LIDERAZGO
Y CAMBIO ORGANIZACIONAL
Notas para una discusión
sobre el liderazgo requerido en tiempos de crisis
Osvaldo Elissetche[1]
Las autoridades del INUN me
han solicitado hacer en este encuentro una introducción a los aspectos teóricos
del liderazgo, algunos de los cuáles serán abordados luego en las presentaciones
y el debate en las mesas de trabajo. Debo señalar que toda selección en un
conjunto tan vasto y valioso de aportes teóricos disponibles en esta temática es
inevitablemente arbitraria. Me he permitido hacer foco en algunos de ellos
basado en criterios que considero relevantes para la finalidad de esta reunión.
En primer lugar, de entre
los posibles niveles de abordaje teórico del liderazgo[2]
-individual, de grupo y organizacional- he privilegiado en esta oportunidad este
último. Las sociedades contemporáneas, sobre todo si poseen un considerable
grado de complejidad como la nuestra, son sociedades de organizaciones. En
estas, las organizaciones tienen un papel determinante en la conformación de la
cultura, en la consolidación o el debilitamiento de los valores vigentes, en el
nivel y la calidad de vida de las personas.
Por lo tanto, sean o no
plenamente conscientes de ello, los directivos –en los campos político,
económico-productivo, social, etc.- tienen una doble responsabilidad: a) sobre
el nivel de desempeño de sus organizaciones, y b) sobre el impacto de ese
desempeño en la sociedad. La legitimidad interna del liderazgo se vincula cada
vez más con la legitimidad social de la organización.
En segundo lugar, y
principalmente por lo mencionado con anterioridad, es ineludible vincular las
responsabilidades privadas y públicas
de la conducción organizacional con la creciente (y urgente) demanda de
cambio que plantea nuestra sociedad. Quienes se propongan contribuir
efectivamente a satisfacer esa demanda (y creo que es el caso de quienes estamos
aquí esta mañana) habrán de formularse algunas preguntas, y bucear en el
problema todo lo profundamente que sea necesario hasta encontrar las mejores
respuestas.
Si, por ejemplo, como dice
la teoría, un líder es ungido como tal por su capacidad de interpretar lo que
sus seguidores necesitan, ¿cuáles son las características del liderazgo
requeridas para hacerlo con claridad y certeza en estos tiempos turbulentos? Si
el liderazgo no es imposición, sino influencia, ¿cómo compatibilizar la urgencia
del cambio con la relativa lentitud del proceso que lleva a la convicción y al
consenso sobre las ideas nuevas? Más todavía, ¿cómo promover el camino largo de
la convicción en ámbitos institucionales acostumbrados al atajo de la
imposición? Si el cambio y sus beneficios son de todos/as, y para todos/as,
¿cómo evitar su apropiación por parte de unos pocos, acostumbrados a las
prácticas sectarias y amparados en el secretismo, y promover la difusión, la
participación, el aprendizaje que brinda su gestación y su
implantación?
En mi práctica de trabajo,
colaborando con el desarrollo de procesos de cambio en organizaciones de muy
diferente dimensión y naturaleza, es frecuente encontrarse con la necesidad de
dar adecuada respuesta a este tipo de preguntas. En algunos casos, podría
decirse que se requiere la “reinvención” (tomando el concepto de Osborne y
Gaebler sobre la reingeniería de las instituciones del gobierno en los Estados
Unidos[3]) de las
organizaciones, pero –dado que, así definida, la tarea parece inabordable- en
todo caso diré que se trata de encarar cuestiones centrales del liderazgo en
relación con el cambio que los tiempos demandan, y elaborar alternativas
coherentes y viables. Aquí propondré algunos de estos
temas.
