Grandes Batallas de la Reconquista (IV)

Alarcos (19 de Julio de 1195)

 

Daniel Jesús García Riol.             (Libro Festero  año 2004)

 

El rey Sancho III ha muerto. La increíble noticia se extendía por las ciudades castellanas envuelta en perplejidad y pesadumbre. Sólo hacía un año y diez días que ceñía la corona de Castilla, heredada de su padre Alfonso VII, el Emperador, que había entregado la de León a su otro hijo Fernando II. En esos meses Sancho III había tenido el tiempo justo para marcar las líneas fundamentales de su política y, ahora, la muerte se lo llevaba en Toledo el 31 de julio de 1158. Su heredero es un niño que aún no ha cumplido los tres años de edad, de nombre Alfonso, y que estaba llamado a protagonizar las más esenciales páginas de la historia peninsular en la segunda mitad del siglo XII y en los primeros años del siglo XIII. Alfonso VIII, el de Las Navas.

 La minoría de edad del rey niño es extraordinariamente turbulenta. En ella los leoneses de Fernando II entran en Castilla y los dos grandes linajes de los Castro y los Lara se enfrentan por la custodia de Alfonso. En el seno de estas disputas se producirá la célebre huida del jovencísimo monarca desde Soria hasta Atienza, suceso que se recuerda aún hoy en la popular fiesta de la "Caballada de Atienza".

Cuando Alfonso VIII cumple los catorce años en noviembre de 1169, es proclamado mayor de edad, y ya por entonces comienza a dar muestras del firme temple que le caracterizará a lo largo de su vida. Las duras circunstancias que rodearon su menor edad forjaron en él un carácter decidido pero también maduro y reflexivo.

Dos años más tarde, en junio de 1171, un poderoso ejército musulmán cruza el Estrecho y llega a las tierras de Al-Andalus. Un renovado peligro para Castilla y un imperio norteafricano cuyo nombre iría para siempre inseparablemente unido al del propio monarca. Aquellos guerreros del Islam eran: los almohades.

El movimiento almohade había surgido muchas décadas atrás, hacia 1121, en tierras del Atlas marroquí, como un movimiento religioso y político que reaccionaba contra el desgobierno y la inmoralidad administrativa en que se hallaba el Imperio Almorávide que, a la sazón y como sabemos por otros capítulos de esta serie, extendía sus posesiones por el norte de África y Al-Andalus. La causa almohade cosecha éxitos crecientes y en 1144 logra conquistar Marrakech y ejecutar al último califa almorávide. Paralelamente las tierras andalusíes son holladas también por vez primera por las tropas de este califato emergente que dirige Abd al-Mumin ibn Alí. El califa almohade se irá apoderando, uno a uno, de los Reinos de Taifas, que por segunda vez hablan aparecido en Al-Andalus a la caída del poder almorávide. Sólo mostró una obstinada resistencia en Valencia y Murcia un buen aliado de los castellanos, Ibn Mardanis, el célebre Rey Lobo de las crónicas. Los Reinos Cristianos pasan a la defensiva y Castilla tiene serios problemas para defender sus tierras de avanzada en la línea del Guadiana. Es ahora cuando el Temple, por su escasez de efectivos, declina defender la fortaleza de Calatrava la Vieja y ésta es entregada por Sancho III a Fray Raimundo, Abad de Fitero, quien pondría las bases en ella de una de las mas importantes órdenes militares de caballería hispánicas: la Orden de Calatrava.

Alfonso Vlll realizará en 1172 su primera expedición militar con dieciséis años. Concretamente se dirigirá hacia la plaza conquense de Huete que se hallaba asediada por los almohades del nuevo califa Abu Yaqub. Será para el monarca una experiencia alentadora pues los almohades se verán obligados a levantar el asedio y marchar hacia Valencia. No obstante al año siguiente las fuerzas musulmanas pasarán al ataque y cosecharan importantes éxitos derrotando a las milicias de la ciudad de Ávila en Caracuel y saqueando, en poderosa algara, los campos de Talavera.

Ante esta situación Castilla firmará treguas con los almohades lo mismo que harán León y Portugal, reinos que habían corrido idéntica mala suerte en la campaña almohade de 1173.

