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Y
AARÓN SUBIÓ A LOS CIELOS....
TODO
ERA REVUELO Y AGITACIÓN aquella mañana del 25 de diciembre
de 1907 en el estadio de la Compañía de Gas La Sportiva.
Gran cantidad de curiosos se habían dado cita desde temprano, decididos
a no perderse ningún detalle del insólito acontecimiento.
Las damas paseaban en pequeños grupos, protegidas por sus parasoles
de seda, los caballeros, de riguroso cuello duro, y "rancho de paja"
cruzaban apuestas con discreción, y las matronas vigilaban a los galanes
que festejaban a sus hijas, disimulando su celo detrás del aleteo nervioso
de los abanicos.
Toda la alta sociedad argentina se había reunido donde hoy se ubica
el Campo Argentino de Polo, para ser testigos de la hazaña del
soltero más codiciado de la época: el joven Aarón
de Anchorena.
A medida que transcurría la mañana y continuaban los preparativos,
se iba sumando sencilla gente de pueblo, en especial niños, atraídos
más que por la ya no tan novedosa ascensión de un globo aerostático,
por lo arriesgado de la meta que Anchorena se proponía.
En efecto, en los últimos años habían sido varios los
extranjeros que habían llegado a Buenos Aires con la intención
de ganarse la vida haciendo tímidas exhibiciones en aquellos extraños
artefactos.
El norteamericano Wells solía remontarse unos cientos de metros
y luego se lanzaba en paracaídas, aunque nunca llevó a cabo
la hazaña que tanto pregonaba: cruzar la cordillera. El 1868, el francés
Baraille se abatió con su globo sobre un barco que navegaba
en el Plata y provocó una catástrofe que costó numerosas
vidas. Pero los favoritos del público habían sido los esposos
Silimbani. José y Antonieta habían llegado de
Italia en 1902 e hicieron numerosas y arriesgadas ascensiones hasta que el
globo de la desdichada mujer cayó a las aguas del Río de la
Plata el 13 de marzo de 1904 y ella murió ahogada.
Sin embargo, lo que se proponía el joven Aarón tenía
otro carácter. Cruzar el Río de la Plata era una proeza que
hasta ahora nadie había soñado siquiera.
Para llevarla a cabo, el audaz Secretario Honorario de la Legación
Argentina en París, había traído de Francia un globo
de 1.2000 metros cúbicos de capacidad, construido en algodón,
al que había bautizado "Pampero". Y, como no
era un hombre al que le gustase improvisar, había contratado además
los servicios de un experto francés que debía acompañarlo
en la travesía; y no porque fuera un novato en este tipo de aventura.
Todo lo contrario. En 1905 había debutado nada menos que con Santos
Dumont como instructor y fue tanta la fascinación que le produjo
aquella primera experiencia que se inscribió en el Aero Club de Francia,
en cuyo campo de Saint Cloud recibió instrucción de otro célebre
aeronauta, Paul Tissandier. De modo que cuando se decidió a
efectuar su primera ascensión en suelo argentino y cruzar el Río
de la Plata, ya había hecho once vuelos de diferente envergadura, algunos
de ellos en compañía de su amigo Marcelo T. De Alvear,
el mismo que años después sería Presidente de la Nación.
Pero aquella tarde, los problemas empezaron cuando el globo aún yacía
flácido en medio de la cancha.
A medida que desde la Sportiva, la compañía encargada
del alumbrado público de la ciudad de Buenos Aires, se le insuflaba
el gas, el experto francés se mostraba cada vez más inquieto.
Discutía con Aarón e intentaba demostrarle científicamente
que aquel no era el fluido indicado. Le explicaba que la fuerzas ascensional
en kilos por metro cúbico del Hidrógeno era de 1.203, que la
del Helio era de 1.115 y que la del gas de hulla del alumbrado que ellos iban
a utilizar era de apenas 0.725.
Ante la indiferencia de Aarón por aquellos detalles que consideraba
minucias técnicas sin importancia, el ingeniero se empeñó
en referirse a la fórmula conocida como "densidad referida al
aire" y le demostró, con lápiz y papel, que el poder ascensional
del gas que utilizarían era muy pobre ya que solo lograrían
aprovechar el 16 % de su fuerza.
Cuando terminaron de discutir el "Pampero" ya se erguía
refulgente en medio de la pista.
Hubo un momento de vacilación en ambos hombre, que se miraron mudos
a los ojos.
Aarón se negó a suspender la prueba y el técnico francés
a embarcarse en una empresa que calificó de suicida.
La noticia corrió de boca en boca y los curiosos rodearon el lugar
de la ascensión.
Aarón se inclinó hacia el interior del canasto, tomó
una maleta que contenía algunos efectos personales del francés
y se la arrojó a los pies con un gesto despectivo.
Después
pregunta quién de los presentes desea acompañarlo.
Hay un largo silencio durante el cual se oye el ligero gualdrapeo del globo,
listo para partir y enseguida, la voz del Director de Alumbrado de la Municipalidad
y destacado deportista, el Ingeniero Jorge Newbery, diciendo con firmeza:
- Yo iré -.
