Es muy antigua. Su ejercicio se remonta a los
tiempos más lejanos de la civilización. En efecto,
había bibliotecarios al cuidado de las colecciones de tablillas
de cera o ladrillos de barro cocido con escritura cuneiforme,
en las fabulosas ciudades de Nínive y Babilonia de la cultura
caldeo-asiria. Había bibliotecarios también, y no
podía ser de otro modo, en las rivales bibliotecas de Pérgamo
y Alejandría, sobre todo en esta última, cuyo acervo
llegaba a los 700,000 volúmenes, que no eran sino rollos
que contenían el saber de la humanidad hasta esos tiempos.
Se sabe que la primera biblioteca pública de Roma fue fundada
en el año 39 a.C. por Asinio Polión: orador, historiador
y poeta y, por lo mismo, protector de las letras.
Esa biblioteca y todas las demás que se crearon en la ciudad
imperial estaban a cargo de personal especializado, por así
decirlo. Esos bibliotecarios, celosos de los tesoros que guardaban
y que ponían al servicio de los estudiosos, eran por supuesto
autodidactas; pero sabían muy bien lo que estaban haciendo:
poner en manos de los usuarios las fuentes del conocimiento, fuentes
de luz intelectual y espiritual, a través de las cuales
el ser humano abreva su necesidad, a veces angustiosa, de saber.
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