UN ALTO EN EL CAMINO

Julián Sánchez Prieto «El Pastor Poeta»

 Acto 4º

La misma decoración de los actos primero y segundo, en un día nublado de invierno.

ESCENA PRIMERA 

En escena los gañanes y criados de la casa, alrededor de la mesa, en la que JOSÉ ha hecho varios montones de calderilla, que les va entregando a cada uno y que éstos cuentan. JUANA y TOMIZA, separados del grupo, hablan, sentados en un banco. Un fondo de tristeza pesa en el ánimo de todos. Es de día

José

Juana
Tomiza
Juana

Tomiza

Juana


Tomiza






Juana
Tomiza

Juana

Tomiza




Juana


Tomiza

Juana


Tomiza




Juana
Tomiza

Juana

Tomiza



Juana
Tomiza








Juana
Tomiza

























José



Tomiza




Juana


Tomiza








Juana

Tomiza
Juana
Tomiza
Juana

    (A los criados.)
Aquí tenéis los jornales.
                                      ¡Llega al alma!
¡Dímelo a mí!
                         ¡Tío Tomiza...!
¡Qué pena!
                       ¡Dices bien, Juana!
¡Qué pena!
                      Yo desde ayer,
cuando me lo dijo el ama,
estoy que no sé qué tengo.
Naá chica: que esto s'acaba.
Que e1amo, que era un bendito,
pilló la vereda mala,
y s'ha deshecho la hacienda
como la sal en el agua.
¡Las dichosas mujercitas!
¡Maldita sea su casta!
¡¡Tío Tomiza!!
                       La mejor,
colgá. ¡Que no reventaran!
 Siempre está usted maldiciendo
de nosotras.
                     Mira, Juana:
Pa lo que venís al mundo...
¡Maldito si hacíais falta!
¡Pa esto! Mira el espejo
de lo que es hoy esta casa.
¡Quién lo había de pensar!
A mí de quien me da lástima
es del ama.
                  ¡Rosalía,
sí que es güena!
                           Es una santa.
    (Transición)
¿Y llegó ya el nuevo amo?
Ya llegó. Esta mañana
le he visto andar por la dehesa,
y por poco pierdo l'habla.
¿Quién dirás que es? Sebastián.
El tratante.
                  ¡Virgen santa!
¡Ya ves si da el mundo güeltas!
¡Pa marease!
                       Es bien rara
la cosa.
                ¡Que si lo es!
Y que le tiene unas ganas
Sebastián a Juan Francisco...
Si está aquí, no sé qué pasa.
¿Al cabo de los mil años?
Ya tú ves. En las tarayas
se encontraban Sebastián,
Juan Ramón y otro tío maula,
por lo visto de Madrí,
almorzando al sol de cara,
y yo, detrás del bardazo,
traspuesto con una mata,
sin que me vieran, oí
lo que Sebastián parlaba.
¿Qué decía?
                     Les contó
Lo de aquel día de marras.
Que espechao por el coraje,
porque no pudo matala
ni echar mano a Juan Francisco,
se marchó fuera de España.
Que llegó lejos, mu lejos,
a un lugar que icen las Pámpanas,
y allí formó Sociedá
con uno que le llamaban
el rey de los animales
de tantos como ajuntaba.
Que llevó barcos enteros
de mulas americanas
a tuitas partes, y un día,
que estaba vendiendo en Francia,
tuvo razón de que fuera;
que había estirao la pata
el otro. Que llegó allí...
y agárrate, no te caigas:
Al morir le dejó tuito
a Sebastián. Las piaras,
no sé qué de gasolina,
y minas de oro y de plata.
Un cerro montón de duros,
pa acabar pronto.
     (A una campesina.)
                                Nicasia,
toma lo de tu marido.
Cuenta.
(A Juana) Sí, sí. Con romana.
Allí no creas que cuentan
los cuartos como en España.
Allí el dinero se pesa.
Porque de pesos hablaban.
 Eso sí que es tener suerte.
Ahora lo que más extraña
es comprar esto.
                            Tamién
les ha explicao que soñaba
con ser el amo de aquí.
Y que al mandale la carta
Juan Ramón, que Juan Francisco
la vendió, que vino a España
pa mercarla al nuevo dueño,
costase lo que costara.
¡Vaya un capricho!
    (Transición.)      ¿Y Teresa,
no viene?
                 Sí.
                        Pues se tarda.
Como su madre está así...
Mire usted. Ya sale el ama.

 
 
 
ESCENA II

DICHOS y ROSALÍA. Entra primera izquierda. En su semblante se advierte las huellas del sufrimiento y en su habla segura la resignación.

