Internet y Los Horizontes Educativos

Por Julio A. Rodríguez y Hugo M. Castellano
Presentación realizada en Internet World '99,
Sheraton Hotel, Buenos Aires, Argentina
Marzo 23, 1999

Es una verdad de Perogrullo, pero el horizonte nunca se alcanza, y tal vez sea por eso que nos atrae tanto ir hacia él. Hay muchos tipos de horizonte en la geografía del planeta: las planicies y el mar se parecen en su chatura, las montañas que se nos antojan tan cercanas siempre, o el horizonte mínimo de las ciudades, que se adivina sólo como un punto al final de las avenidas.

Por analogía, también encontramos diferentes horizontes en la Internet, sobre todo en el ámbito educativo, y es propósito de esta charla referirnos a ellos.

El primer horizonte que se nos presenta de la Red de Redes es el de la integración. Como en todo ámbito de participación, es necesario que los miembros alcancen una masa crítica tal que se garantice una comunicación ininterrumpida, siempre fluida, rica en contenido e intereses. Este horizonte está todavía muy lejano, aunque hemos dado grandes pasos hacia él.

Se afirma que los maestros son el grupo profesional más numeroso entre los cibernautas argentinos, y no es de extrañar, porque en cualquier sociedad humana la Educación es la segunda actividad más poblada, después del comercio. Sin embargo, los diez mil docentes activos en la Web son una ínfima fracción del total, y uno o dos millares de colegios representan muy poco frente a los casi cuarenta mil establecimientos nacionales. Al paso que vamos, aún duplicando las cifras cada año, tardaremos seis en incorporarlos a todos, un período demasiado extenso para el desenfrenado avance tecnológico a que nos vemos sometidos. ¿Quién sabe si en medio de esta integración no surgirán nuevos espacios y nuevas demandas que nos retrotraerán a fojas cero?

La presencia de los colegios y sus maestros en la Internet nos enfrenta a un doble desafío: brindarles el acceso y capacitarlos para usar los recursos disponibles educativamente. En este sentido, los esfuerzos son dispares y bastante desorganizados, tanto desde el ámbito privado como desde el oficial. Las empresas que naturalmente buscan capturar este enorme mercado descubren pronto que los maestros son pobres consumidores, y que los colegios pretenden tener una vida independiente en la Web, sin atarse a marcas o proyectos comerciales. Los funcionarios ministeriales, por su parte, distribuyen recursos siempre insuficientes entre capacitación, equipamiento y soporte, y aunque pretenden crear estructuras abarcativas está claro que no cuentan con la infraestructura para soportarlas más que en una pequeña proporción.

Un tema aparte es el del costo del acceso, que en nuestro país se eleva en promedio a cinco veces de lo que cuesta en Canadá, y a un tercio o más que en EEUU. La provisión de cuentas planas y líneas telefónicas institucionales sin cargo o a muy bajo costo ayudarían bastante a mejorar la presencia del mundo educativo argentino en la Red, y como sólo representan una porción mínima del mercado no afectarían el balance final de las empresas proveedoras del servicio.

Por donde se lo mire, la integración de escuelas y maestros es muy difícil en una economía disminuida, pero más aún lo es cuando los potenciales usuarios carecen de motivación suficiente para encarar el gasto en tiempo y en dinero que insume participar en la Internet. Esto se enlaza con la escasa participación del mundo hispanoparlante en la Web, que, aún en pleno crecimiento, todavía no alcanza para atraer a grandes masas de educadores. Apenas un uno por ciento del contenido total de la Internet utiliza el español como primera lengua.

Al mismo tiempo, la Reforma Educativa ocupa la atención de dirigentes y maestros en otro terreno muy diferente, como lo es el de los cambios estructurales, y la realidad es que ni siquiera las nuevas formas adoptadas en EGB y Polimodal dan mucho espacio para que maestros y alumnos naveguen por la Red sistemáticamente.

