Jesús
Martínez Villodre
¡Cuántos
braseros se consumieron en mi casa! Los largos y fríos inviernos de La Mancha,
se hacen interminables. La mesa camilla
con sus faldas guarneciendo al brasero, era el único rodal agradable en toda la
casa.
¡Arrímate al brasero!, -Se les decía, al
visitante, al vecino o amigo que llegaba a todos se les hacia un "lao"
para que se apretujaran sobre la mesa.
Toda la labor social, se realizaba sobre la
enorme mesa camilla y junto al
brasero de mi casa. Se recibía a
los visitantes, se servían todas las comidas, junto a ella se charlaba de las
cosas buenas, y malas del quehacer diario.
A la
mesa camilla la tapaba unas faldas todo su alrededor, muy agradables, y encima,
tapando la tela se ponía un hule de plástico, para preservar y poder limpiar fácilmente.
Debajo del hule, -había toda una historia-,
estaban las cartas que mi madre iba recibiendo de sus hijas emigrantes, las
fotografías de los nietos que se iban haciendo
grandes lejos de España, estaban también
los recibos que pagaban, como el
de los "muertos", que es el recibo más odiado. El recibo más importante entonces era el de la
"luz", -no pagar en su día el recibo, era considerado casi como un
delito, y una cuadrilla de dos obreros como la guardia civil, sin oír razón
alguna, cortaban los cables en la puerta de la calle, ante la expectación del
vecindario, que servía de mofa y regocijo-, por eso aunque no se tuviese para
comer, se dejaba todo, para pagar el recibo de la "luz".
También como no se guardaba la nómina de la Renfe,
que apenas llegaba a nada, y el recibo del alquiler de la casa, el último que
se había pagado, que ese si que no iba correlativo.
Alzando el hule de la mesa camilla, se
encontraba la pequeña historia de la casa, y la escasa contabilidad de la
familia, no hacía falta más. Era lo más preciado
que se tenía y se guardaba lo más cerca, siempre a mano, alzando el
hule, estaba todo cuanto se apreciaba de la casa.
A los pequeños se les cambiaba, encima de
la mesa, porque esta tenía su tablero muy calientito,
debido al brasero. A los enfermos se les reservaba el mejor sitio en la mesa. Si
estos guardaban cama, y se querían levantar, se les echaba algo por los
hombros, y a la mesa camilla, allí se recuperaban del húmedo y frío
dormitorio.
¿Cuántas cosas habrá oído mi mesa
camilla? Era el escritorio, encima de ella aprendí a escribir, ha dibujar, a
ella era condenado a no moverme cuando
hacía cualquier trastada. Las tardes noches, cuando acudían las
visitas, escuchaba perplejo los problemas e historias de la gente.
Una vecina,
cuando ya se despedía para irse decía, -Bueno, hasta mañana, y lo que hace
falta es que Dios nos dé salud para enjalbegar- ¿? Lo
más importante para ella era el
enjalbiego, pero hacerlo ella, y no tener que llamar a nadie.
Otra explicaba lo bien que se lo había
pasado en la boda de su sobrina y exclamaba casi a voces, sin sentarse siquiera,
-¡qué "pena" lo bien que me
lo he pasado! ¿? No hay
duda que era más de Alcázar que la taberna Repica, -que en paz descanse-.
¡Mira que tener pena, por divertirse!
Contaba "el chato", cuando se compró la moto Guzzi, para estrenarla, se armó de valor y llegó hasta el Puerto, después de parar un buen rato en Herencia, a la ida, y a la vuelta para que se enfriara, y contaba muy entusiasmado diciendo. -¡Ahí si que hay turismo! ¡Para ver turismo hay que hacer lo que yo, ir al Puerto Lápice!-, hasta cinco coches seguidos he visto pasar, pero "a toa castaña", no os vayáis a creer que es como aquí por la Castelar. Eran otros tiempos no por difíciles sí más nostálgicos. Seguiremos.