El Camino de Santiago: del Medievo a nuestros días

Antonio del Monte Cañadas                      (Libro Festero, 2004)        

    

 A Jesús R.Villodre por su entusiasmo y dedicación a la fiesta de Moros y Cristianos, posible camino de identificación popular con la historia de Alcázar de San Juan.

 

En este primer Año Compostelano del siglo XXI, multitud de gentes harán el Camino de Santiago transitando por los mismos lugares que a lo largo de unos mil doscientos años han recorrido millones de caminantes. Los de hoy, como los de antes, son indudablemente gentes inquietas que dejando a un lado sus trabajos y costumbres diarias se lanzan a recorrer un camino que, si hoy es más cómodo y seguro, exige, no obstante, un decidido acto de voluntad y también de aventura, y culminan en Santiago de Compostela, ciudad donde la tradición sitúa el sepulcro del apóstol Santiago.

Son los peregrinos. Así lo afirmaba Dante: “No se entiende por  peregrino sino aquél que camina hacia la tumba del señor Santiago, o vuelve de ella”.  Habría que matizar ahora esa definición, porque  la connotación de desarraigo y sacrificio que originalmente llevaba implícita la palabra peregrino ha desaparecido  en nuestros días.

 Cualquiera con los actuales medios de transporte puede acercarse  cómoda y rápidamente  a Compostela y hacer añicos el antiguo molde de dilatadas y esforzadas jornadas a pie o a caballo. Pero, todavía se sigue identificando como peregrinos a aquellos que desde distintos orígenes abandonan sus habituales comodidades, reducen sus pertenencias a lo que cabe en su mochila y su espalda aguante, andan cada día una buena ración de kilómetros, no prestan mucha atención a las protestas del cuerpo, sobre todo de los pies, no tienen miedo de quedarse a solas con sus pensamientos en el silencio del ancho paisaje, ni compartir en los albergues litera o comida con desconocidos compañeros, ni tampoco hacer frente al desánimo que antes o después aparecerá.

Todo empezó alrededor del año 813, durante el reinado de Alfonso II el Casto, con el descubrimiento del sepulcro del apóstol Santiago, predicador del cristianismo en España.

En Hispania, tanto romana como visigoda, había numerosos mártires y santos a los que la devoción cristiana veneraba; sin embargo, no se ha encontrado referencia alguna de esa época sobre la presencia de Santiago. Es bastante tarde, a comienzos del siglo VII, cuando aparece la primera noticia sobre ello en un Breviarium Apostolarum escrito en Europa siguiendo fuentes bizantinas, texto bastante discutido por los especialistas. De este mismo tiempo es otro testimonio, en este caso español: una versión alterada de una obra de San Isidoro, que  a pesar de la autoridad en la que se apoyaba, no consigue que entre los hispanos arraigue la idea de la presencia jacobea.

Es más tarde, en los años 783-788, en el reinado de Mauregato, séptimo monarca asturiano, cuando aparecen claras referencias a Santiago como evangelizador de España. El Beato de Liébana en su Comentario al Apocalipsis así lo considera, y en su himno O Dei Verbum se refiere a Santiago como protector del reino, del clero y del pueblo: “Cabeza áurea refulgente de España, nuestro patrono y defensor particular”. En esta época la figura de Santiago ha alcanzado en Asturias una notable presencia y devoción.

Hay historiadores que dudan que este himno sea obra del Beato, pero ambas obras se encuadran perfectamente en el contexto histórico del momento que proporciona una significativa perspectiva sobre el hallazgo del sepulcro de Santiago.

 El rey Mauregato, al igual que sus antecesores asturianos, se sentía representante de la minoría visigoda huida del avance musulmán y, como ellos, estaba empeñado en establecer el modelo de sociedad  anterior a la invasión musulmana. Empeño difícil porque la zona cantábrica, donde se habían refugiado, había sido totalmente ajena a tal modelo y sus habitantes eran secularmente enemigos de los visigodos como antes lo fueron de los romanos. En esa corte donde los nobles godos desarrollaban un intenso esfuerzo político para afirmar su legitimidad, la figura del Beato de Liébana tiene una gran importancia en la consolidación de un importante referente religioso que va a confirmar a Asturias como Reino de la cristiandad, toda vez que ya estaba casi totalmente conseguida la cristianización de galaicos, satures y cántabros.