Definir un liderazgo
adecuado para los tiempos de crisis
Está en la esencia de la
noción de liderazgo la capacidad de movilizar y canalizar las energías de las
personas hacia logros superiores. En muchos de nuestros ámbitos institucionales
puede apreciarse que los resultados obtenidos no están a la altura del potencial
de sus recursos humanos, ni de las expectativas de la sociedad sobre esos
resultados. Ese potencial no parece estar expresándose plenamente, quizás por
limitaciones en otro tipo de recursos, quizá por falta de iniciativa o de
interés, o por ambas razones. La palabra “desmotivación” está en nuestros días
extendida como pocas veces, directamente asociada a la palabra “crisis”.
El 10 de mayo de 1996, 26
montañistas hicieron cumbre en el monte Everest. Cuando descendían, una fuerte tormenta
los alcanzó. Murieron ocho de ellos, y otros cuatro sufrieron severa congelación
e incapacidades físicas graves. Esa fue la peor estación de la historia de la
montaña. Cuando se analizaron las condiciones que posibilitaron la supervivencia
de los distintos grupos de escaladores en esa terrible situación, una de las más
importantes fue el estilo de liderazgo ejercido por los conductores de cada
expedición. El caso de uno de ellos (la expedición IMAX, la totalidad de cuyos
integrantes llegó de regreso a salvo) presenta las ventajas del liderazgo
participativo en situaciones extremas[4],
y algunas de sus conclusiones son las siguientes:
a)
Consistencia y
predictibilidad del liderazgo, lo que inspira compromiso, confianza, y lealtad
en el equipo. La gente sabe que esperar de sus líderes, y que esperan los
líderes de ella. No hay vacío de liderazgo, y si este se produce
circunstancialmente, la fortaleza y la visión compartida del equipo los guiará
hacia la salida.
b)
Noción de proyecto
conjunto. El líder se asegura de que los papeles de cada uno son claros, que los
miembros del equipo comprenden claramente los objetivos del proyecto y los
puntos clave, que el grupo como un todo evalúa en forma frecuente y abierta el
progreso realizado en relación con el plan original, y que esta evaluación se
haga en un ambiente no amenazante, para que sea honesta y
profunda.
c)
Que exista flexibilidad
para adaptar el plan a las circunstancias cambiantes. La existencia de planes de
contingencia y el desarrollo de escenarios estratégicos ayuda a evitar la
dispersión y el “sálvese quién pueda” ante las amenazas del
contexto.
d)
Interdependencia y
responsabilidad personal. Los grupos no pueden darse el lujo de estimular la
dependencia de sus integrantes, porque esto impone una carga excesiva a los
líderes. Los grupos exitosos combinan la interdependencia entre sus miembros con
la responsabilidad individual y el compromiso con los resultados del
proyecto.
Este ejemplo, tomado de una
situación de liderazgo grupal, estimula la reflexión acerca de las
características de un líder organizacional efectivo, y la visión de su rol en
momentos de crisis. El éxito no depende solamente de contar con un determinado
conjunto de rasgos personales, sino también del modo en que perciba la
trascendencia de su labor, encare la formación de su grupo, y desarrolle en él
un sentido compartido de propósito.
Desde en punto de vista
teórico, una de las mayores y mejor conocidas contribuciones que el sociólogo
alemán Max Weber[5]
hizo al desarrollo del conocimiento en este campo fueron sus ideas sobre el
liderazgo carismático, para explicar
una forma de influencia no basada en sistemas de autoridad tradicionales o
legales y racionales, sino en la percepción por parte de quienes son conducidos
de que la persona que conduce posee cualidades o rasgos excepcionales.
Esto otorga al líder un
poder (posibilidad de influir) reconocido como poder personal, distinto del poder que
confiere la ocupación de una determinada posición en la jerarquía institucional.
El carisma (don divino) de un líder
le permite ejercer una gran influencia sobre sus seguidores, inspirándolos,
motivándolos, transmitiéndoles energía y llevándolos a producir resultados más
allá de lo habitual. Los rasgos generalmente asociados a este tipo de liderazgo
son la visión, una capacidad de comunicación excepcional, confianza en sí mismo
y capacidad de transmitir confianza a otros, orientación a la toma de riesgos,
energía y orientación a la acción.
