La
AMIA, una causa nacional
Por
Santiago Kovadloff
Si el más grave atentado terrorista sufrido por la Argentina
es el cometido contra la AMIA, ¿por qué sigue siendo
la comunidad judía la que primordialmente exige, año
tras año, que se cumpla de una buena vez su esclarecimiento?
¿Por qué el Estado no asume como propia la envergadura
de esta catástrofe y nacionaliza el alcance de su significado?
¿Por qué se limita a adherir, con mayor o menor vacilación,
al recordatorio y al reclamo que, desde hace más de una década,
organiza la comunidad judía? ¿No advierte que su retórica
y su mímica, a fuerza de vacías y al cabo de tanto
tiempo, lindan con la perversión? ¿Es a los judíos
a quienes el Estado debe una explicación de lo sucedido o
es a la Nación? La sede de la AMIA volada hace once años,
¿es o no es una institución argentina? Los muertos
que allí cosechó el terrorismo, ¿son o no son
argentinos? La calle Pasteur, ésa que fue abrasada por el
horror aquella mañana de julio, ¿se encuentra o no
en la capital de la República?
Digámoslo de frente y con todas las
palabras: la de la AMIA es una tragedia argentina no asumida como
tal. El ataque del 18 de julio de 1994 fue perpetrado contra el
país por fanáticos que contaron con la anuencia de
estados extranjeros y ellos, a su turno, con la complicidad de elementos
locales. Reducir, como se lo está haciendo, el alcance de
su significado a un "problema de los judíos" y
de los familiares de las víctimas equivale a desentenderse
de su real magnitud y a ratificar la siniestra consigna de los agresores
para los cuales los judíos son apátridas.
Es al Estado argentino al que le compete
infundir rango nacional a lo sucedido. La masacre producida afecta,
como agresión, a la ciudadanía en su conjunto y vulnera
la soberanía nacional. Su real esclarecimiento comienza por
ahí. Simultáneamente se lo debe caracterizar como
delito de lesa humanidad que no debe prescribir. Y a la comprensión
de que así debería ser mucho podría contribuir
el hecho de que el Gobierno promoviese, en todo el país,
la conciencia de que se trata de una causa nacional.
No obstante, desde los espacios de poder
se procede como si lo ocurrido aquel 18 de julio de 1994 no afectara
a la soberanía de la Nación. No menos desconcertante
y desalentadora es la actitud de las autoridades comunitarias judías.
Ellas siguen reivindicando como "propio" lo ocurrido.
Con ciega obstinación aplazan la decisión de exigir
al Estado que se convierta en vocero principal de lo sucedido. Y
ello no sólo judicial sino políticamente. Es absurdo,
por no decir lamentable, que sea el Presidente de la República
el que concurra como invitado a los actos evocativos del atentado
cuando en verdad debería ser él quien convocara a
realizarlos infundiéndoles así su máxima trascendencia.
No es ante todo a la colectividad judía y a los familiares
de las víctimas a quienes se les adeuda clarificación
y justicia. Es al país entero. Son las autoridades comunitarias
judías las que antes que nadie deberían impedir que
se siga "judaizando" la cuestión, es decir, desnacionalizándola.
¿Cómo es posible que se mantenga acallado desde hace
tanto el hecho gravísimo de que un atentado contra la Nación,
como el entonces sufrido, sea compartimentado de tal manera que
el Estado lo visualice desde "afuera" como si el primer
afectado por lo sucedido no fuese él mismo? ¿Qué
implica eso sino complicidad con el delito?
Se ha dicho y repetido incontables veces
que el pueblo judío, al ser el Pueblo del Libro es, por añadidura,
el pueblo de la memoria. Precisemos sin embargo que no olvidar no
significa recordar lo que pasó sino entender cada vez mejor
qué tiene que ver lo que pasó con lo que pasa. En
estos tiempos tan dolorosos en los que la democracia argentina acusa
una profunda fragilidad moral, es hora de ir sabiendo que, para
llegar a revertir la situación que enferma a nuestras instituciones,
hay que aprender a relacionar los hechos aparentemente inconexos
que conforman esa situación. Es sabido que los problemas
irresueltos del pasado terminan por reaparecer drásticamente
en el presente. Y nadie ignora ya que la democracia, sin un presente
diáfano, ha de tener un porvenir oscuro.
Por Santiago Kovadloff,
La Nacion, Domingo 7 de agosto de 2005
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