En esta situación surge, oportunamente, una circunstancia que va a favorecer la independencia religiosa de Asturias,  dependiente de la sede primada toledana en territorio musulmán. Fue la aparición en Toledo de la herejía adopcionista que consideraba a Cristo hombre e hijo adoptivo de Dios, mantenida por Elipando, obispo de Toledo, frente al que el Beato de Liébana y el obispo de Osma  defienden de forma enérgica la doctrina ortodoxa, rompiendo la dependencia de Toledo.

Unos años más tarde, tras el corto reinado de Vermudo I “el Diácono”, sube Alfonso II “el Casto” al trono de Asturias en el año 791 y es en su reinado cuando se tiene noticia del hallazgo del sepulcro de Santiago.

La idea de su evangelización ya era ampliamente admitida por el pueblo asturiano, pero nadie podía suponer que estuviera enterrado en Hispania. Era frecuente que los primitivos mártires cristianos se mostraran a los fieles que los veneraban y, de igual manera, este descubrimiento venía a confirmar la voluntad del santo de manifestarse al pueblo que en él creía, suponiendo, además, una oportuna y excelente ayuda a la obra política de Alfonso II que consiguió un importante fortalecimiento del nuevo reino, abandonando la actitud de sus predecesores de pacifismo y sumisión al Estado cordobés con quien mantuvo una  permanente hostilidad.

Las referencias documentales del descubrimiento de la tumba del apóstol  aparecen en crónicas posteriores más de cien años a los sucesos. En ellas se refiere que en el año 813 un anacoreta llamado Pelayo vio durante la noche unas luces extrañas, como que ardían en el bosque donde habitaba e iban a posarse en el Castro Lupario, próximo a Iría Flavia, la antigua villa romana, cerca del actual Padrón. Informado Teodomiro como obispo de aquel lugar, decidió investigar aquellos sucesos; tras una cuidadosa preparación, ayunó tres días para solicitar la gracia divina y se adentró en el bosque, y en medio de la maleza encontró el sepulcro que identificó de Santiago el Mayor.

Aquel sitio sería conocido como Compostela, el popular Campus Stellae, nombre que  pudiera derivarse de  las palabras latinas compostum y tellus, que unidas podrían significar lugar donde se entierran los muertos sagrados. La referencia no seria ajena a la existencia de antiguos cementerios de las épocas sueva y romana, descubiertos por modernas excavaciones.

Enterado Alfonso II por Teodomiro, comunicó la noticia al Papa León III y a su amigo Carlomagno, el de la Barba Florida, acudiendo con los notables de su corte y decidió levantar allí una pequeña iglesia de piedra y barro en honor del apóstol, otra en honor de San Juan Bautista y una tercera dedicada al Salvador y a los apóstoles San Pedro y San Juan, a cuyo abad se le encomendó el cuidado de los restos de Santiago. Teodomiro trasladó a Compostela su residencia, adjudicándose el título de Obispo de Iría Flavia “y de la Sede Apostólica” y pronto se inició alrededor de aquél núcleo la construcción de una ciudad que fue progresando paulatinamente.

El descubrimiento de la tumba de Santiago produjo una gran conmoción en la sociedad hispano-cristiana que, desde la época visigoda, tenía gran devoción a los santos y sus reliquias, y con gran fuerza se propagó también por Europa, donde documentos franceses y alemanes de alrededor del  año 860 cuentan como “los santos huesos de Santiago son objeto de celebérrima veneración”. Hay noticias suficientes para afirmar que, ya en estos primeros momentos, la peregrinación fue una realidad que sobrepasó la península, llegando a Compostela gentes de Aquitania, Flandes, Italia, Bretaña y de Alemania, aunque lógicamente los peregrinos más numerosos fueran los habitantes de los pequeños reinos cristianos peninsulares.

Unos y otros necesitaban mucho ánimo y gran dosis de convicción para emprender una peregrinación rodeada de circunstancias desalentadoras, pues a las innumerables inseguridades de un Camino nuevo, sin ninguna referencia, se unían los peligros de transitar por zonas cercanas a los territorios musulmanes. Eran gentes de toda clase, gente sencilla, notables, reyes, como Alfonso III el Magno que en el 872 acudió a Compostela y mandó derribar la iglesia levantada por Alfonso II, construyendo otra de sillería y cemento con columnas y basas de mármol, en la que dos años más tarde ofrece junto con su esposa, la reina Jimena, una gran cruz de oro conservada hasta1906 que misteriosamente desapareció.