Por otra parte, haciendo
foco en los logros organizacionales de los líderes, más que en las
características de su personalidad o de la relación con sus seguidores, se han
desarrollado los conceptos de liderazgo transaccional y liderazgo transformacional. El primero define a
aquellos líderes que poseen la capacidad de mantener la estabilidad de la
organización mediante su capacidad de obtener resultados efectuando intercambios
económicos y sociales regulares con los otros actores, incluyendo a sus mismos
seguidores. El líder transaccional no busca promover el cambio. Por el
contrario, el líder transformacional desafía y procura constantemente cambiar el
statu quo. Volviendo a Weber, el
primero no necesita ser carismático, mientras que todo líder transformacional ha
de serlo para desafiar con posibilidades de éxito al orden
establecido.
Dicho esto, parece no haber
dudas de que todo liderazgo adecuado a las demandas del momento que nos toca
vivir debe superar el corsé paradigmático de lo transaccional. Puede éste muy
bien responder al cómodo criterio de los dirigentes “eficientes” que disimulan
entre los pliegues y las deformaciones de la burocracia su falta de valentía o
de compromiso, y que pueden hacer las cosas correctamente, pero no saben o no
pueden hacer las cosas correctas, como diría Peter Drucker[6].
Por otra parte, podremos
también tener liderazgos carismáticos, pero no transformacionales, sino
personalistas, identificados a veces con los “operadores” institucionales más
interesados en la obtención de beneficios personales o de grupo que en el
bienestar de sus dirigidos y el desarrollo de sus instituciones. Ni estos ni los
anteriores podrán proponer la salida que necesitamos para
sobrevivir.
La incertidumbre sobre el
futuro que provoca la crisis, y el aprovechamiento que de ella hacen los
defensores del statu quo para crear ámbitos institucionales signados por el
temor y la consecuente sumisión, crean un escenario sin dudas inhóspito para el
desarrollo del potencial personal de liderazgo transformacional.
Por todo lo anterior,
sostengo que un aspecto clave del liderazgo en situaciones de crisis reside en
la voluntad y la posibilidad de crear ámbitos y condiciones que brinden apoyo
emocional y contención a las personas, construyan y mantengan el marco
valorativo y de proyección institucional que incentive para el cambio y la
mejora continua, y estimulen la responsabilización y el compromiso. Siguiendo a
uno de los clásicos de los estudios sobre motivación, Frédérick Hertzberg[7],
los dirigentes tendrían que preocuparse menos sobre lo que deben hacer para
motivar a los integrantes de la organización, y preocuparse más acerca de lo que
deben hacer para no
desmotivarlos.
Liderar armonizando
organización y anarquía
Discurriendo sobre la vida,
y analizando las organizaciones vivientes en la naturaleza, uno de los grandes
pensadores de nuestro tiempo, el francés Edgar Morin[8]
-que recientemente tuvimos el honor de escuuchar como conferencista del Seminario
Internacional “Los Desafíos Éticos del Desarrollo”, organizado por el Banco
Interamericano de Desarrollo en Buenos Aires- señala:
“Quiero
mostrar que la idea de jerarquía, para todo lo que es organización viviente,
comporta dos caracteres, dominación por una parte, integración/englobamiento por
la otra, y que las organizaciones vivientes oscilan diversamente entre estas dos
polarizaciones”
“La
jerarquía es potencialmente arquitectura de sometimientos y arquitectura de
emergencias a la vez. Puede ser considerada como movimiento ascensional hacia
cualidades cada vez más ricas, entre ellas la libertad, y como un
constreñimiento cada vez más penoso que desciende de arriba
abajo”
“..la
anarquía es lo primero en la organización viviente, en el sentido de que es ella
la que produce la vida…Un organismo se
auto-produce de manera anárquica al mismo tiempo que se organiza de manera
jerárquica. Hay, pues, una componente anárquica absolutamente necesaria para
la vida, y produce, compensa, corrige la componente jerárquica. Es decir, que la
jerarquía es una dimensión organizacional, no es la organización
misma".
