su casa tratando del precio para saber qué cantidad había de pedir de limosna para la paga, pasó por allí D. Juan Pacheco de Guzmán, Caballero de la Orden de Alcántara, y sabiendo lo que se trataba y conociendo la suma pobreza del Religioso, sacó el dinero y pagó la santa hechura, y Fray Francisco la llevó a un aposento que le daba en su casa Doña Ana de la Torre, en donde estaba cuando salía a pedir en aquel lugar las limosnas que le mandaba la santa Obediencia. Desde allí la llevó a su convento; y en las dos leguas que hay desde San Clemente a la Alberca, ¿quién podrá significar los gozos de su alma y los coloquios amorosos que iba diciendo a su Cruz? ¿Quién duda que se valdría de los que nos dejó San Andrés en la proclamación del Sagrado Madero?

Fue muy bien recibido en el convento, y habiendo llegado el dichoso día del cumplimiento de sus licencias y principio de su peregrinación, se despidió tiernamente de la Imagen de Nuestra Señora del Socorro, para no apartarla de su corazón en todo el camino, y con muchas lágrimas de aquellos Observantes Religiosos, y en especial del Padre Fray Juan de Herrera, que le puso precepto que al entrar en cualquier lugar siempre fuese vía recta a la iglesia e hiciese oración al Santísimo Sacramento, el cual empezó a ejecutar en la de su mismo convento en el nombre de la Santísima Trinidad y de su Madre Santísima del Carmen; salió a la peregrinación en forma apostólica, con su Cruz a cuestas, que pesaba quince libras, en diez y seis de marzo del año mil seiscientos y cuarenta y tres, siendo de edad de cincuenta y siete años, dos meses y veinte días.

Relato tercero:

Prosiguiendo su viaje, entró en Fuenterrabía en 19 de enero del dicho año de 1646, donde parece que tomó el puerto de su patria: en ella fue muy bien recibido de los soldados de aquel presidio y de D. Baltasar de Rada, su Gobernador, haciendo muchas salvas a la Santa Cruz y celebrando el nombre español; y nuestro Peregrino, viendo que le hacían tantas demostraciones de honra y aplauso, se salió luego de Fuenterrabía huyendo su propia estimación, y siguió su camino por Vizcaya y Asturias, padeciendo intolerables fríos y continuas inclemencias del tiempo, por ser en lo más riguroso del invierno y por montañas llenas de nieve tan helada, que apenas tenía donde poner el pie en firme que no resbalase; pero los encendidos volcanes del amor de Dios, que tenía en su pecho se refundían a dar calor y casi vivificar el esqueleto de aquel venerable anciano, tan desfigurado con el dilatado padecer, que de viviente no se advertían más señas en él que el movimiento, para que se reconozcan mejor los trofeos de la Divina gracia, que alienta, adorna, mantiene y perfecciona la naturaleza. Alguna noche le fue forzoso quedarse en el campo, por faltarle día para llegar al pueblo, amparado de alguna quebradura de la tierra, expuesto, no sólo a los rigores del hielo, sino también a las fieras, de que hay tanta abundancia en las montañas de Asturias: caminaba en profunda oración y en continua presencia de Dios, con tales ayudas de costa, que sólo ellas podían hacer tolerable aquel trabajo.

Decíanle en los lugares que adónde iba con tiempo tan riguroso y tantas incomodidades y una Cruz tan pesada a cuestas; que aguardase para ir a Santiago otro mejor; y él respondía: -Más padeció el Santo para darme ejemplo y para llegar adonde está rogando por mí; y así, rendirme a los temporales es desestimar su intercesión, que puede más que ellos. En fin, sobrepujadas todas las dificultades y sin que la salud le hiciese falta, a vista de todas ellas entró en la ciudad de Santiago en 10 de marzo del dicho año, y visitó el Santo Sepulcro, tomando al Santo Apóstol por especial Tutelar para que Nuestro Señor le perdonase sus culpas, estando hasta el día 13 en aquella Santa estación, en cuyo tiempo bien se dejan conocer los amorosos coloquios que tendría con el Santo, las humildes súplicas, los rendidos afectos, las fervorosas instancias, las bien admitidas peticiones, los ardientes deseos de su imitación, los propósitos bien ejecutados y las gracias con larga mano concedidas.

Hechas sus devotas diligencias y habiendo tomado testimonio, su fecha en el dicho día 13, signado del Notario público constituido para estos casos y refrendado de tres Notarios, se volvió a poner en camino en la forma de su peregrinación para Castilla.

