CRUCE DE VIDAS

RELATO PARTICIPANTE CONCURSO EMPRESA ASISPA.

COMENTARIO DEL AUTOR:

Mi primer relato de una longitud extensa que no trata de ningún tema de ciencia ficción. Es una visión al mundo de la tercera edad. Para ello he tratado de recurrir a toda la ternura y respeto que me despierta ese sector de nuestra sociedad, pero también sin olvidar la crítica a nuestro mundo, cada vez más frío y despegado.

Se la dedico con cariño a todos esos "abuelos" que tantas alegrías y enseñanzas se perdieron en nuestras "sorderas" generacionales.

Por supuesto un beso a mis abuelos maternos (que todavía tengo la suerte de contrar con ellos) y a los paternos (cuyas enseñanzas las veo reflejada en mi Padre, el cual hace ahora también de abuelo con mi hijo).

 

El viejo Aurelio Pérez cerró con llave la puerta de su humilde casa y se dispuso a dar su paseo matutino. Tiene 82 años, de camino para 83 en noviembre. Desde hace unos cuantos, ese mes suele traerle como regalo unos fuertes dolores en sus articulaciones. El aire frío de Madrid en otoño no le tiene en consideración, y le hace más sufridos sus largos paseos. Pero hoy, en pleno mes de agosto, el cálido abrazo de la mañana le reconforta y llena de fuerzas. Vive en una barriada antigua de la zona de Vallecas. Hileras de casas bajas, donde vio criarse a sus hijos, están dejando paso poco a poco, a bloques altos de viviendas. A Aurelio no le gustan, pues la gente vive aislada de sus vecinos y casi nadie ya saca su silla a la acera para conversar del día con los demás. Pero aunque el entorno donde vive tenga prisa por dejar atrás a gente como él, Aurelio permanece imperturbable al paso del tiempo. Todas las mañanas, haga frío o calor, sale de su casa a las nueve en punto para pasear. Antes, cuando su mujer vivía, realizaba las compras y recados que le mandaba su esposa. Con la excusa de encontrar el pan mejor hecho, la fruta más fresca, o la carne más barata, recorría varios kilómetros por la barriada, intentando descubrir caras nuevas en cada esquina. Ahora, escondido tras su bastón y su inseparable boina, apenas levanta la vista del asfalto. Ya no siente la curiosidad de antaño. El barrio de Vallecas está irreconocible y prefiere la nostalgia del recuerdo. Últimamente , aprovechando el buen tiempo, suele elegir subir por la calle de la tienda de pinturas, caminar paralelo al ambulatorio unas cuantas manzanas, para después volver a este y sentarse en el banco de un parquecito. Y lo hace pasito a pasito, arrimado a los edificios para no entorpecer a los demás viandantes. Éstos van de aquí para allá apresuradamente, sin apenas percatarse de él. Aurelio lo prefiere así, puesto que cada vez que se ha cruzado con algún conocido, éstos le obligan a conversar a un ritmo que le agobia. Cuando el nivel de tráfico le indica que está en pleno San Diego, es cuando toma el camino de regreso. Lo hace pasando junto al edificio que era el antiguo cine Paris. Allí llevaba a sus nietos hace veinte años, mientras sus dos hijas y respectivos yernos preparaban el cordero para la cena de Navidad. Las carteleras han dado paso a los anuncios de banquetes de bodas, y un enorme letrero de “Salones Reina Isabel” sustituye al dibujo de Clark Gable o el de Roed Hudson. Aunque lo añora, ve razonable el cambio, al fin y al cabo son dos tipos de negocios que desprenden felicidad e ilusión en sus clientes. Cuando las piernas empezaban a dolerle, apretó un poquito su paso al vislumbrar los árboles del parquecito donde realizaba su parada. Allí podría descansar sobre el banco más apartado de la carretera. Una punzada de mal genio le alcanzó cuando divisó que su asiento estaba ocupado. Un mozalbete de unos dieciéis años y aspecto desaliñado, se recostaba en uno de los brazos del banco. Había muchos otros sitios donde ponerse en aquel parque, pero Aurelio no estaba dispuesto a cambiar de rutina por nada del mundo. “Seguro que es uno de esos gamberros maleducados que ya no respetan a nadie” pensó el anciano. Llegó arrastrando un poco los pies y haciendo un poco más de ruido con su