La afluencia de peregrinos suscitó la curiosidad en Al-Andalus; el poeta Algacel, según recoge un relato del siglo XIII, llegó a Santiago después de cumplir su misión en una embajada que Abderramán II envió al rey de los normandos,  estuvo dos meses en la ciudad durante los cuales fue colmado de agasajos. Al cabo de este tiempo, fue primero a Castilla con los peregrinos que volvían a su país, después a Toledo y por fin llegó a Córdoba. Sea o no cierto este relato, deja de manifiesto la intención del cronista árabe de no quedarse al margen de aquel gran acontecimiento.

A partir del siglo X la documentación comienza a recoger la presencia en el Camino de nombres propios de distintas procedencias y se inicia una creciente llegada de ilustres y anónimos peregrinos de más allá de los Pirineos. Un ciego del suizo lago Constanza había recorrido por diversos santuarios de Hungría, Tierra Santa y ad Sanctus Jacobum in Galecia buscando el milagro que le devolviera la vista.

El prestigio de Compostela era ya de tal magnitud que sirvió a las pretensiones imperiales del reino de León, sucesor de Asturias, y el rey Ordoño III daba a Sisnando, obispo de Compostela, el título de “Obispo de este nuestro patrón y soberano de todo el mundo”.

La visita hacia el 959 de Cesáreo, abad del monasterio catalán de Santa Cecilia de Montserrat, es significativa en ese sentido, siendo además una de las primeras negativas a la existencia de los restos de Santiago. Los obispos catalanes dependían del metropolitano franco       de Narbona y Cesáreo llegó con la pretensión de que la autoridad apostólica de la iglesia de Compostela restaurara a su favor la dignidad metropolitana de Tarragona. Los obispos, reunidos en Santiago bajo la dirección de Sisnando, vieron una buena ocasión para asegurar la posición hegemónica del reino leonés sobre los asuntos eclesiásticos de la Hispania cristiana y accedieron a su pretensión, confirmada incluso por el rey Sancho I. La decisión de Compostela ni fue aceptada, evidentemente, por el metropolitano de Narbona, ni por los obispos catalanes que, empezando a señalar ya su autonomía, no reconocían autoridad alguna  a la sede de Santiago porque negaban la autenticidad  de las reliquias jacobeas, así como la presencia y predicación del apóstol en la península.

Los años finales del primer milenio estuvieron marcados por temores a grandes catástrofes; el mismo Beato había manejado cálculos que señalaban para ese momento el regreso de Cristo y el fin de los tiempos. Miedos que influyeron en la interpretación de los acontecimientos, como los asaltos a Compostela por las expediciones normandas y los devastadores ataques de Almanzor que interviniendo en su provecho en las desavenencias entre los candidatos a la sucesión del reino leonés, y ayudado por los condes portugueses, llegó hasta Iría Flavia arrasándola. Los primeros días de agosto del año 997 entró en Compostela que había sido evacuada, asolando todo a su paso y destruyendo la iglesia donde solo un monje anciano daba vela al sepulcro de Santiago. Almanzor cuidó que no fuese molestado ni el sepulcro dañado, llevándose las campanas a hombros de cautivos cristianos hasta la mezquita de Córdoba donde fueron utilizadas como lámparas.

En el siglo XI la peregrinación jacobea siguió en progresivo aumento, adquiriendo un marcado rango internacional con una innumerable relación de grandes personajes franceses, flamencos, alemanes e ingleses. Tal importancia tiene su reflejo en la actitud de soberbia que la iglesia de Santiago adopta frente a Roma que veía con preocupación el engrandecimiento de una posible rival en Occidente, o en el enfrentamiento surgido entre Alfonso VI y el atrevido obispo Diego Peláez, el iniciador de los planes del nuevo templo románico, a quien el rey encarceló bajo la acusación de intentar entregar el reino de Galicia al inglés Guillermo el Conquistador que astutamente valoraba lo que podía significar la posesión de las costas gallegas y del sepulcro del apóstol.