Poco hay que agregar a la
claridad con que Morin (extrayendo esta enseñanza de la naturaleza) plantea el
problema: la posición reduccionista que identifica la organización con la
jerarquía, con la estructura de mando, asumiendo que a más control externo mejores resultados,
característico del estilo tayloriano -en su versión más empobrecida- que
predomina en muchas de nuestras organizaciones por desconfianza (o temor) hacia
las capacidades y el potencial de sus integrantes, conduce a un triple efecto
probablemente no buscado: peores resultados, controles más costosos y más ineficientes (afortunadamente, lo más
valioso del ser humano no puede ser controlado externamente[9]) y el ahogo de
la creatividad y la imaginación, recursos fundamentales para una organización en
tiempos turbulentos.
Decía Maquiavelo[10] que, teniendo
el Príncipe que elegir entre ser amado o ser temido (y siendo el amor algo
voluntario y el temor algo impuesto), más le conviene elegir aquello que puede
imponer él, y no lo que depende de la voluntad de los otros. Los quinientos años
que han transcurrido hasta hoy no han ayudado a despejar las dudas de muchos de
nuestros dirigentes ante la misma disyuntiva, frente a la opción de la prudencia
maquiavélica. Se trata de adoptar (o no) un liderazgo capaz de organizar sin
reprimir la innovación, de proponer ámbitos estimulantes para que cada uno desee
dar lo mejor de sí, de crear y transmitir una noción de disciplina que nace de
la mente y del corazón de las personas, y de su compromiso con la tarea y la
misión del conjunto. Por mi parte, suscribo la idea de que en una organización
inteligente, no hay mejor control que el autocontrol.
Peter Block[11]
plantea una visión interesante al respecto. Para Block “el acto de liderar el
cambio cultural u organizacional determinando el futuro deseado, definiendo el
camino para llegar allí, y decidiendo lo que es mejor para otros, es
incompatible con la amplia distribución del sentido de propiedad y la
responsabilidad (que deben tener las personas) en la organización”, que son
necesarios para hacer frente a los desafíos del cambio. De allí deriva su
concepto de “stewardship”, para reforzar la idea de que el énfasis de la
conducción debe estar puesto en el servicio a las personas, más que de control de las mismas. Resulta
inevitable relacionar estas ideas con la literatura reciente sobre aprendizaje
organizacional.
Desde el punto de vista
práctico, entiendo que en este punto está la clave para el éxito o el fracaso de
los programas de cambio y mejora organizacional emprendidos en los últimos años.
Al mismo tiempo, aquí podemos encontrar explicación a la creciente desconfianza
hacia las organizaciones de muchas personas, especialmente los jóvenes, en busca
de ámbitos institucionales de libertad y creatividad para su desarrollo laboral
y personal.
Construir y mantener una
cultura organizacional abierta al cambio
Como tercera y última
cuestión que plantearé en esta reunión está la del liderazgo como producto, al
mismo tiempo que creador y re-creador de la cultura de la organización.
Durante varios años, Warren
Bennis, uno de los autores norteamericanos más conocidos en el tema de
liderazgo, estudió los fenómenos sociales y organizacionales que pueden oponerse a
la acción de los líderes, destacando las fuertes resistencias al cambio que
presentan tanto la mentalidad burocrática como el trabajo rutinario y la
tendencia (ya señalada más arriba) a “partir las diferencias” para no hacerse
problemas y mantener el equilibrio existente. Esas culturas organizacionales
tienden a premiar la conformidad y el acuerdo con los paradigmas vigentes, y son
profundamente “anti-aprendizaje”. Tal como lo plantea
Bennis:
“Una
conspiración inconsciente en la sociedad contemporánea impide a los líderes
hacerse cargo y efectuar cambios. Dentro de las organizaciones una burocracia
atrincherada, comprometida con el status quo socava las posibilidades del
líder”.