El horizonte de la integración puede acercarse a nosotros significativamente si se comprende la realidad y el impacto social de las actividades educativas. Es esencial que la Argentina capacite a sus maestros, y éstos a sus alumnos, para hacer un uso racional del recurso con fines pedagógicos. Al mismo tiempo es imprescindible potenciar los pocos espacios educativos que existen y crear otros nuevos, para dar al mundo de la educación elementos válidos que conviertan a la Internet en una necesidad, tanto en el aula como en el hogar, siguiendo aquella vieja máxima que dice que la educación no es un gasto sino una inversión. En lo oficial, no cabe esperar que las partidas asignadas a capacitación o equipamiento "den ganancias", pero para el mundo empresario la participación plena del sistema educativo en esta nueva tecnología significará en el corto y mediano plazo una fuerza laboral que no deberá ser capacitada sino en mínima medida, lo cual sin duda habrá de traducirse en un ahorro. El papel que las empresas privadas juegan en este esquema es inevitable y sustancial, porque deberán participar, tanto sea a través de mayores impuestos o por su propia decisión, con alguna forma de apoyo a la integración a Internet del sistema educativo nacional. Y si en medio pueden hacer negocios, tanto mejor.

El año pasado, AT&T invirtió 150 millones de dólares en el auspicio de proyectos educativos privados y programas en la Red. Tal vez esta cifra sea menor dentro de su presupuesto, pero la suma de esfuerzos como éste han creado un sistema dinámico y rico, que permite al gobierno federal imaginar como posible que en poco tiempo más todos los maestros y todas las escuelas norteamericanas estén interconectadas. Hay incentivo para la participación, interés por parte de los docentes y recursos genuinos para subsidiarla.

El siguiente horizonte a la vista es el de la tecnología. Se trata aquí de ver cómo responde la tecnología al desafío de educar a través de la Internet, de hallar los mecanismos y las herramientas para activar y desarrollar propuestas pedagógicas válidas y verdaderamente útiles. En este terreno, como en el anterior, todavía estamos en falta.

Es cierto que hay muchos recursos puestos al servicio de la educación virtual en el primer mundo, pero a pesar de todos los esfuerzos no se ha conseguido todavía desandar más que una mínima porción del camino. Inciden en ésto dos factores importantes. En primer lugar, la experimentación pedagógica tiene tiempos que no coinciden con los del avance tecnológico. Los procedimientos que se diseñan hoy son obsoletos mañana, y se descubre enseguida que este horizonte se aleja más rápido que otros. Y luego está la tecnofilia, un vicio que ha permeado incluso las capas más hábiles de la planificación educativa, llevando a muchos notables pensadores a creer que la tecnología –por simple presencia- sirve para educar.

Sucede que a menudo no se comprende una realidad que a los educadores se nos aparece como evidente: la escuela tiene problemas simples; graves, sí, pero simples. Y se olvida también una regla tecnológica elemental: una tecnología verdaderamente valiosa es aquella que simplifica a las existentes.

Todos sabemos, porque está perfectamente tipificado por la teoría, que las tecnologías tienen una vida de desarrollo predictible. Aparecen como la solución original para un problema, simplificando tareas o mecanismos de manera sustancial, y luego comienzan a complicarse ellas mismas, poco a poco, en un proceso de sofisticación que finalmente desemboca en una crisis: la tecnología en cuestión se ha hecho tan compleja como para volverse un problema, y se impone la creación de una nueva para que el ciclo se repita.

Este proceso no es paralelo con el educativo. En educación, los objetivos fundamentales son siempre los mismos: transmitir virtudes, hábitos y conocimientos. Y la metodología –esto es, la tecnología educativa- no puede jamás darse el lujo de volverse tan complicada como el motor de un avión o una nave espacial, sentándose a esperar que la inspiración de un inventor iluminado la saque del atolladero. Toda complejidad es un pesado lastre para los educadores, porque les quita el foco de lo que es esencial en su tarea: formar personas.

Bajo esta luz, la propuesta de aplicar complicadas herramientas tecnológicas al proceso educativo chocará siempre con una gran resistencia, no porque los maestros sean reticentes al cambio o tecnófobos, sino porque perciben que su objetivo fundamental pierde protagonismo y es opacado por la nueva técnica que se les quiere vender.

Por otro lado, la experimentación pedagógica con nuevas tecnologías no siempre apunta al mercado correcto. La educación a distancia, por ejemplo, que tanto se promueve e investiga hoy en día, es muy valiosa para jóvenes y adultos, pero difícilmente tenga utilidad en la escuela elemental, donde la convivencia de alumnos y maestros cumple un rol de socialización que no puede ser eludido. Otras ideas, como las tutorías virtuales –maestros que dictan cátedra a varios grupos a la vez utilizando la red como medio de comunicación- tienen valor potencial, pero requieren de recursos informáticos muy alejados todavía de la realidad general.