El Camino de Santiago era un tumulto de lenguas y costumbres extranjeras no solo por los que lo transitaban, sino por la numerosa gente, sobre todo francos y judíos, que se acercaban atraídos por la gran actividad comercial desarrollada en torno a la peregrinación, asentándose en las nuevas ciudades con el consentimiento y ayuda de los reyes cristianos deseosos de nuevos ciudadanos.

La definitiva consolidación del culto a Santiago tiene lugar en el siglo XII. La todopoderosa orden francesa de Cluny, que ya había maniobrado interesadamente en las complicadas relaciones matrimoniales de Alfonso VI, consciente de la influencia espiritual del Camino de Santiago en los reinos hispanos y de la importancia como elemento integrador con la Europa medieval y aprovechando el retroceso de los musulmanes, lleva a cabo un importante despliegue de monasterios y albergues  a lo largo de su trayecto y tutela la aparición del importante “Liber Sancti Jacobi”.

Este libro, también conocido como “Códice Calixtino”, a pesar de ser considerado por muchos historiadores como un instrumento propagandístico de la orden cluniacense, es obra de referencia de la peregrinación a Santiago. Además de textos litúrgicos, de una relación de  milagros del apóstol y una interesante mezcla de cuestiones históricas, religiosas y legendarias, ofrece una verdadera  guía turística del itinerario, conocido a partir de este momento como Camino Francés, con muy detalladas y curiosas descripciones de lugares y gentes, a veces no exentas de subjetividad en que lo francés era superior y donde, sobre todo, vascos y navarros salen muy mal parados.

 El poder de Compostela alcanza una de sus mayores cotas. El obispo Gelmírez consigue para la iglesia de Compostela el nombramiento de metrópoli, sustituyendo en tal dignidad a la de Mérida situada en territorio musulmán. La catedral románica se termina de construir con la edificación del Pórtico de la Gloria por el Maestro Mateo y Alfonso VI concede al flamante arzobispo Gelmírez nada menos que el derecho a acuñar moneda.

No solo son importantes y notables viajeros los que llegan desde distintos orígenes a  Santiago, la ciudad se ve desbordada por otros muchos anónimos, siendo tal su número que se acometen diversas obras para su atención como la construcción de un largo acueducto que desde las afueras de Compostela traía agua ante la puerta de la catedral y numerosos hospitales fundados por reyes, nobles y ordenes religiosas para cuidado y refugio de los peregrinos, pues había en el Camino tramos bastantes peligrosos, infestados de ladrones y salteadores, como el de Sahagún a Burgos, o de nobles que hacían de los peregrinos su fuente de ingresos, como en la propia Galicia donde el temido conde Munio estaba siempre al acecho.

El siglo XIII se caracteriza por las peregrinaciones en grandes grupos. La afluencia popular es tal y tan diversa que el arzobispo de Compostela pide al Papa Inocencio III la utilización de un medio más expeditivo, que los reconocidos por los cánones, para purificar la iglesia cuando en ella se hubiera producido algún hecho sangriento, pues “llegando a la iglesia de Santiago peregrinos de diferentes naciones, y queriendo quitarse unos a otros la guarda nocturna del altar, ocurren unas veces homicidios y otras veces heridas”. El Papa le autoriza, como alternativa a la consagración y siempre que permanezcan la iglesia y el altar, a purificarla con agua bendita mezclada con vino y ceniza.

Los santos de la época también se convierten en  peregrinos, aunque a veces es difícil separar realidad de leyenda. Francisco de Asís visita como peregrino Compostela en 1213 y desde Santiago a Jaca se encuentran casas conventuales franciscanas que atribuyen su origen a su paso; también se habla de las visitas de San Amaro, de  Francisco de Siena y de Domingo de Guzmán.

Cruzados alemanes y holandeses fondearon en el puerto de la Coruña y, antes de partir a Jerusalén, caminando día y noche llegaron a Santiago. Raro es el rey hispano que no hace su viaje a Santiago: Alfonso IX, Fernando III, Alfonso X, Sancho IV, y numerosos miembros de las familias reales europeas llegan a España solo con la finalidad de acercarse al sepulcro del apóstol.

Durante los siglos XIV y XV, al igual que sucedió en los terrenos económico, social y político, la vida espiritual se vio afectada por importantes transformaciones. La visión sacralizada del mundo retrocede, el incipiente espíritu laico, anunciador del humanismo y del renacimiento, deja su reflejo en el Camino de Santiago. Las peregrinaciones empiezan a responder a  motivaciones distintas a las iniciales y en muchos casos se convierten en un acto utilitario u obligado.