“Las
burocracias son maravillosos mecanismos para evadir la responsabilidad y la
culpa” [12]
Frente a este obstáculo,
solamente los directivos que poseen o están en condiciones de desarrollar
fuertes cualidades de liderazgo transformacional pueden impulsar cambios
significativos en sus organizaciones. Esto significa complementar la tarea de administrar con la de liderar. Está claro que ambas tareas son
necesarias, pero una se refiere al presente, a lo que está, y la otra al futuro,
al cambio.
En su ya clásico estudio
sobre la influencia de la cultura en el desempeño organizacional, Kotter y
Heskett[13]
analizan una variada gama de factores que caracterizan a las distintas culturas
organizacionales, y enfatizan la importancia que las mismas tienen (y tendrán
crecientemente) en los resultados, económicos y de todo tipo, en éxito o el
fracaso de las empresas y en el desarrollo de las personas. Como factor
determinante para el cambio de estas culturas, para llevarlas a ser más
adaptables a las realidades que deben servir, y en las cuales deben sobrevivir,
nuevamente aparece el papel clave del liderazgo. Los autores encontraron
abundante evidencia empírica de ese papel gravitante de los líderes de distintas
organizaciones, tanto en el caso de aquellas que tienen los mejores desempeños,
como de las que no lo logran.
Resulta evidente, entonces,
que para avanzar en el sendero del cambio no debería considerarse a la cultura
organizacional como una barrera infranqueable, como una realidad externa a los integrantes de la
organización que se les impone como una pesada carga, sino como el producto de
sus deseos, su voluntad y sus acciones, que se crea y se re-crea cotidianamente
en un proceso en el que la conducción, por acción u omisión, tiene un papel
determinante.
Finalmente, quisiera
señalar otra faceta de esta tarea de construcción de la cultura que creo no
debiera ser dejada de lado en una agenda contemporánea del liderazgo. Me refiero
a la creciente demanda de la sociedad por mayor transparencia y responsabilidad
social por parte de las organizaciones. Esta es una tendencia mundial, indicando
-por lo tanto- que la opacidad y la
falta de responsabilidad de las instituciones frente a la sociedad es también un
problema mundial. Términos como accountability (que conjuga las ideas de
responsabilidad y capacidad y disposición para dar cuenta de
sus actos) están cada vez más frecuentemente en las agendas de los líderes
institucionales de todos los países.
El londinense Institute of
Social and Ethical AccountAbility define tres componentes principales en la
noción de accountability:
a) Transparencia, que supone
dar cuenta a todos aquellos con intereses legítimos en la organización (stakeholders).
b) Responsabilidad de la
organización por sus actos y omisiones, incluyendo el proceso de toma de las
decisiones y el resultado de las mismas.
c)
Conformidad con estándares
acordados tanto en políticas como en prácticas, y el brindar informes sobre
ellos y sobre los resultados.
En nuestro caso, en el
sector público, no parece estar muy arraigada la idea de que es una obligación
del funcionario dar cuenta del uso de los recursos de la comunidad. En el sector
privado, no solamente se trata de la actitud reticente de los directivos de las
empresas cuya actividad afecta la sustentabilidad de los recursos naturales y la
calidad del medio ambiente, sino los de aquellas actividades relacionadas con la
provisión de servicios públicos esenciales, y de bienes de consumo en general
que pueden afectar la salud y el bienestar de la población. Aún en el sector de
las instituciones de la sociedad civil, como instituciones de bien público que
reciben y administran aportes de fondos públicos, hay casos de dificultad por
parte de los directivos para comprender y para cumplir con esta obligación de
dar cuenta a la sociedad por su utilización.
En un trabajo reciente[14]
abordamos este tema, reafirmando lo que es bastante evidente: para que estos
procesos -dirigidos a brindar mayor transparencia y responsabilidad hacia la
sociedad- se inicien y profundicen, es necesario que se genere algún grado de
presión que los motorice. Existen tres generadores principales, el primero de
los cuales ya fue mencionado: presión externa, provocada por grupos interesados
y líderes de opinión, medios de comunicación, y –en el caso de las empresas
comerciales- las preferencias de los consumidores. Si bien esta acción es
importante, se ha comprobado que a veces no tiene mucho efecto sobre culturas
organizacionales particularmente resistentes al cambio.