Rosalía

José
Rosalía
José

Rosalía



José

Rosalía



Tomiza
Rosalía



 Uno del grupo

 Otro

Rosalía

Tomiza
Juanaa



Rosalía

Uno del grupo

Otro
Rosalía












Tomiza

    (A José.)
¿Arreglado?
                   Sí, señora.
¿Les pagaste?
                     Les pagué
a todos.
              Muy bien, José.
    (A los criados y gañanes.)
Oíd un momento ahora:
Desde hoy no soy el ama.
    (Llorando.)
Sí, señora.
    (En amarga sonrisa.)
                     No. Ya no.
Hoja que el viento arrancó
no vuelve más a la rama.
¡Rosalía!
    (Con la. voz turbia por la emoción, enjugándose una lágrima)
Dios lo quiso...
Hágase su voluntad.
Yo confío en su bondad.
Nosotros, con su permiso,
nos marchamos.
                           Vamos, sí.
    (Los criados se disponen a salir.)
Y perdonad si algún día,
por vuestro bien, reprendí.
¿Quieres callar, Rosalía?
     (A Tomiza.)
¡Déjela. No la regañe!
    (Los criados van saliendo, y Rosalía les acompaña hasta la puerta del foro.)
    (Aparte.)
¡Oh, qué dolor más cruel!
     (Saliendo y bebiéndose las lágrimas.)
¡Condiós!
                 ¡Condiós!
                                  Id con él
y que siempre os acompañe.
     (Salen todos, quedando en escena Rosalía, Tomiza, José y Juana.  Cuando mayor es el silencio, se oye la voz pausada del gañán, que labra en la lejanía, cantar la siguiente copla.)

(La voz del gañán)

¯ «La tierra en que yo me muera
pido a Dios que sea mía;
pa que al labrarla mis hijos
me recen todos los días.»
¯

Yo escardaré la tierra mientras tú aras.
      (Al ver que Rosalía rompe a llorar.)
¡Qué lástima d'anginas...! ¡Que no t'augaras...!

 
 
 
ESCENA III

Rosalía


Tomiza


Rosalía























Juana


Rosalía


José
Rosalía
José





Rosalía
Tomiza












José







Juana
Tomiza


Rosalía






Tomiza


Juana

Rosalía

Juana

Rosalía



José
Rosalía






Tomiza

Rosalía

     (A Tomiza.)
Usted, ya desde mañana
le servirá al nuevo amo.
¿Quién, yo? No me da la gana.
Como Tomiza me llamo,
que no me quedo.
                            Y tú, Juana,
más que criada, mi amiga;
más que amiga, compañera;
más que compañera, hermana;
la necesidad me obliga
con dolor a que te diga
que yo ya no soy quien era.
Que aquí, menos la honradez,
se ha desvanecido todo.
Que has de buscar acomodo,
porque es ya tal la escasez,
que no hay de sigas modo.
Tú, José, mi fiel criado;
bueno y leal como un perro;
campesino como un cerro,
siempre a la tierra pegado;
trabajador como el hierro
de la reja del arado,
también te has de separar.
Con la yunta que me queda
mi Rufino irá a labrar.
Yo también sé trabajar.
Se saldrá como se pueda.
Dios no me ha de abandonar.
     (A Tomiza y José.)
Suceda lo que suceda
no nos debemos marchar.
Yo con mis padres me voy
y a mis hijos les haré
que sean como yo soy.
Ama...
                ¿Qué dices, José?
    (Con profundo respeto.)
Pues... que los tres sin hablar
pensamos de igual manera.
No la podemos dejar.
Tómelo usted como quiera,
pero no; no la dejamos.
Sí, José; sí.
                    No podemos.
Nosotros, que te queremos;
que por buena te adoramos
como a virgen del altar;
que te hemos visto reír;
que te vimos disfrutar;
que te miramos sufrir
y te sentimos llorar,
no podemos consentir
que se aumente tu pesar.
    (En un arranque sincero.)
Ni nos debes despedir...
Ni te debemos dejar.
Mándenos usted rodar
y nosotros obedientes
igual que piedras rodamos,
y si es preciso arrancar,
para poderla ayudar,
los guijarros con los dientes,
nosotros los arrancamos
los tres con la misma idea.
Muy bien.
                 Manda lo que sea...
    (Sentándose en una silla.)
que nosotros no nos vamos.
     (A Juana.)
Sí. Juana. Debéis marchar.
Las intenciones son buenas;
pero no puedo aceptar.
Ni os podría pagar,
ni otra cosa puedo dar
que pesadumbres y penas.
Pus lo que sea del mar...
¡que sea de las arenas!
No nos vamos, Rosalía.
     (Suplicando.)
¡Consienta usted!
    (Después de una pausa.)
                            Bien; consiento.
     (Llorando de gozo.)
Nos quedamos. ¡Qué alegría!
José:  Prepara al momento,
y a ver si antes de una hora
ya está listo el carruaje.
¿Qué, podrá estar?
                             Si, señora.
    (A Juana.)
Pues a hacer el equipaje.
    (A José.)
Que no quiero dar lugar
a que nos echen, José,
y debe estar al llegar
quien sea.
                El nuevo dueño.
¿Sabes quién es?
                            Ni lo sé,
ni en saberlo tengo empeño.
Ya lo dirán.
    (A Juana.) Vamos, Juana.
    (Salen primera izquierda.)

