Grandes Batallas de la Reconquista (I)

Sagrajas o Zalaca (23 de Octubre de 1086)

 

Daniel Jesús García Riol.          (Libro Festero año 2000)

     Iniciamos este año la divulgación de los más notorios hechos de armas de la Reconquista, para regocijo de filas y escuadras de moros y cristianos. Un buen motivo para rememorar y conocer mejor las gestas de ambos bandos en nuestra apasionante Edad Media. Un acercamiento a aquella sociedad que recurría frecuentemente a la guerra, pero que integraba en la paz en nuestro suelo a las tres grandes religiones monoteístas: cristianos, judíos y musulmanes.

     Ojalá comprendamos que sólo desde la pluralidad nos enriquecemos, que hemos compartido juntos muchos siglos de historia y que podemos llegar a entendernos más allá de las tentaciones exclusivistas o xenófobas, en un año en el que los tristes y lamentables sucesos de El Ejido han empañado nuestra convivencia presente. Por encima de todo somos hijos de esta tierra generosa, de la vieja "piel de toro", crisol de tantas y tantas culturas y pueblos. 

     Comenzamos en este redondo año 2000 por la primera gran batalla librada por cristianos y musulmanes en la Submeseta Sur tras la toma de Toledo por Alfonso VI en el año 1085. 

      La conquista de la ciudad y su reino fue cantada en versos latinos por el ínclito arzobispo toledano, historiador, político y cronista Don Rodrigo Ximénez de Rada: 

"La asegurada Castilla puso sitio a su Toledo

Disponiendo campamentos para siete años y bloqueando sus entradas.

Aunque encumbrada en las rocas y enormemente poblada.

Rodeándola el Tajo, repleta de las mejores cosas,

vencida por la falta de alimento se entregó a su invicto enemigo.

Aplaudan a éste Medinaceli, Talavera, Coimbra,

Ávila, Segovia, Salamanca y Sepúlveda,

Coria, Coca, Cuéllar, Iscar, Medina, Canales,

Olmos y Olmedo, Madrid, Atienza y Riba,

Osma con Guadalajara, Valeránica, Mora,

Escalona, Hita, Consuegra, Maqueda,Buitrago,

Entre júbilo canten por siempre a su vencedor:

Alfonso, que tus triunfos resuenen sobre las estrellas".

        La caída de la ciudad del Tajo, capital del viejo Reino Visigodo, tenía una especial significación tanto para cristianos como para musulmanes. Para los primeros suponía recuperar la capital del viejo Reino Visigodo, los lugares donde habitara Don Rodrigo, su postrer infortunado monarca. Era además la plataforma idónea para nuevas conquistas que demostrarían el poder de los Reinos de Castilla y de León. 

       Para los segundos, la caída de esta poderosa Taifa, constataba la debilidad de la fragmentación política de Al-Andalus y ponía a los musulmanes en la necesidad de buscar al otro lado del Estrecho aliados islámicos con los que frenar el arrogante avance del monarca castellano-leonés.

       En esta tesitura, varios reyes de taifas llaman en su auxilio a los temibles almorávides quienes desde su capital Marrakech habían extendido un potente imperio que llegaba desde más allá de las ardientes arenas saharauis (Cuencas del Níger y del Senegal) hasta las costas norteafricanas. Estas gentes, de vida austera, excelentes combatientes, guerreros de la fe islámica, cruzan el Estrecho de Gibraltar y desembarcan en nuestra Península por Algeciras al mando de Yusuf ibn Tasfin en el mes de rabí del año de la Hégira de 479 (julio de 1086).

       Los reyes de taifas sabían que esta alianza seguramente acabaría con su independencia política pero, como citan las crónicas, pensaron que "era mejor guardar los camellos de los almorávides que los cerdos de los cristianos". No obstante muchos de estos soberanos no concurrieron a la llamada de la "guerra santa" ("yihad") e incluso alguno como el de Valencia, Al-Kadir, se mantuvo leal a los pactos firmados con el monarca castellano-leonés. Probablemente, esta acogida no tan entusiástica justifica que el Emir africano tardara en recorrer tres meses la distancia entre Algeciras y Badajoz, cuando en aquella época podría haberla cubierto en tres semanas.

      Alfonso VI y Yusuf ibn Tasfin, a pesar de que la estación bélica concluía, cruzaron breves mensajes en los cuales se traslucía el deseo de luchar entre ambos y pronto resonó en toda la Península la voz del reto del Rey de Castilla, León, Asturias y Toledo al Emir almorávide.

      El monarca cristiano expuso a su Curia Regia la necesidad de atacar a los almorávides antes de que se hiciesen fuertes y pudieran marchar sobre el recién reconquistado Reino.