En el mundo real, la tecnofilia va en desmedro de aquellas capas sociales menos favorecidas, y este es un efecto que la educación no puede tolerar, porque la base de su accionar consiste en la distribución democrática de las oportunidades y los conocimientos.

Un efecto similar se advierte en la producción de software educativo y, por extensión, al contenido educacional que se presenta en la Internet. Aquí, el medio reemplaza al contenido, y vemos que las más de las veces los productos que salen al mercado se inscriben en el rubro de "edutainment", entretenimiento educativo, antes que en el de las verdaderas herramientas pedagógicas.

Los maestros, que de educar saben mucho más que los programadores, reconocen que los mejores programas para enseñar a los niños son los más simples y directos. A pesar de ésto, la industria sólo los consulta para sus producciones en la medida en que adhieran a las presentaciones visuales impactantes, a los sonidos estridentes y en general a la utilización simultánea de cuanto recurso disponga la tecnología, dejando para después el efecto que estos elementos pudieran tener sobre el aprendizaje. Bien conocido es que las empresas de videogames contratan psicólogos y psicopedagogos para que las asesoren sobre cómo capturar la atención de los niños por más tiempo, lo cual agrega un elemento de distorsión competitiva: los videojuegos siempre serán más hipnóticos que cualquier website educativo, y cualquier cosa hipnótica no podrá ser jamás –por definición- educativa.

Agrava la situación un hecho innegable: el software educativo es un producto comercial que compite contra otros y contra sí mismo, y en esta carrera no hay tiempo para la investigación pedagógica. La inmensa mayoría de los programas que pueblan los escaparates de los comercios no han sido jamás testeados científicamente, ni lo serán. Para colmo, su clientela son los niños y no los maestros, y es sabido que ambos poseen criterios muy diferentes a la hora de adquirir un paquete de software.

En suma, en el horizonte tecnológico hay un permanente conflicto de intereses entre los educadores y la industria, cuya única víctima son los niños. Por un lado, los maestros están conscientes de que ninguna tecnología sirve a la educación si le roba el protagonismo a sus objetivos pedagógicos; por el otro, las empresas parecen haber aceptado que los fines últimos de la educación venden mucho menos que los juegos hipnóticos plagados de violencia y sólo transigen en esos híbridos de la didáctica que son los programas de "edutainment", donde queda claro que hay amplio espacio para vender tecnología disfrazada de educación.

La tendencia entre los maestros y profesores, sin embargo, llevará esta situación a una crisis de proporciones. Hoy por hoy hay un consenso creciente a favor de sacar del foco de atención a los elementos tecnológicos en la escuela, integrando las computadoras y otros recursos al trabajo curricular cotidiano en un proceso que apunta a desacralizarlos. ¿Habrá llegado la industria a saturar su propio mercado, haciendo que la gente común se harte de sus productos? Los padres preguntan con más frecuencia a los maestros de computación qué deben hacer para alejar a sus hijos de los monitores, y consultan con verdadero interés sobre qué recursos deben permitir a sus hijos en la Internet. Tras el furor inicial, ahora se ve que muchos de los espacios llamados educativos en la Red no tienen demasiado valor pedagógico, o al menos que su valor no se corresponde con la tecnología que los hace posibles. Más aún, todo valor pedagógico se diluye sin la presencia de un adulto junto a la pantalla, y todavía más si ese adulto no es un maestro o una persona interesada y hábil en guiar al niño en su aprendizaje. Incluso los espacios neutros, donde se presenta información útil de modo sencillo y ameno, resultan insuficientes si no se controla que los estudiantes los recorran ordenada y pausadamente, procesando lo que ven y leen.

Hagamos aquí una digresión. Se dice con frecuencia que el valor del futuro será la información, pero hay una falsedad intrínseca en este aserto: si la información es hecha hiperabundante por recursos como la Internet, entonces su valor habrá de disminuir notablemente, siguiendo la ley de la oferta y la demanda.

En realidad, el valor del futuro será el valor de siempre, esto es, la inteligencia. La información se define como aquellos datos que desconocemos. En cuanto un detalle que ignoramos nos es conocido, deja de ser información y pasa a convertirse en mero dato. El saber enciclopédico, por ejemplo, ese vicio que tanto se le critica a la escuela antigua, es simplemente la acumulación incontrolada de datos.