 
 
 
ESCENA IV

JOSÉ y TOMIZA

Tomiza
José

Tomiza
José
Tomiza
José











Tomiza

José


Tomiza

¿Qué enganchas?
                            Una galera.
    (Yendo hacia el foro.)
¿Y qué yunta?
                       La alazana.
¡La suya!
                Sí; la que era
cuando él iba en la besana
como una alondra terrera,
que entre los surcos afana
relustrosa y pinturera.
La que al crujir la collera
sobre el rollo azul y grana,
brillaba como bandera
que saluda en la mañana
de la nueva primavera.
     (Se oye rumor de gente y Tomiza va a la puerta)
Qué gente es?
     (Yendo a la puerta.)
                        La que se espera.
    (Haciendo una indicación de cabeza para que le siga.)
Pues no hay tiempo que perder.
     (Sale por el foro y se va por la izquierda.)
     (Siguiéndole.)
Aguarda que voy a ver
si entrego la bandolera.
     (La arroja a los pies de Sebastián, que llega con Juan Ramón y Ligero por el foro derecha. Tomiza sale siguiendo a José. Ligero cojea visiblemente.)

 
 
 
ESCENA V

SEBASTIÁN, bien vestido. JUAN RAMÓN y LIGERO

Sebastián

Ligero

Sebastián

Juan Ramón
Sebastián


Ligero
Sebastián








Juan Ramón
Sebastián
Ligero


Sebastián
Juan Ramón
Sebastián








Juan Ramón
Sebastián

Juan Ramón

Sebastián










Ligero
Sebastián


Ligero
Sebastián


Ligero

Juan Ramón

     (Sonriendo al caer la bandolera a sus pies.)
Bien nos reciben, bien.
                                    No hay que hacer caso.
Lo importante es que tiene usted la finca.
Eso sí. Lo importante era apropiarse
de esta casa.
                     Ya es tuya.
                                       Sí. Ya es mía.
    (En suspiro de satisfacción.)
¡Por fin!
               Ya la logró.
                                   Si era mi sueño.
Si es el mejor momento de mi vida.
¡Desde que me marché, pensando en ella!
Yo no creí jamás que sonaría
mi hora en el reloj de la venganza.
Si aquí fue donde yo sufrí la herida;
donde me despreció la mujer mala;
donde me traicionó quien yo creía
mi amigo.
                 Sebastián. ¡Güeno está eso!
Si esto era mi ilusión.
                                  Así se explica
que no regateara dos pesetas
y diera veinte mil duros de prima.
Y no me sacó más porque no quiso.
¡Chavó! ¿Tadía más?
                                   Si a eso venía.
A cobrarme la deuda.
(Como hablando consigo mismo.)
                                    Él me quitó
lo que formó el encanto de mi vida,
porque entonces tenía más dinero...
y además a traición.  Ahora ya es mía
la dehesa que él regara con sudores;
la que se fecundó con sus caricias...
Pos  entonces, en paz.
                                   No. Lo que siento
es no encontrarle aquí.
                                   ¿Pa qué querías
que él estuviese aquí?
                                   Para decirle:
¿Te acuerdas, so cobarde, de aquel día
que me heriste a traición? ¿Que no miraste
nuestra amistad para agrandar la herida?
Pues esta finca tuya, donde tú
dejaste tanta sangre, ahora es mía,
como era la mujer que me robaste;
la juego a cara y cruz contra tu vida.
Si tienes corazón, ven a por ella,
y a ver si cara a cara me la quitas.
¿Está aquí la mujer de Juan Francisco?
No debe haber salido todavía.
Pues vamos para adentro, no me vea,
y sin querer clavemos más la espina.
    (Inician el mutis Sebastián y Juan Ramón.)
Pasen. Ahora voy.
  (Ya en la puerta.)  Al fin y al cabo
de esto no tiene culpa Rosalía.
     (Sale por la derecha.)
Yo mientras  veré al guarda a ver si quiere
seguir o no.
                    Pregunte por Tomiza.
      (Sale detrás de Sebastián.)