El retorno del Califa a tierras africanas en 1176 marcó el fin de las treguas. Los leoneses pasaron a la ofensiva y, por supuesto, los castellanos también. Teniendo en cuenta que el polo más activo del poder almohade en Al-Andalus era la ciudad de Sevilla, Alfonso VIII y sus nobles se decantaron por atacar la plaza de Cuenca; lo suficientemente alejada como para poder asegurar el golpe, máxime habida cuenta de que la avanzada castellana se hallaba en la no muy lejana población de Huete.

En enero de 1177 los castellanos han comenzado formalmente el asedio. Se trata de una ciudad tan hermosa como difícil de expugnar. Un verdadero nido de águilas cuya enhiesta peña rodean el Júcar y el Huécar. Escarpes de vértigo y un único puente de acceso flanqueado por dos torreones. Todo parecía indicar que los defensores podrían mantenerse de forma indefinida dentro de los muros de aquella, a priori, inexpugnable plaza.

El ejército castellano se vio reforzado por las tropas aragonesas que el rey Alfonso II comandaba en persona. Las huestes esperaron con paciencia a que el hambre hiciera estragos entre los sitiados mientras trataban de batir las murallas con diversos ingenios y máquinas de asedio. Finalmente Cuenca se entregó al monarca castellano en septiembre de 1177. Era una victoria de gran importancia para un rey que contaba sólo con veintidós años de edad.

Desde Cuenca, a la que se convirtió en sede episcopal, se le dotó de un famoso fuero y un amplio alfoz, Castilla vigilaba ahora la frontera con Aragón y se proyectaba, amenazante, sobre las tierras almohades de Valencia. Hacia ellas dirigió sus afanes el monarca castellano logrando apoderarse de plazas tan importantes como Cañete, Moya, Requena y Utiel. El flanco sureste del Reino de Castilla estaba a salvo para siempre.

Entre 1178 y 11.81 los castellanos se dedicaron a enviar algaras contra tierras musulmanas con la intención de obtener ricos botines e intimidar a los pobladores, dificultando entre otras cosas sus labores de recolección. En esa línea de actuaciones las mesnadas castellanas llegaron a saquear buena parte del Valle del Guadalquivir y se apoderaron temporalmente del castillo de Setefilla, a medio camino entre Córdoba y Sevilla. Como respuesta a estas acciones y, desde Sevilla, epicentro del poder almohade en Al-Andalus, Abd-Allah ibn Wanudin, inició una algara contra territorio castellano llegando ante los muros de Talavera y saqueando su campiña.

Por orden de Alfonso VIII los castellanos siguieron su avance en la Mancha oriental y lograron la toma de la plaza de Alarcón (1184), estratégica, escarpada y pintoresca posición avanzada sobre el río Júcar que la abraza en una serie de cañones y meandros espectaculares.

Ante estos acontecimientos el califa Abu Yakub volvió a la Península y pasó varios meses formando un ejército de unos 78.000 hombres en Sevilla. Una vez debatidas las posibilidades que se le ofrecían, se decidió por atacar a los portugueses en su ciudad avanzada de Santarem. La plaza resistió gracias al tesón demostrado por el primer monarca luso, Alfonso I Enríquez y al apoyo que recibió del monarca leonés Fernando IL A consecuencia de estos combates el califa almohade fué gravemente herido y encontró la muerte.

Entre 1185 y 1189 continuó la presión castellana sobre las tierras de La Mancha oriental con la conquista de la plaza de Iniesta y diversas y continuadas algaras en ambas riberas del curso medio del Guadalquivir. De resultas de una de ellas los castellanos se presentaron desafiantes ante las murallas de la misma Sevilla.

Frente a esta situación el nuevo califa Abu Yusuf ibn Yakub decidió hacer un llamamiento voluntario a la guerra santa y pasar a la Península desde África. Alfonso VIII, prudente ante esta nueva circunstancia, ofreció al Califa la posibilidad de firmar unas treguas. El máximo mandatario almohade aceptó y desde 1190 quedaron suspendidas las operaciones militares contra los castellanos y leoneses aunque no contra los portugueses que fueron de nuevo atacados y terminaron por suscribir treguas semejantes.

La paz, si bien provisional, era un hecho. Tanto convenía la misma a cristianos y a musulmanes que las treguas fueron prorrogadas. Pero a la altura del verano de 1194 regresa la lucha. Los castellanos al mando del Arzobispo de Toledo, y con la participación de los caballeros de la Orden de Calatrava, vuelven a saquear el Valle del Guadalquivir y, por segunda vez, se plantan ante los muros de Sevilla. A partir de ahora la intención de unos y de otros se pone de manifiesto. Tanto almohades como castellanos se preparan con gran actividad para acontecimientos decisivos en un futuro ya inmediato.