Ambos hombres se estrechan la mano, reafirmando en silencio la promesa de
enfrentar juntos, los peligros que les aguarden.
La multitud emocionada aplaude el gesto. Hay un nervioso intercambio de abrazos
con los demás colaboradores, una pose para el infaltable fotógrafo
y enseguida, cada uno toma su lugar dentro de la barquilla.
-¿Listo para despegar?- pregunta el joven aventurero
a su flamante compañero.
Jorge Newbery asiente con la cabeza.
-!Corten los cables!- ordena Aarón.
Se escuchan los golpes, secos y precisos del acero y el "Pampero",
libre de las amarras se sacude, se estremece un poco al separarse de la tierra,
se balancea y, finalmente comienza a elevarse en medio de un silencio que
no parece de este mundo.
Son las 12:45 y la brisa que sopla del sudoeste lo empuja hacia su destino.
La redonda silueta se recorta en el aire diáfano del mediodía
y se va haciendo más pequeña a medida que gana en altura y se
aleja hacia el río.
La multitud contempla muda de asombro como aquel artefacto se va convirtiendo
en una esfera cada vez más pequeña hasta que al alcanzar los
300 metros de altura se pierde de vista dejando tras de sí una sensación
de vacío total.
La gente permanece largo rato en el lugar de la ascensión, se hace
visera con las manos, busca en vano alguna señal; pero aquel mediodía
el cielo entero resplandece y el río reverbera como un espejo, sin
que se distinga ni el más pequeño punto alejado a aquel derroche
de luz.

Jorge
Newbery (izquierda) durante una ascension en globo
El
vuelo
ARRIBA TODO ES SILENCIO.
Hace frío pese a la estación y los dos tripulantes observan
mudos un paisaje que ningún ojo humano ha visto antes.
Desde la barquilla del globo se divisan perfectamente ambas márgenes,
la superficie del río luce levemente rizada y brilla al sola del mediodía,
algunos bancos de arena insinúan su silueta a ras de las aguas y una
chata que transporta piedra, parece una miniatura, incrustada allá
abajo.
El Pampero continúa su ascensión sobre las amarronadas
aguas del Río de la Plata y a menos de una hora de vuelo alcanza su
altura máxima: 3.000 metros.
Un poco después, al acercarse a la costa uruguaya empieza a perderla.
Los navegantes comienzan a desprenderse del poco lastre que queda a bordo
y de cuanto puede ser accesorio, pero es inútil. La fuerza de la gravedad
es mayor que el poder ascensional del gas y el globo sigue cayendo.
Los dos hombres arrojan sus efectos personales, los sacos de arena que equilibran
la barquilla, el ancla de tierra y el ancla marina, los cabos y cuerdas destinadas
a asegurar el artefacto en tierra, los salvavidas, el barómetro, el
altímetro, el catalejo, el reloj y los demás instrumentos.
Pero todo es en vano. "El Pampero" se precipita hacia
suelo uruguayo como guiado por la implacable mano del destino. En un último
esfuerzo por torcerlo, los hombres sueltan la canasta y se quedan colgados
de la red que envuelve el globo. Ahora están casi a ras de la superficie
del río. Respiran su aroma dulzón. Sienten que caminan sobre
las aguas.
"El Pampero" se dirige primero hacia unas altas barrancas
y, cuando están a punto de estrellarse, un soplo de brisa los empuja
tierra adentro. El globo cae, rebota con los dos hombres aferrados al extremo
de la red, vuelve a elevarse unos pocos metros, favorecido por el viento y
finalmente termina su loca carrera algunos kilómetros más adentro.
Los aeronautas, algo atontados, se sacuden la ropa, miran a su alrededor preguntándose
dónde están y se confunden en un abrazo.
La travesía aérea ha sido un éxito pese al aterrizaje:
han atravesado el Río de la Plata.
Aarón mira el campo que lo rodea y recuerda la promesa que hizo
a su madre.
María Mercedes Castellanos, una mujer fuerte y emprendedora,
que continuó llevando los negocios de la familia a la muerte de Nicolás,
había hecho un trato con su hijo: si dejaba de volar le compraría
una estancia. Convencida que el volar es para los pájaros y que el
intentarlo es una suerte de pecado de soberbia, doña Mercedes vivía
aterrada con las locuras de su hijo. Por otra parte, Aarón ya
tenía treinta años y era hora que dejara la vida rumbosa y frívola
que llevaba en Europa y sentara cabeza.
El puso una sola condición: elegiría los campos en los que se
asentaría desde el aire; más precisamente desde la canasta de
"El Pampero".
Aquel viaje había sellado para siempre el destino de ambos tripulantes.
Aarón de Anchorena dedicaría su vida a cultivar y embellecer
la tierra que le deparara la suerte. Jorge Newbery, consagraría
la suya a la navegación aérea y moriría en un accidente
aéreo.
Para Aarón aquel sería su último vuelo; después
se cumpliría la voluntad materna.
Para Jorge, era su primer vuelo, el que despertaría aquella pasión
que lo convertiría en el "soberano de los aires" y pionero
de la aviación argentina.