Venía por él, en contemplación alta y encendida, fervorizándose cada instante más con las gracias que se le concedían, logrando sus fines a vista de tantos inconvenientes, cuando dentro de su alma oyó una voz que le dijo esta palabra: Unión; y aunque amorosa y regaladamente le sobresaltó, no dejó de imprimir alguna extrañeza en los sentidos; pero volviendo aquella voz a repetirle dentro de su alma diversas veces Unión, se dio por llamado y por entendido de ella; y trayendo a la memoria las lecciones que su Maestro de los grados de la perfección le había practicado, y lo que en los diferentes libros espirituales había leído, y principalmente lo que el Señor le daba a entender, se persuadió que aquella voz Unión, con que parecía que recibía su alma suavidad indecible y tan extraordinario deleite, que la regalaba y acariciaba, era bondad y misericordia de Dios, que con aquella voz le reprendía como dándole en rostro, diciendo: Mira lo que pierdes por no ser el que debes, para alentarle al premio si mejoraba de vida. Por otra parte, se acordaba de las misericordias recibidas del Señor, y no quisiera ponerla alguna duda, por no acusar su liberalidad y caer en ingratitud; pero en estas perplejidades parece tomó el medio de mejor proporción, que es sentir de Dios con la rectitud que se debe, y reconocer el óbice en sí para que no se llegasen a comunicar estas gracia; y de esta última proposición se hacía evidencias hablando consigo por el camino en las consideraciones siguientes:

Yo conozco lo malo que soy, y esto es aun cuando no me llego a conocer, y lo que de mí conozco aun basta para confundirme y aborrecerme; pues si esta palabra Unión significa aquel lazo con que el alma se une con Dios, y éste se previene con la disposición de verdaderas ansias para llegarse a unir, habiendo sido las mías tan imperfectas, ¿cómo pueden aspirar a tanto bien?

Si a esta felicidad se llega con una reformación universal de todas las imperfecciones naturales, y yo cada día soy peor ¿cómo la tengo de conseguir?

Si la unión del alma con Dios se hace habiendo semejanza entre las cosas que se unen, y el amor enlaza los afectos, juntando en uno dos cosas diferentes que concuerdan en una calidad, ¿puede haber mayor distancia que la bondad y hermosura de Dios, y la malicia y fealdad de mis pecados?

Si la verdadera unión consiste en tener la voluntad atada con la de Dios, y todo el bien que la proviene es de esta conformación, yo, que la he tenido tan divertida y empleada en tanto número de culpas, ¿seré un hombre sin discurso si imaginare que se hizo para mí esta dicha? ¿Yo he de juzgar posible en mí que mi espíritu, unido con Dios, se haga uno mismo con Él, por caridad y amor, y que haya participación entre los dos, y que mi alma en alguna manera se desnude de sí para vestirse de Dios, y que sea hermoseada y enriquecida por aquel instante con las perfecciones Divinas, como el diamante, que de algún modo se desnuda de lo grosero de tierra para vestirse los resplandores del Sol? ¿Cómo puede caber esto en juicio humano sino faltando el juicio humano?

Con este humilde y casi celestial reconocimiento iba pasando su camino; y aunque todos los días tenía rebatos en el alma de esta voz, que dentro de ella le decía Unión, todos los días se valía de estas o semejantes consideraciones para apartar de sí el pensar bien de sí, hasta que habiendo entrado en Castilla, llegó al convento de Nuestra Señora del Socorro de la villa de Valderas, de su Orden, y el primero de esta Provincia, donde tuvo fin dichosísimo su peregrinación, por haber sido la promesa salir de esta Provincia de Castilla, con Cruz a cuestas, a las Sagradas estaciones de Jerusalén, Roma y Santiago de Galicia, hasta volver a ella, la cual se cumplió llegando a este convento, por ser de esta Provincia. Lo primero que hizo fue ir a visitar el Santísimo Sacramento, en cuya visita también se cumplió la formalidad de esta obediencia; y estando postrado delante de aquella Majestad Sacramentada, ofreciéndole los trabajos de su peregrinación, y de volverla a empezar de nuevo si fuera gusto suyo, y dándole gracias de tanta inmensidad de misericordias recibidas en ella, oyó una voz clara y distintamente dentro de su alma, teniendo luz de que era Divina locución, que dijo: - Si te dijeren que no estás unido, no te lo he dicho yo; fiel soy, confía en mí. Y juntamente tuvo conocimiento de que a su oración se le había concedido el grado de Unión.

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