El califa Abu Yusuf ibn Yakub realizó un nuevo llamamiento a la guerra santa que fue respondido de forma entusiástica por todos los pueblos del Imperio Almohade. El 10 de junio de 1195 un formidable ejército, lleno de fe religiosa y ansias de riqueza, forma ante el complacido Califa en las proximidades de Sevilla. Para el 30 de ese mismo mes las tropas ya están en Córdoba y a principios de julio las vanguardias almohades acampan en la amplia llanura que se extiende a los pies del castillo de Salvatierra (actual término municipal de Calzada de Calatrava). El avance del ejército era lento pero se debía a su enorme magnitud y a las dificultades que existían para abastecer debidamente a aquella masa de combatientes.

Alfonso VIII se encontraba dirigiendo las obras de fortificación de su posición militar más avanzada, un lugar amurallado y sobre un cerro, en la vanguardia de Castilla, a orillas del río Guadiana: Alarcos.

Aún no estaban concluidas estas obras, según se lee en la Crónica Latina de los Reyes de Castilla y la arqueología ha demostrado, cuando el ejército almohade inició su avance hacia las fronteras de Castilla:

"...Comenzó entonces a edificar la villa de Alarcos, y, sin acabar todavía el muro y no suficientemente afianzados los pobladores en el lugar, declaró la guerra al rey marroquí, cuyo reino era entonces poderoso...".

La situación se preveía peligrosa y era necesario contar con todas las fuerzas disponibles para frenar la más que segura ofensiva musulmana. Nobles y prelados, milicias concejiles, caballeros de las Ordenes Militares del Hospital, del Temple, de Santiago y de Calatrava. El ejército cristiano inició su marcha desde Toledo hacia el sur y Alfonso VIII lo desplegó en posición defensiva entorno a la plaza de Alarcos a la espera de acontecimientos.

Por su parte el Califa almohade y su ejército acamparon en el lugar de Congosto, a una jornada de Alarcos. Parece que Abu Yusuf meditó con gran serenidad qué debía de hacerse y pidió consejo a todos sus jefes. Finalmente el inteligente plan de batalla de Abu Abd Allah Ibn Sanadid fué el aceptado.

Castilla estaba desplegando una importante actividad diplomática que había concluido con la promesa de ayuda militar por parte del rey de León Alfonso IX frente al peligro común almohade. Y a Toledo había llegado el monarca leonés con sus mesnadas cuando comenzó el combate de Alarcos. Pero Alfonso VIII no retrocedió para unirse a los refuerzos que se aproximaban.

El 17 de julio los ejércitos contendientes se divisaron. Quedaba claro que tal despliegue de fuerzas evidenciaba un combate de notoria trascendencia, quizás decisivo.

Al siguiente día Alfonso VIII ordenó a sus tropas formar en orden de batalla en la ladera sur del cerro de Alarcos, de espaldas a las aún inconclusas murallas. Inútil empresa puesto que los almohades no atacaron. Las fatigadas tropas cristianas, heridas por el fiero sol manchego de aquel verano, soportaron en vano el peso de sus armas y protecciones. Cuando desecharon la posibilidad de que hubiera combate se retiraron a la plaza. Mientras, los almohades habían descansado durante toda la mañana y estaban frescos para la siguiente jornada. Las fuentes musulmanas señalan cómo la víspera de la batalla, el Califa almohade tuvo un sueño en el que un ángel, montado sobre un caballo blanco y con una bandera verde en la mano, le revelaba su futura victoria.

El 19 de julio de 1195, muy de mañana, el ejército almohade avanzó hacia Alarcos y, sorprendiendo a los cristianos, inició la batalla. En vanguardia marchaban los "Voluntarios de la Fe" (andalusíes, zenetes, mazmudes...) portando el estandarte del Califa. Los cristianos, al contemplar la enseña, se lanzaron contra esta ardorosa vanguardia ignorando que sólo era un ardid del astuto Abu Yusuf, quien se encontraba oculto con su guardia personal y otras unidades de élite de su ejército, presto a lanzarse al combate en el momento decisivo, pero no antes.