bastón. Mientras tomaba el otro extremo del banco soltó un escueto “Buenos días”. Como suponía, el joven ni contestó. Permanecía con la cabeza baja apoyada entre sus manos. “Ahhh, ¡como son!. En mis tiempos el maestro de la escuela les hacía aprenderse algo más que los ríos. Y al que no espabilaba volvía ‘calentito’ a casa” – se dijo a sí mismo en silencio mientras retiraba su boina para dejar que sus cabellos blanco recibiesen algo de brisa. Al poco rato, se sintió avergonzado de sus reflexiones tan críticas, pues a pesar de que su oído no iba muy fino, pudo escuchar lo que parecían unos sollozos. Dudó si ignorarlos o no. No deseaba molestar a aquel muchacho. Finalmente ganó su lado humano y sin pensarlo demasiado le dijo: -¿Qué te pasa hijo? ¿Por qué estás tan triste?- El joven alzó la cara sorprendido, buscando a la persona que le hablaba. Varios surcos húmedos por el paso de las lágrimas en su cara, le daban un aspecto aún más desconsolado. -¿Qué?- contestó un poco confuso.- -Que si te encuentras bien. Como te veo que estás llorando….- Aurelio empezaba a arrepentirse de haberse querido entrometerse en los problemas del chico. Entonces éste, con un rubor creciente en sus mejillas, hizo amago por levantarse. -No, no te vayas-dijo Aurelio interponiendo suavemente su bastón a modo de barrera. –No quería molestarte, perdona. Tan sólo trataba de ayudarte- La sinceridad de quien habla con el corazón pareció tener más fuerza de lo esperado. Finalmente el joven se dejó caer de nuevo junto al anciano. Rebuscó en su raído pantalón vaquero y finalmente encontró un aplastado paquete de tabaco. Mientras fumaba se limpió el rostro con la mano a la paz que trataba de contenerse los mocos. -Toma, con esto te limpiarás mejor- Un inmaculado pañuelo de tela blanca era sostenido a modo símbolo de paz.- ¿Cómo te llamas hijo?- -Carlos- contestó mientras se sonaba la nariz. -Bonito nombre. Yo me llamo Aurelio- El joven sonrió un poco mientras terminaba de recobrar su compostura. No parecía ser tan mal crío ahora que estaban tan cerca. Aun queriendo dar la apariencia de tipo duro, desde allí se podía adivinar al niño asustadizo que despertaba de la pubertad. El anciano veía que estaba en el buen camino y se dispuso a aprovechar la situación: -Bueno Carlos, ya se te está pasando un poco el disgusto. Eres muy joven para pillarte esos berrinches. ¿Qué es el causante de tanto dolor hijo?- -Me he escapado de casa. Discutí anoche con mi madre porque va a aceptar un segundo trabajo que la tiene todo el día ocupada. ¡Y a mí me pedía que me tirase el resto del verano cuidando de mi hermano pequeño!. ¡No es justo, ahora que no hay clases no me puedo ir de marcha con los colegas!.- -Pero eso no está bien, seguro que estarán muy preocupados tus padres… -Yo no tengo padre- interrumpió tajantemente Carlos –Se fue cuando yo nací y ya no volvió. Aurelio se quedó un poco aturdido. Un chico sin padre era como una silla con una pata de menos, siempre dispuesta a tirarte cuando menos te lo esperas. -¿Y cuantos sois en casa?- -Conmigo tres: mi madre, mi hermano pequeño y yo. Al anciano no le cuadraban las cuentas, si su padre no volvió ¿cómo era que tenía además un hermano de menor edad?. ¿Y de quien era ese niño?. No se atrevía a preguntarle sobre los detalles que se le escapaban de esta historia. Por primera vez en mucho tiempo, hablaba con un desconocido voluntariamente. La burbuja en la que aislaba normalmente con sus recuerdos se estaba deshaciendo, y no pretendía fastidiarlo siendo un cotilla. Mientras tanto Carlos apuraba las últimas caladas de su cigarro, el cual empezaba a quemar parte del filtro con la brasa. Un silencio piadoso formó una barrera de humo entre ambos. Dos generaciones opuestas trataban de salvar decenas de años de distancia y entenderse. Unos minutos después, Aurelio se puso su boina y, asiendo su bastón con determinación, se giró hacia Carlos y le dijo: -¿Has comido algo esta mañana?