 
 
 
ESCENA VI

LIGERO y TOMIZA, por la derecha

Ligero


Ligero

Tomiza

Ligero
Tomiza
Ligero
Tomiza
Ligero

Tomiza

Ligero



Tomiza

Ligero




Tomiza
Ligero
Tomiza

Ligero

Tomiza
Ligero

Tomiza


Ligero
Tomiza
Ligero
Tomiza

    (Va al foro llamando.)
Oiga, amigo.
                    ¿Qué le pasa?
Usted que es de por aquí.
¿Está Tomiza en la casa?
Si le forma cuenta, sí
está.
          ¿Le quiere llamar?
¿Pa qué? Si se pué saber.
Para quedarse a guardar.
Me pai que no va a querer.
¡Usted qué sabe si quiere,
sin hablar con él primero.
 Güeno. Y pa que yo me entere.
¿Usté quién es?
                         Juan Ligero.
Soy corredor de la plaza...
(Cortado por la carcajada de Tomiza, que al oír lo de corredor ríe con toda el alma.)
¿De qué se ríe, señor?
De qué será corredor...
¡Pero tiene mala traza!
     (Aparte.)
¡Qué chistoso!
     (A Tomiza.)
                         Llámele,
que la respuesta es urgente.
¿Que le llame?
                        Sí.
                              ¿Pa que?
Si está de cuerpo presente.
     (Sin comprender.)
¿Se ha muerto?
                        Ni Dios lo quiera.
Hablando de esa manera
no se entenderá conmigo.
 Pus yo sé lo que me digo.
Es que el día que se muera...
pierdo yo el mejor amigo.
No entiendo.
                     ¿No? Si soy yo.
¡Ah! ¿Le conviene?
                               A mí, no.
Ya entregué la bandolera.

 
 
 
ESCENA VII

Dichos y JUAN RAMÓN, por la derecha

Juan Ramón



Juan Ramón
Tomiza

Ligero

Juan Ramón

Tomiza
Juan Ramón

Tomiza
Ligero

Juan Ramón





Ligero
Tomiza

Juan Ramón


Tomiza
Juan Ramón

Tomiza
Juan Ramón

Ligero

Tomiza
Ligero
Tomiza

Ligero
Tomiza

Ligero

Tomiza
 

     (A Tomiza.)
Vamos, hombre; no te enfades.
    (Aparte.)
Vaya qué alhajas las dos.
Mu güenas, Tomiza.
                                 Adiós,
cuerpo lleno de verdades.
     (Asombrado.)
¿De verdades?
                       Si, señó.
De verdades. Ya usté ve.
Lo digo porque lo sé.
¡Olé, bien! Choca, chavó.
     (Le alarga la mano, que Tomiza rechaza.)
Tengo arrecía la mano.
¿Decir verdad un gitano,
siendo gitano de cuna?
Ya ve. Mi cuerpo serrano
está de verdades pleno.
     (A Ligero.)
¡Por Jesús de Nazareno
no tenga usté duda alguna
que lo dice un hombre güeno!
Tomiza vive en la luna.
Pus no ha de tenele lleno
si en jamás dijo ninguna.
     (A Ligero.)
Oiga, dice Sebastián
que a ver si usté le asegura.
Guárdala tú, so haragán.
Que aquí está seguro el pan;
te da palabra este cura.
No estás tú mal sacristán.
     (Aparte.)
Qué payo más asaura.
Se le aumentará el jornal
dos pesetas cada día.
Que no.
              Piénselo.
                             Es igual.
Mas que me borden en oro.
Mire que...    (Iniciando el mutis.)
                      Primero moro
que dejar a Rosalía.
Bueno; ya se ha de acordar.
     (Sale por la derecha con Juan Ramón.)
     (Iniciando el mutis.)
Yo soy más duro que un risco.
¡A mí qué me va a pesar!




ESCENA VIII

TOMIZA y JUAN FRANCISCO, que llega por el foro

Juan Francisco
Tomiza






Juan Francisco
Tomiza
Juan Francisco

Tomiza









Juan Francisco
Tomiza

¡Tío Tomiza!
     (Asombrado.)
                      ¡Juan Francisco!
    (Aparte.)
Como icían en Madrí,
¡esto es el carabinón!
     (A Juan Francisco.)
¿Qué vienes buscando aquí?
Lo que perdió el corazón.
¿El corazón? ¿Tú le tienes?
     (Aturdido.)
¡Tío Tomiza...!
                         No pué ser
que le tengas, cuando vienes
a verla de padecer.
¡El corazón! ¿Y antiyer,
cuando estuvimos allí
yo, tu suegro y tu mujer,
y nos dejaste volver,
dónde le tenías? ¿Di?
¿O es que le has mandao de hacer?
¡Porque yo no te le vi!
¿Y mi mujer?
                     Preparando
los baúles.