Son numerosas las peregrinaciones de grandes que se hacen acompañar de comitivas vistosas, formadas por familiares, amigos, músicos y criados, que recorren con detenimiento y comodidad el Camino. El lujo de estos séquitos ha dejado muestras en muchos lugares, consiguiendo la notoriedad que con ellos se pretendía.

Desde los primeros tiempos bastantes peregrinos, tanto clérigos como seglares, emprendían el viaje forzados por una penitencia canónica, pero es ahora cuando en muchas sentencias civiles se imponen penas de peregrinación, sobre todo en los países flamencos cuya práctica se prolonga hasta el siglo XVI. La sentencia de peregrinación se imponía a toda clase de delitos, desde el homicidio al simple incumplimiento de ordenanzas municipales; incluso los funcionarios podían verse expuestos a una peregrinación a Santiago por negligencias o extralimitaciones en el desempeño de su cargo. No obstante, estas penas podían eximirse por un rescate en dinero y otras veces encargando el viaje a otra persona que sustituía al condenado.

Con el siglo XV se inicia un nuevo tipo de peregrino para el que la meta piadosa  es solo un pretexto para ver países y costumbres nuevas. Es frecuente, también, la figura del caballero cuyo afán es lucir su valor, como la de aquel extranjero que anunció su peregrinación aceptando el reto de cualquier caballero con tal que no le apartase más de vente leguas de su camino. Famosa fue la gesta del Paso Honroso protagonizada por el leonés Don Suero de Quiñones, quien, durante un baile en Medina del Campo al que asistía el rey Juan II, desafió en combate singular a cuantos cruzaran el paso guardado por él y nueve de sus caballeros, como rescate “por la esclavitud en que suponía tenerle su dama”. Durante treinta días, junto al Puente del Órbigo, se presentaron 68 caballeros, se realizaron 727 carreras y rompieron 166 lanzas, con numerosos heridos, entre ellos el referido Don Suero, que fue a postrarse ante el apóstol para agradecerle su triunfo y ofrecerle el collar de plata dorada de su dama que había llevado puesto durante los torneos.

A mediados del siglo XVI las consecuencias de la Reforma hacen disminuir las peregrinaciones, desapareciendo las llegadas al puerto de La Coruña de barcos ingleses tan numerosas cien años antes, y reduciéndose las visitas de alemanes y franceses. El protestantismo contrario a las peregrinaciones, se apoyaba en una larga tradición en que sectores de la Iglesia habían expuesto su repulsa no al fundamento religioso, pero sí a los abusos y corruptelas que ligados a ellas aparecían en cualquier estrato social y que se manifestaba en la máxima atribuida a Kempis:”Quien mucho peregrina, raramente se santifica”.

Sin embargo, la práctica del Camino de Santiago seguía arraigada y todavía son muchos los que iban a su tumba a pesar del temor a la Inquisición para la que cualquier germano o extranjero era sospechoso de luterano y casos hubo de peregrinos alemanes que se vieron envueltos en densos interrogatorios y, aunque volvieron a su país, tuvieron que pagar unas considerables costas.

Desde siempre lo que más daño hizo a la peregrinación y a la estima de los peregrinos fueron los vagos, rufianes y delincuentes que se hacían pasar por ellos, pero es ahora cuando el sombrero de alas anchas y  la esclavina esconden a mayor número de malhechores. En la suiza Berna unas ordenanzas de 1523 equiparan a los peregrinos mendicantes con buhoneros y merodeadores, prohibiéndoles alojarse en la ciudad y en Friburgo unos años mas tarde otras ordenanzas solo permiten  a aquellos pedir limosnas cuando aseguren bajo juramento que no habían hecho lo mismo el año anterior.

En la misma Compostela se dispone en 1569 que “en ninguna manera ningún pobre pidiente de ningún mal ni enfermedades que sean, que al dha ciudad venieren ora en rromería ni por otra ninguna via que sea, no pare ni este en la dicha ciudad más de tres dias contando por uno el que entrare y otro el que saliere y otro en medio dellos dos y contados mas de los dhos tres días lo pongan en el rrollo y este alli atado quatro horas y allandolo mas en la dha ciudad sin tener amo , le den docientos açotes publicamente”.