- -No…, llevo en este parque desde que me fui anoche- -Pues venga, que no muy lejos de aquí conozco una cafetería que todavía tendrán algunos churritos para desayunar- Una mano joven acudió en ayuda del hombre, el cual intentaba ponerse en pie. En otra ocasión hubiera rechazado aquel gesto, mientras se viera con fuerzas se negaba a depender de los demás. Pero en este caso no se trataba de caridad, sino más bien de una especie de amistad. De camino hacia la cafetería, Aurelio alzaba la vista de vez en cuando, para mirar de reojo al muchacho. No había caído, pero salvando las diferencias de la indumentaria de su época, Carlos era muy parecido a él en su juventud. Todavía recuerda las travesuras que encanecieron a disgustos la larga melena de su madre, por no mencionar, de aquella vez que estuvo perdido todo un día en el monte porque quería ser pastor, como su padre. Desde entonces, han pasado tantos años y ha vivido tantas emociones distintas… Estaba convencido que toda esa experiencia debía de ser útil para alguien, y parecía que lo tenía justo al lado. Luis Cálvez, dueño de la cafetería Cálvez, se extrañó un poco al ver tan singular pareja entrar en su bar y pedirle dos desayunos con churros y porras. Conocía de vista al anciano de verle pasar por su acera, aunque nunca entraba a tomarse algo. Como cualquier barrio pequeño que se precie, había oído hablar de él. Hombre trabajador donde los haya, estuvo como electricista durante 50 años. Sacó adelante a mujer y dos hijas. Estas últimas estudiaron y se hicieron licenciadas. Se casaron y ahora vive una en Barcelona y la otra cruzó el charco y reside en Argentina. Su mujer enfermó de cáncer, hace cosa de unos años. Fue una pena, pues era una señora a quienes las vecinas tenían en alto aprecio. Su suplicio duró poco, y al cabo de unos meses tuvo el descanso final. Desde entonces, un velo sombrío envolvió los ojos de su marido y de ser una persona abierta y simpática, pasó a ser prácticamente un ermitaño. Luis Calvez no le culpa de ese cambio de actitud. Mirando de reojo su mujer, que despacha a un cliente en la barra, se imagina cómo sería la vida sin ella. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. No sólo era su compañera y madre de sus hijos, también era el núcleo familiar en el cual se apoyaba su vida, su negocio, y como no, su corazón. Con lo que si faltase ella, superar tal situación se volvería casi épica. Mientras enjuaga unos vasos, no pudo evitar lanzarla un guiño cariñoso cuando sus miradas se cruzaron. -Bueno, Carlos, ya nos hemos contado un poco de nuestras vidas y nos hemos reído un poquito con mis “batallitas”- dijo Aurelio mientras le ofrecía el último churro- ¿Quieres que te dé mi opinión sobre lo que has hecho?- -Ya sé que está mal, no necesito que nadie me lo diga-contestó Carlos un poco a la defensiva. -Oh, seguro, pero yo no voy a darte una “regañina”. Tan sólo quiero mostrarte lo que no viste ayer, durante la discusión con tu madre- -¿Y cómo puede saber algo que yo no supe si ni siquiera estuvo allí?- -Muy sencillo hijo, ya te he contado que en mi juventud era muy similar a tuya. Verás, si hay algo realmente bueno a mi edad, es que pocas cosas quedan en la vida que no hallamos pasado nosotros. No trato de decirte que los viejos “lo sabemos todo”, no. Pero sí que los errores que estás sufriendo tú ahora, los cometimos nosotros también- -¿Entontes me da la razón?- -Ni te la doy ni te la quito, pero aunque hice cosas parecidas, ahora sé que consecuencias tuvieron mis actos, y hasta que punto mi egoísmo hizo daño a la gente que quería.- Carlos enmudeció, parecía estar entendiendo por primera vez las palabras de aquel “viejo entrometido”. -Hijo mío, anoche no vistes el por qué tu madre tenía que aceptar ese trabajo. Tú mismo me contaste que, aun teniendo alguna pareja después de tu padre, ahora estáis sólo los tres. Una casa y una familia cuestan mucho sacarlas adelante. Tu madre, por desgracia, no tuvo la oportunidad de sacarse unos estudios en su juventud. Desde chica limpiaba escaleras para ayudar a sus padres y al cabo de los años sois tú y tu hermano quien dependen de ella. No quiere lujos ni tonterías, tan solo daros una oportunidad de haceros