El
aterrizaje
NO HAY DEMASIADAS DUDAS respecto
al lugar donde aterrizó "El Pampero".
Alejandro Sáez-Germain y Camino Aldao, coinciden en señalar
que los intrépidos aeronautas " recalaron en la estancia de don
Tomás Bell, en Conchillas ".
Don Máximo Fripp, vecino de la zona y profundo conocedor de
la historia local, coincide con los citados autores, pero prefiere castellanizar
el nombre del paraje y ubica el sitio en la estancia "Campana",
opinión que también comparte don Juan Bustos, vecino
de la zona y ex-empleado de Anchorena.
Bell o Campana, todos están de acuerdo en señalar
que fue allí donde cayó el globo.
El Sr.Fripp ubica la estancia en el camino que une la localidad de
El Cerro con la ruta 55, pasando por la Calera de las Huérfanas.
La estancia Campana estaba ubicada casi en la intersección con
dicha ruta, a mitad de camino entre Conchillas y Ombúes de Lavalle,
donde hoy existe una población del mismo nombre.
Nos relata don Máximo que aquella Navidad de 1907 estaba al
frente de la estancia la esposa del encargado, doña María
Borges de Echeverría: el patrón estaba en la capital, como
siempre, y su marido había viajado a Montevideo por cuestiones de trabajo.
Era de tarde temprano y la mujer estaba entregada a su quehaceres, cuando
el peón "pa todo", un muchacho aindiado y medio
rengo que se encargaba de vigilar las casa, carnear las ovejas para "el
consumo", cortar leña, sacar agua y estar a la orden para los
que se necesitase, llegó sofocado, llamando con insistencia a doña
María.
La mujer dejó la plancha humeante en su base y se acercó a la
reja para averiguar la causa de tanto alboroto.
El peón señaló varias veces el cielo y finalmente, ante
el gesto severo de su patrona, logró dominar su excitación y
articular unas pocas palabras.
Dijo que un objeto redondo y muy grande se venía acercando por el
aire, sin hacer ningún ruido.
Doña María, salió incrédula al patio, miró
por sobre los paraísos en dirección a Conchillas y vio el extraño
artefacto brillando en el cielo de la plácida tarde.
El inmenso globo se movía muy lentamente pero era evidente que perdía
altura y se venía a tierra a poca distancia de las casas.
Su sorpresa llegó al colmo cuando vio que dos hombres pendían
colgados de la red y agitaban inquietos las piernas, aprestándose para
el choque.
Un instante después, el globo y su carga desaparecían tras la
loma del potrero del medio.
Los antes citados Alejandro Sáez-Germain y Camilo Aldao
se hacen eco de una broma que circuló en la prensa de la época
según la cual, Aarón y Jorge, una vez asegurado
el globo, impecables en su atuendo de "dandy",
habrían echado a andar en busca de alguna población cercana.
Atravesaban un potrero enorme y vació cuando se cruzaron con un
oriental de a caballo que les preguntó atónito que diablos
hacían a pie en medio del campo.
- Venimos de Buenos Aires - contestaron.
El paisano miró incrédulo el horizonte en el que se divisaba
apenas la lejana superficie del Río de la Plata, espoleó su
cabalgadura y al arrancar al trote, dijo como para sí:
- !Estos porteños! Seguro que además vinieron volando...
-.
La anécdota, basada en un estereotipo tradicional, seguramente es ficticia.
Lo que no parece serlo es el relato que doña María Borges
de Echeverría, hace a don Máximo Fripp.
Dice que ambos jóvenes, al llegar a la estancia saludaron muy respetuosamente,
"demostrando una fina educación" , le explicaron la situación
y le dijeron que necesitaban un teléfono para comunicarse con sus familiares.
Doña María les dijo que el teléfono más
cercano era el de la Empresa Arenera C.H.Walker y Cía. En Conchillas.
No dijo que en la estancia había una volante y muy buenos caballos
de tiro, porque, ni su marido que era un administrador prolijo y meticuloso,
ni su patrón que era un hombre severo y riguroso, iban a estar de acuerdo
con que ella se tomase aquellas libertades.
Sin embargo, aquellos dos inesperados visitantes eran tan distinguidos y exhibían
tanta seguridad en sí mismo que resultaba casi imposible negarse a
sus requerimientos.
Cuando uno de ellos le preguntó en qué dirección tenían
que caminar para llegar a Conchillas a campo traviesa, doña María
Borges se decidió: mandó al peón a prender los dos
mejores caballos y les indicó a los jóvenes un piquete en el
que podían dejar el artefacto volador hasta que volviesen por él.
En el momento de despedirse, uno de ellos, el que tenía unos ojos grandes
y negros y un bigote cuidado y espeso, le preguntó sin rodeos si el
campo no estaba en venta.
Ella se ruborizó, sin saber por qué.
- No señor, no que yo sepa - repuso bajando la mirada.
Luego los vio alejarse de prisa, dejando tras de sí una estela de polvo
dorado que tardaba en depositarse otra vez en la huella.........
Fragmentos
de la obra "Aarón de Anchorena, Una Vida Privilegiada" del escritor uruguayo
Napoleón Baccino.
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