      El ejército cristiano se concentro en Toledo recibiendo el refuerzo de una parte de los hombres del Cid, dirigidos por el mítico Alvar Fáñez. El Campeador no compareció pues se hallaba empeñado en la toma de Valencia.

      El ejército almorávide se vio reforzado con las tropas de Al-Mutamid, rey de Sevilla, de Al-Mutawakkil, rey de Badajoz y de Abd-Allah, rey de Granada, quien escribiría una crónica sobre la campaña.

      Ambos contendientes iniciaron el avance y sentaron sus reales en las inmediaciones de un lugar cercano a la ciudad de Badajoz a orillas del Guadiana (algunos autores sitúan la acción unos kilómetros más al norte, junto al río Zapatón en las inmediaciones de la fortaleza de Azagala) que los cristianos conocían con el nombre de Sagrajas y que los musulmanes llamaban Zalaca. Como aquel día era jueves, los cristianos decidieron respetar el viernes, jornada santa para los musulmanes, y éstos expresaron su deseo de respetar la festividad cristiana del domingo; por ello fijaron el sábado como el día de la batalla.

     Tras consultar su horóscopo y la posición de las estrellas, Yusuf decidió cambiar el emplazamiento de sus reales, cosa que le salvaría la vida.

     Al alba del día del combate las huestes de Alfonso VI llevaron a cabo un ataque frontal y por sorpresa contra las tiendas, que los cristianos creían ocupadas por Yusuf y que en realidad lo estaban por las fuerzas musulmanas andalusíes. La caballería cristiana actuaba organizada en escuadrones de entre cuarenta y sesenta caballeros, cifra que permitía causar un fuerte quebranto al enemigo y al mismo tiempo maniobrar en bloque dependiendo de las señales recibidas desde el puesto de mando.

     En Sagrajas se estima que participaron diecinueve escuadrones de caballería cristiana, catorce provenientes de los obispados y condados, dos aportados por los magnates de los reinos de Alfonso VI, uno llegado del Reino de Aragón, otro venido desde Valencia con Alvar Fáñez y otro perteneciente a la Guardia Real al mando del Alférez del Rey.

     Esta acción, violentísima, causó una gran mortandad entre las huestes islámicas que se vieron sorprendidas por la vanguardia cristiana y con el Guadiana a sus espaldas, comenzaron una desordenada huida, sólo frenada por el valor del rey toledano Al-Mutamid, quien, herido hasta en seis ocasiones, resistió bravamente la embestida cristiana tratando de poner orden entre las desalentadas tropas de Al-Andalus. Los cristianos, dirigidos por Alvar Fáñez, avanzaban imparables en una loca carrera de muerte, saqueo y captura de prisioneros.

      Yusuf ibn Tasfin fue informado de la derrota de las fuerzas de los taifas andalusíes pero no intervino hasta el último momento pues, en el fondo, consideraba igualmente como enemigos a todos los peninsulares, tanto musulmanes como cristianos.

      Las mesnadas de la vanguardia de Alfonso VI, ya con poco orden, se habían alejado excesivamente de sus bases y Yusuf se lanzó con todas sus fuerzas, flanqueando al grueso de sus enemigos, contra los reales de los cristianos, que fueron saqueados y destruidos a pesar de los denodados esfuerzos de sus defensores. Debemos imaginar este momento bajo el atronador sonido de los tambores almorávides, instrumento de percusión que fue empleado masivamente para infundir pánico entre sus enemigos y que de forma sistemática irían adoptando posteriormente los ejércitos cristianos.

       El siguiente objetivo para los almorávides fue el propio rey Alfonso VI, quien con un grupo de trescientos caballeros se refugió en el monte cercano. La posición era casi inaccesible para los musulmanes por lo que no pudieron lograr la captura del monarca. Parece ser que las principales bajas cristianas se produjeron durante esta retirada siendo la más sensible la del conde gallego Don Rodrigo Muñoz y quizás la del asturiano Don Vela Ovéguez.

       Alfonso VI, bajo el amparo de la noche, pudo llegar hasta Coria (a 125 kilómetros al nordeste del campo de batalla) y después a Toledo pues creía inminente el ataque musulmán a la misma. El monarca cabalgaba según los cronistas: "derrotado, triste y herido". En efecto, había recibido una grave herida en la pierna que casi llegaba a la tibia.