Felipe II establece también medidas prohibiendo que ninguno del reino llevara hábito de romero ni peregrino aún estando en romería, sino que esta se hiciera con el hábito ordinario y llevando licencia y acreditación de la justicia de su lugar, quien señalaría el camino que debía seguir para que no pueda apartarse más de cuatro leguas a cada lado para pedir limosna. A los peregrinos extranjeros se les permitía llevar hábito, pero debían traer permisos de su lugar y presentarse a la justicia  al entrar en el reino.

Pero es en los siglos XVII y XVIII cuando la fama del Camino de Santiago en su concepción clásica parece declinar definitivamente. Un periodista del siglo XIX afirmaba que no se veían en Compostela más de treinta o cuarenta peregrinos el día de Santiago y en un Año Santo, aunque el número aumentaba, no llegaban a pasar de ochocientos.

Otro autor relata que un peregrino en un pueblo de la frontera francesa: “...pedía limosna un domingo a la salida de la misa y las conchas de que estaba sembrado su abrigo, y la cruz de cobre..., su zurrón, su bordón con la calabaza, causaba el asombro y la admiración de los niños”.

La figura del peregrino antes tan asumida en la cultura europea ha llegado a su final y hasta su profundo significado que sobrepasa el ámbito religioso  va cayendo en el olvido, quedando solo su carácter folclórico, tanto como su característica indumentaria que hoy en las calles de Santiago espera que algún actual viajero la alquile para hacerse una fotografía de recuerdo.

Diversas han sido siempre las razones que han llevado a tantos peregrinos a lo largo de estos doce siglos a alcanzar la meta del sepulcro de Santiago. Hoy no son tan diversas, predominando las turísticas. En pleno Año Santo, en el Xacobeo como ahora lo llaman, los medios de comunicación animan insistentemente a emprender el Camino, y muchos lo iniciarán, llegarán a Santiago de Compostela, pasarán por la Puerta Santa, admirarán el Pórtico de la Gloria, darán un calabazazo a la  imagen del Maestro Mateo y el ritual abrazo al Santo y, con poco más, el viaje habrá acabado, dejando, quizás, ampliamente satisfechos a tan numerosos  intereses económicos que descaradamente se mueven alrededor de esta cita, en una versión actual de las asechanzas de todo tipo que siempre amenazaron a los peregrinos.

Sin embargo, emprender hoy el Camino exige, para no perder su significado, llevar el espíritu abierto, la sensibilidad  en guardia, dispuesta a percibir todo lo que ha significado a lo largo de su historia, sentirse parte de esa riada humana que durante tantos siglos lo ha ido conformando, dejando en toda su longitud sus creencias, sus afanes y sus miserias a pesar de tantas voluntades que han pretendido apropiarse  de todo ello.

En Compostela confluyeron dos formas de peregrinación difíciles de separar y dependientes entre sí. La atracción de la tumba del apóstol sobre el hombre medieval profundamente religioso, que emprendió el Camino como respuesta positiva al caos que le rodeaba y, por otra parte, un proceso socio-político que, a través del intercambio cultural, social y económico, supuso la unificación de identidades y  la maduración de la sociedad medieval europea. La desaparición de esa dualidad, en la medida que la sociedad medieval evolucionó a nuevas formas sociales, supuso que el Camino empezara a perder su significado.

No hay duda que la meta del Camino es Santiago de Compostela, pero es el itinerario lo que ha marcado a gentes y pueblos, ha creado tanta historia y ha tenido tan capital trascendencia en el arte, la literatura, el comercio y el derecho del occidente europeo que bien podría decirse que fue el primer camino hacia la tan difícil convergencia, resultando del todo rechazable que ahora se reduzca a un superficial lugar de vacaciones.

 

 Bibliografía:

·   L. Vázquez de Parga y otros. Las peregrinaciones a Santiago de Compostela. CSIC. Madrid, 1948, 1949.

·   J. L. Barreiro Rivas. La función política de los caminos de peregrinación en la Europa Medieval: Estudio del Camino de Santiago. Tecnos, 1997.

·   Juan G. Atienza. Los peregrinos del Camino de Santiago. Historia, leyenda y símbolo. Temas de hoy. Madrid, 1993.

·   Isidro G.Bango Torviso. El Camino de Santiago. Espasa Calpe. Madrid, 1993

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