La vanguardia almohade cede ante el ímpetu cristiano en un encuentro verdaderamente sangriento tal y como lo relata el arzobispo Jiménez de Rada :

"...Los árabes se despliegan para perdición del pueblo cristiano. Una innumerable multitud de flechas, sacadas de los carcajes de los arcos, vuela por los aires, y enviadas hacia lo incierto hieren a los cristianos. Se luchaba con fuerza por ambos bandos. El día era pródigo en sangre humana...".

Es entonces cuando el Califa interviene, dando un vuelco absoluto a un combate en el que los castellanos comienzan a llevar la peor parte según el cronista Ibn-Idari:

"...Cuando los ojos de la gente se clavaron en él y vieron su grandeza, se encendieron sus almas y cargó cada cábila sobre los que tenía próximos. Se apretaron las cuerdas sobre los infieles y se les cerraron todas las puertas...Se encendió la lucha y se enredaron los pies y las cabezas...y fueron desalojados los infieles de sus posiciones...y fue saqueado el campamento del maldito y no quedó rastro ni de sus tiendas ni de sus avíos...Alabanzas y gracias a Alah..."

El propio monarca Alfonso VIII se lanza en medio de la batalla dispuesto a morir luchando. Sus consejeros finalmente logran que se retire ante lo inevitable de la derrota y, con una veintena de caballeros, huye hacia Toledo. Las líneas cristianas comienzan a desmoronarse y se inicia una retirada hacia el interior de las murallas de Alarcos que dirige Don Diego López de Haro, señor de Vizcaya. Este magnate logra negociar, a través de un noble castellano al servicio de los almohades, la salida en libertad de los refugiados a cambio de la fortaleza, la liberación de los prisioneros musulmanes y la entrega de un grupo de rehenes que garanticen el cumplimiento de lo acordado. Las fosas de cimentación de la muralla recogieron los despojos de la batalla y allí durmieron el sueño de los siglos hasta ser rescatados hace poco tiempo.

Abu Yusuf ibn Yakub había triunfado rotundamente. Alarcos sería la gran victoria de su vida como fue nombre maldito y de amargo recuerdo para Alfonso VIII hasta Las Navas. La frontera más avanzada de Castilla estaba pulverizada. Numerosas fortalezas fueron cayendo en manos almohades: Alarcos, Caracuel, Calatrava la Vieja, Malagón y Guadalerzas. Los musulmanes estaban de este modo a tan sólo 50 kilómetros de la ciudad de Toledo y habían logrado desplazar la frontera castellana otros 80 hacia el norte. La iglesia de la fortaleza de Calatrava la Vieja, sede de la Orden de ese nombre, fue convertida en mezquita.

El Califa organizó en Sevilla celebraciones victoriosas y honró a sus combatientes por esta aplastante victoria. Tres años más tarde, y con un quinto del botín tomado a los cristianos en la Batalla de Alarcos, se concluía la Giralda con una serie de azulejos dorados sobre el cupulín y cuatro grandes esferas de cobre dorado como remate. Era un triunfo resonante y el pórtico de la recuperación islámica en Al-Andalus.

Mientras, Alfonso VIII era abandonado por tas reyes de León y de Navarra quienes incluso llegaron a aliarse con el poderoso califa almohade esperando obtener ganancias territoriales en Castilla. Incluso debió recordar constantemente a los cristianos peninsulares la bula que Celestino III había expedido en la que se amonestaba de gravedad a todo aquel reino cristiano que hiciera la guerra a su vecino si éste estaba combatiendo a los musulmanes. Y no era para menos, porque, a la llegada del verano de 1196, Abu Yusuf con sus tropas atacaba el norte de Cáceres y Talavera para dirigirse como objetivo final al corazón de la resistencia castellana: Toledo.

Hoy el cerro de Alarcos, a escasos kilómetros de Ciudad Real, es un excelente yacimiento convertido por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha en "Parque Arqueológico". Tanto las ruinas medievales (cristianas e islámicas) de la ciudad, como el castillo o los vestigios ibéricos, así como la ermita de Nuestra Señora de Alarcos, merecen pausada visita. Una atractiva proyección sobre el lugar y el combate así como el centro de interpretación y sus muy cualificados profesionales puestos al servicio del visitante, convierten a este viejo campo de batalla de la Reconquista en un atractivo destino que todos los interesados en el mundo medieval deberían conocer.

                                                                                                      

BIBLIOGRAFÍA:

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