       El ejército cristiano contaba en Sagrajas o Zalaca, según las fuentes musulmanas, con sesenta mil combatientes de los cuales más de diez mil perecieron en la batalla. Hay que tener en cuenta que estas cifras resultan casi siempre terriblemente abultadas debido al deseo de los cronistas de magnificar los hechos de armas que narraban. Cálculos más  realistas hacen pensar que el ejército cristiano contaría en aquella jornada con unos mil seiscientos caballeros a los que se sumarían unos cuatrocientos carreteros y personal encargado de custodiar el convoy de campaña con las provisiones y las bestias de carga y vigilar el campamento una vez iniciadas las hostilidades. De ello se desprende que  las bajas cristianas en Sagrajas pudieron alcanzar las trescientas, pereció uno de cada cinco de los que combatieron.

        Sea como  fuere, lo evidente es que los almorávides dieron un castigo ejemplar y terrible a los cristianos que quedaron sobre el campo de batalla, aquellos que quedaron sin montura o carecían de ella en el momento de la retirada. Cedo para ello la palabra al cronista Ibn Al-Kardabus quien nos habla de la cruel venganza almorávide:

        "...Los musulmanes se apresuraron a cortar las cabezas de los politeístas y construyeron con ellas alminares (o minaretes: torre de la mezquita) como  los que hay en los patios de las mezquitas, y desde lo más alto de ellos los almuédanos (o mue-cines: encargados de llamar a la oración cinco veces al día desde el alminar) tres días llevaron a cabo la llamada a la oración. Después volvieron al campamento  todos aquellos musulmanes que habían quedado  incólumes. Fue esta incomparable victoria el viernes 10 de rayab del año 481 (23  de octubre  de 1086). Con  ella la garganta de la Península respiró aliviada y por su causa se afirmaron muchas regiones...".

         Se sabe que  las cabezas de los cristianos fueron más tarde mostradas por distintas ciudades andaluzas y del Norte de África para afirmar el poder almorávide.

         La  suerte de los Reinos de Taifas estaba echada y, uno tras otro, de grado o por la fuerza, se fueron incorporando  bajo los estandartes de los almorávides, quienes resucitaban en Al -Andalus el más puro espíritu de la yihad (guerra santa) contra los cristianos.

         Yusuf ibn Tasfin, que volvería a la Península en varias ocasiones más, adoptó tras la batalla el título de "Amir al-Muslimin wa Nasir al-Din" ("Emir de los Musulmanes  y Defensor de la Religión"), pero tuvo que regresar al norte de África al producirse el fallecimiento de  su primogénito, dejando  en  Al-Andalus a Muhamad ibn al-Hayy al frente de tres mil jinetes almorávides y de las fuerzas sevillanas, granadinas y pacenses.

         La  victoria del Islam en Zalaca hizo que los cristianos concentraran sus esfuerzos en el oriente peninsular con las campañas de El Cid en tierras valencianas para compensar  el descalabro. El propio rey Alfonso VI, según Menéndez  Pidal, se lamentaría de la derrota clamando: "¡Qué no digan que fuimos vencidos por falta de valor!". Y, en efecto, dirigió sendas expediciones de castigo, demostrándolo sobradamente, contra el castillo de Aledo (Murcia) en 1090 y las inmediaciones de Granada (1091).

         El avance triunfal de los castellano-leoneses se había detenido. A  partir de ahora el nuevo poder almorávide estaría presente en todas las vicisitudes políticas y militares de la Reconquista hasta bien entrado el siglo XII y causaría el desvelo de los reyes cristianos de Castilla en Consuegra, Valencia y Uclés y de los de Aragón en  Cutanda  y Fraga. La Al-Andalus de los Reinos de Taifas desaparecería progresivamente ante la marea  africana que hacía de estos territorios una parte más de su extenso imperio. El Valle del Tajo permanecería como  tierra de peligrosa frontera, pero la ciudad de Toledo, aunque llegaría a sufrir asedio por parte almorávide  años después, nunca  volvería a manos musulmanas.    

Bibliografía:

Abd-Allah; Memorias de Abd Allah, último rey ziri de Granada, destronado por los almorávides. Trad. y Ed. de Lévi-Provencal y García Gómez. Madrid, 1980.

Anónimo; Crónica Anónima de los Reyes de Taifas. Akal,  Madrid, 1991.

Ibn Al-Kardabus; Historia de Al-Andalus. Akal, Madrid,  1986.

Jiménez de Rada, Rodrigo; Historia de los hechos  de  España. Alianza Universidad, Madrid, 1989.

Lagardere, V.; Le vendredi de Zallaga. París, P.U.F.,1989.

Menéndez Pidal, Ramón; La España del Cid. Madrid, 1947.

Reilly, Bernard F.; El Reino de León y Castilla bajo el Rey  Alfonso VI (1065-1109). IPIET, Salamanca, 1989  

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