Otro de los generadores ya
es interno, y está ligado a la acción de la conducción: una estrategia interna
que pueda ligarse a una estrategia global de la institución, a partir de los
beneficios que se supone obtendrá de este enfoque. Por ejemplo, una organización
que desarrolla un modelo de gestión total de la calidad adopta un enfoque de
relacionamiento con sus clientes, proveedores, y otros stakeholders que cambia sustancialmente
la perspectiva de la organización cerrada tradicional.
El tercer generador también
tiene directa relación con la filosofía de la conducción, y es el de los
valores. Para ser efectivos y permanentes, los conceptos de transparencia y
responsabilidad social, por ejemplo, deben pasar a formar parte de la cultura
organizacional.
Es claro que esta tarea no
concluye con la mera enunciación de un código de ética o la elaboración de la
visión y los valores de la institución, sino que estos constituyen auspiciosos
puntos de partida de un proceso en el que los atributos del liderazgo que se
mencionaron a lo largo de esta contribución serán fundamentales para
incorporarlos a la vida institucional en plenitud.
Conclusión
A modo de conclusión
provisoria de estas notas, por lo dicho y por lo que seguramente escucharemos a
lo largo del encuentro, creo que el liderazgo es uno de los más valiosos y más
escasos recursos de la organización, y de la comunidad. Si el Capital Social está formado por el
conjunto de prácticas y valores de confianza, responsabilidad, capacidad de
asociarse y organizarse para la producción social, el liderazgo efectivo es
indudablemente uno de sus elementos clave, y –por las razones que he presentado-
puede representar nada menos que el factor desequilibrante entre el fracaso y el
éxito de nuestras organizaciones en los momentos que nos toca vivir.
[1] El autor es
sociólogo, consultor organizacional en el país y en el exterior, Presidente de
la Asociación Civil Estudios y Proyectos, Evaluador Principal del Premio
Nacional a la Calidad, profesor de IDEA, INAP, y otras
instituciones.
[2] Lussier, R., Achua, C., “Liderazgo – Teoría, aplicación, desarrollo
de habilidades”, México, Thompson Learning,
2001.
[3] Osborne, D.-Gaebler, T, Reinventing Government, Reading, Mass., Addison-Wesley, 1992.
[4] Digenty, Dory, The Systems Thinker, Vol..12, No.2, March 2001.
[5] Weber, Max, The Theory of Social and Economic Organizations, New York, Free Press, 1947.
[6] Drucker, Peter El Ejecutivo Eficaz, Buenos Aires,
Sudamericana, 1977.
[7] Herzberg, Frédérick, One More Time: How Do You Motivate Employees?, February 01, 2000, Harvard Business Review OnPoint Enhanced Edition.
[8] Morin, Edgar, El Método – La Vida de la Vida, Madrid,
Ed. Cátedra, 1998. (El texto es destacado en cursiva por el
autor).
[9] V. Frankl lo ilustra como pocos en sus estudios sobre la capacidad de las personas para conservar su dignidad e integridad en situaciones extremas, como la supervivencia en campos de concentración (Frankl, Viktor, El Hombre en Busca de Sentido, Barcelona, Ed. Herder, 1991).
[10] Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, Barcelona, Ed. Bruguera, 1984.
[11] Block, Peter, Stewardship, San Francisco, Berret-Koehler, 1993.
[12] Bennis, Warren Why Leaders Can’t Lead – The Unconsciuos Conspiracy Continues, San Francisco, Jossey-Bass, 1997.
[13] Kotter, John, Heskett, James, Corporate Culture and Performance, New York, The Free Press, 1992.
[14] Elissetche, Osvaldo, A Business Model to Assess and Improve Effectiveness in Nonprofits – TQM Approach in the Nonprofit Sector in Argentina, Conference Nonprofit Organizational Effectiveness and Performance – Challenges and Advances in Theory and Practice, University of Missouri, Kansas, April 2002.