Lo que realmente importa no es cuánto uno sabe, sino qué es capaz de hacer a partir de eso con la única herramienta con que la Naturaleza nos ha dotado para la tarea: la inteligencia. Y en un mundo donde la información es superabundante y de rápido acceso, como el que nos plantea la Internet, la virtud esencial, el valor supremo, es la capacidad de cada persona para procesar los datos y convertirlos en ideas. Sin un esfuerzo pedagógico considerable, la inteligencia humana se verá en figurillas para manejar los múltiples dilemas que la tecnología nos presenta. En el caso particular de la Internet, éstos dilemas incluyen la mencionada superabundancia de datos, las dificultades para discriminar entre información útil o superflua, falsa o verdadera, adecuada para el propio nivel o fuera de su rango; la imposibilidad concreta de contextualizar los datos adecuadamente, la complejidad de las herramientas intelectuales involucradas en el análisis de grandes volúmenes de información, etcétera.

Creer que la tecnología podrá resolver fácilmente los problemas que ella misma ha creado es ilusorio en esta etapa, porque vemos con claridad que se halla inmersa en una espiral de progresivo auto-recambio y muy ocupada en realimentarse. En el horizonte tecnológico, por desgracia, hay más problemas que soluciones.

El tercer y último horizonte que avizoramos en la relación entre Internet y el mundo educativo es el social. En él se percibe, ya bastante cerca, el modo en que la Red habrá de consustanciarse con el medio humano, y esta percepción arroja resultados inquietantes.

Históricamente, la Internet nació con fines particulares, primero integrando sistemas militares, luego universitarios, y por último accedió a ella el gran público. Hace dos o tres años era un placer navegar por la Web para cualquier educador, persona interesada en el conocimiento o profesional. Las relaciones humanas alcanzaban en ella un grado de superlativo respeto, tolerancia y solidaridad.

Hoy, sin embargo, ya vemos a la Internet como un medio más de comunicación social, con todo lo que esto significa. El contenido técnico-científico de los principios dio paso a versiones simplificadas de la cultura, y pronto a las peores muestras del pasatismo mediático. El correo electrónico, antes un canal de intercambio inteligente y fructífero, hoy está siendo carcomido por inescrupulosos "spammers" que lo inundan de publicidad no-solicitada, y el tono general ha disminuido su calidad notablemente. Los canales de "chat", el IRC, concebidos para la comunicación en tiempo real entre grupos de interés, hoy son un ámbito donde se vende y se compra hasta lo ilegal, y en el que los diálogos son de una banalidad exasperante. Los websites, de antiguo vidriera de ideas y buenas propuestas, exhiben ahora una decreciente calidad en su contenido, a medida que más y más advenedizos acceden a la publicación de páginas.

Se dice que tecnológicamente vamos hacia la integración entre el televisor y la Internet; lo que se esconde es que la red acabará–al ritmo que vamos- siendo la televisión misma, sólo que con un poco más de texto. Para colmo, la publicidad todo lo invade, y así como en la televisión casi no hay programa que no venda productos explícita o implícitamente, en la Internet desaparece de a poco la diferencia entre página de avisos y página de contenido.

El efecto general de estos cambios cualitativos va de la mano con el ingreso de grandes masas de "cibernautas" no calificados, esto es, gente común, atraídas no por lo que podríamos catalogar como educativo, sino buscando tan solo entretenimiento. Es un hecho que las costumbres y las motivaciones de las personas no habrán de cambiar porque cambie el medio, a menos que se haga un esfuerzo consciente por educarlas. Quien lee superficialmente el periódico impreso también leerá superficialmente el diario electrónico; quien sólo busca chismes del mundo del espectáculo en las revistas hará lo mismo en la Internet; quien nada más se interesa por los deportes, buscará lo mismo en las páginas de la Web.

Esto se ve claramente en los niños, el objeto de la educación, cuando navegan libremente y sin ataduras. Se interesan por los trucos para resolver videogames, por los artistas de moda o por sus clubes de fútbol. Dicen que su principal afición es chatear, pero los diálogos que protagonizan son dignos de autistas sordos. Y cuando el maestro y las circunstancias los compelen a "hacer algo educativo", como buscar información, su tarea se agota allí, en la búsqueda, y ni siquiera leen más allá de los títulos. Es obvio que los niños, como los adultos, arrastran a la Internet todos los vicios a que los ha acostumbrado la televisión.