hombres de provecho. Los ojos del chico se tornaron brillantes mientras atendía boquiabierto a su compañero de mesa. No tuvo fuerzas de terminar su último bocado. Los remordimientos llenaron el espacio vacío de su estómago. En cierta forma, la opinión de alguien neutral a su problema, le había hecho entender lo equivocada de su postura. La verdad la tuvo siempre delante. Cuando ella le llamó a la cocina para hablar con él, estaba guardando cartas y cartas del banco en el tarro de cristal. Seguro que las deudas les llegaban al cuello y su madre no les decía nada. Antes de quitarle su paga mensual, su ropa (que aunque no era de marca estaba muy bien) y cosas así, prefería aceptar un segundo trabajo para que ellos siguieran teniendo una vida normal, y en el colegio no fueran distintos a los demás compañeros. -He sido un completo imbécil y egoísta. Yo pensando en divertirme y no sabía el daño que la estaba haciendo.- -Bueno, bueno, tampoco te fustigues. Estas en la edad de hacer tonterías.- dijo Aurelio con una gran sonrisa. Realmente se sentía feliz de enseñar algo a aquel muchacho. - Mira, ¿por qué no te vas para casa y con un fuerte abrazo le pides perdón?. Seguro que no ha pegado ojo pensando en donde pararías- - Si, muchas gracias señor Aurelio. Si alguna vez paso por el parque y me ve con mi hermano, por favor venga a saludarnos- -Descuida hombre, que allí me encontrarás- Como una exhalación salió del local en busca de quien daría la vida por él. Se le veía feliz mientras corría, pues hoy se notaba “mas mayor” y le agradaba la sensación. De nuevo en su soledad, el anciano se incorporó con algo de esfuerzo y se dirigió a la barra. Allí estuvo un rato hurgando en su monedero. No solía llevar mucho dinero encima, pues la pensión no daba para lujos como ese todos los días. -Están invitados- oyó decir de una voz fuerte -¿A qué se debe la gracia?- interpuso Aurelio un poco molesto, pues él ya tenía un par de euros entre los dedos. -Es que a los clientes nuevos en el bar se les invita a su primera consumición- dijo Luis Cálvez. Aurelio no tenía mucha gana de discutir sobre los años que llevaba en Vallecas, se sentía feliz como no hacía desde que murió su querida esposa. Después de agradecerlo con un gesto de su boina, reemprendió su camino a casa. No llevaba ni una decena de metros andados cuando sintió ganas de alzar la vista del asfalto. Se sorprendió a sí mismo curioseando escaparates y saludando algún que otro conocido. Cuando llegó finalmente, entró en las habitaciones y abrió las ventanas para que el aire limpiase toda la pesadumbre que poco a poco había crecido en su hogar. -Querida mía, puede que anhele reunirme contigo lo antes posible, pero mientras me llegue la hora, voy a vivir tan feliz como tú me enseñaste a hacerlo-Dijo Aurelio sosteniendo su vieja foto de bodas. Epilogo: Luis Cálvez buscaba entre los numerosos papeles de su cartera. Trataba de encontrar un número de teléfono que tenía algo olvidado. Finalmente descolgó su móvil y marcó. Al cabo de un rato, una persona de recepción de la residencia donde se encontraba su padre, le pasó la llamada a la sala donde veía la tele. -¿Papa?.... Soy yo, Luis……. Si, si, últimamente he estado muy liado, ya sabes, el bar…….. si, si,……….Oye, he pensado que este fin de semana, si a ti no te importa, podríamos pasar a verte. Si nos hace buen tiempo incluso podríamos dar una “vueltecita” por el pueblo……… si, si………….. vale, pues entonces mañana ya aviso a la directora de la Residencia y quedamos………. Si, si,…………..¿papá?.... ah, que pensaba que se cortaba……. Oye, que te quiero mucho, un beso…….. adiós papá. Una mano en su hombro cuando colgaba el móvil, anunció que su mujer estaba a su lado. No le dijo nada, tan sólo le dio un beso en su mejilla. Después de todo, por muy brutote que fuera, también él tenía su corazón. Lo supo en el momento que le vio prestar atención a la conversación de aquél joven y anciano, mientras desayunaban. CRUCE DE VIDAS

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Autor: Ambrosio Sánchez ambrosio1975@yahoo.com