La tarea educativa, en este contexto, es extremadamente ardua. Se trata de remar contra una corriente fortísima, que inunda las mentes de las personas comunes con banalidad, datos intrascendentes y pseudo-conocimiento instantáneo. ¿Cómo convencer a un niño de que estudie algo seriamente, cuando desde las pantallas se le dice que existen métodos para "aprender sin esfuerzo"? ¿Cómo podría competir un espacio dedicado a la enseñanza de los polinomios con las páginas del programa infantil de moda, pletóricas de imágenes y desprovistas de texto? ¿Cómo convencer a un estudiante de la necesidad de la lectura comprensiva y silenciosa, cuando en su casa no hay un solo libro?

No es concebible que un medio tan rico en formas de transmisión como la Internet escape a las generales de la ley si no se hace un esfuerzo concreto en tal sentido. Para los educadores, la Red ofrece más problemas que soluciones, a poco que se vuelven experimentados navegantes y empiezan a percibir la verdadera cara del medio.

Esto se enlaza con lo que decíamos antes respecto de educar la inteligencia, pero ahora lo ponemos desde otra perspectiva. ¿Qué hace la sociedad en conjunto para jerarquizar sus canales de comunicación? ¿De qué manera se comprometen cada comunicador social, cada periodista, cada productor de contenidos, en la tarea educativa, que no puede ser dejada sólo en manos de los maestros? Así como hablábamos de un conflicto de intereses entre la industria y los docentes, también hay uno –y particularmente serio- entre los educadores y los medios.

La educación de las nuevas generaciones no debe compartimentalizarse. Es inútil producir individuos inteligentes si la sociedad no puede ni quiere encausar la inteligencia; es difícil exigir el natural esfuerzo que requiere el aprendizaje si la sociedad favorece el facilismo y las soluciones mágicas; es utópico pretender que el saber es un valor, cuando el éxito social se alcanza sin él. La escuela podría hacer su trabajo con un alto grado de excelencia, pero si la sociedad no la acompaña, los resultados serán por necesidad insuficientes y contradictorios.

Y así como no puede transferirse a la escuela toda la responsabilidad de la educación mientras los medios se desentienden de ella, tampoco tiene mucho sentido promover soluciones separatistas, como la Internet 2. En definitiva, el mensaje que se estaría transmitiendo es: "elija, ¿entretenimiento o educación?. En sociedades que destinan desiguales presupuestos a ambos rubros, ya sabemos quién gana y quién pierde esa competencia.

La sociedad moderna tiene que revalorizar sus valores; es la única manera de provocar un cambio. La propia ministro de Educación, Susana Decibe, acaba de afirmar en el suplemento dominical del diario Clarín que "hoy en día el estudio no te garantiza que vayas a tener un trabajo". De quién es la culpa, ¿de la escuela o de las empresas? Para nosotros, de ninguna de las dos, sino de la sociedad en su conjunto, que ha cambiado sus paradigmas culturales llevándolos a un piso casi medieval. Y en esto, el sector mediático tiene especial responsabilidad, porque es el principal formador de opinión contemporáneo.

Por estas razones es esencial que la Internet se distinga de los medios de comunicación tradicionales ahora, cuando todavía hay tiempo. El comercio ético, la calificación de contenidos y la incesante creación de espacios de alto valor cultural son algunos de los elementos que ayudarían a revertir tempranamente el proceso de degradación cualitativa, dando a la Red una imagen más ejemplar, que quizás luego pudiera extenderse a otros medios.

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Los educadores miramos las cosas de un modo distinto al común de la gente. No es un privilegio sectorial, porque todas las profesiones gozan de su propio y particular punto de vista, pero sí una visión por naturaleza profunda, desprendida y sensible. A los educadores nos preocupa la gente, y en especial la gente del futuro. Por eso descubrimos que estos tres horizontes que aparentan alzarse frente a nosotros son en realidad accidentes geográficos intermedios. Son la montaña, el bosque y los edificios, detrás de los cuales se extiende la pareja línea del horizonte verdadero.

Porque, ¿para qué queremos integrar a los maestros y a los alumnos a la Red, poner la Tecnología a nuestro servicio, recuperar para la sociedad una escala de valores más sensata? Para educar más, y para educar mejor.

A las puertas del siglo XXI, la Internet todavía puede reivindicar para sí lo mejor de sus orígenes y convertirse en el verdadero horizonte educativo de la humanidad.

© 1999, Nueva Alejandria Internet


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