ESCENA IX y FINAL

JUAN FRANCISCO y ROSALÍA, por primera izquierda. Después, SEBASTIÁN

Rosalía
Tomiza


Rosalía




Juan Francisco
Rosalía










Juan Francisco






































Rosalía

Juan Francisco














Rosalía

Juan Francisco









Rosalía







Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco

Sebastián
Juan Francisco y Rosalía


Sebastián










Rosalía
Juan Francisco
Rosalía

Sebastián



Juan Francisco

Sebastián







Rosalía

Juan Francisco

Rosalía


 

                     ¿Eh? ¿Tú aquí?
    (Yéndose por la derecha.)
Sí que se va esto arreglando.
    (Pausa. Gran silencio. Rosalía, en un reproche airado y digno.)
¿Es que estabas al acecho
para amargar mi agonía?
¡Por lo visto lo que has hecho
no es bastante todavía!
¿Aún quieres más?
(Sinceramente dolorido.) ¡Rosalía...!
¿No te sientes satisfecho?
¿Es que yo te ofendí tanto
que no me puedes dejar
que busque alivio en mi llanto?
¿Es que es poco este pesar,
que es una llaga en mi pecho?
     (Amargamente indignada.)
¿Es que no tengo derecho
siquiera para llorar?
Vete y déjame sufrir
a solas con mi dolor.
Comprendo bien tu rencor;
sé lo que quieres decir;
pero no me puedo ir
porque otro dolor mayor
es el que me hace venir.
     (A un movimiento de asombro de Rosalía.)
El del arrepentimiento,
que forjan los desengaños.
     (Con una sinceridad que hace que Rosalía escuche en silencio, y que Sebastián, que aparece en la puerta y que al ver a Juan Francisco demuestra en el gesto su satisfacción, quede detenido, subyugado por el acento de Juan Francisco. Éste y Rosalía no le ven.)
Hay en la vida un momento
en que se viven cien años
de eterno remordimiento.
Hay en la vida un instante
tan claro, que en un segundo
se alza una verdad gigante
como la entraña del mundo.
Esa verdad que despeja
las nieblas de la razón,
y al limpiar el corazón
nos guía y nos aconseja.
     (Después de una breve pausa.)
Soy como aquel peregrino
que en el resplandor del día,
ante su luz se confía
y hace un alto en el camino.
Tiende la noche su manto
y él, ciego en la noche, llora,
hasta que enjuga su llanto
la nueva luz de la aurora.
¡Malo fui! ¡Malo! Peor
que el que peor pueda ser.
Para el amigo, traidor
al robarle la mujer;
para la esposa, perjuro
     (Velada la voz por la emoción.)
para los hijos... mal padre.
     (Hablando consigo misma.)
Su arrepentimiento es puro.
Sí. Del alma.
    (Solemne, después de una pausa brevísima.)
                       ¡Te lo juro
por la gloria de mi madre!
Y ahora escucha, Rosalía.
No vengo a por tu perdón,
que más criminal sería
pretenderle sin razón
y sin darte una alegría.
Sólo quiero la promesa
que te mostrarás clemente,
cuando mi pecho y mi frente
sepan ganar otra dehesa.
     (Iniciando el mutis después de una lucha interior.)
¡Adiós!
     (Al ver que se marcha.)
              ¡Oye...!
                              Tú a esperar,
y yo con los ojos fijos
en lo que dice el cantar,
a matarme y a ganar
la tierra para mis hijos.
La mano sobre la esteva,
sabré con mi vida nueva
labrar del perdón los lazos.
     (En humilde ruego)
¿Cuento con él?
     (Después de un momento de lucha, con los brazos abiertos, abrazándose a él.)
                            Ten la prueba.
Que una madre siempre lleva
el alma puesta en los brazos.
     (Después de un largo abrazo, en el que los dos lloran, Juan Francisco, resuelto en el gesto y en la voz, se pretende .separar de Rosalía, que intenta retenerle.  Por fin consigue desprenderse de sus brazos.)
Ahora ya, déjame.
                              No.
Si; voy a buscar su pan.
No te vayas.
     (Soltándose, un poco brusco por la seguridad del pensamiento.)
                      ¡En mi afán
no hay quien me detenga!
     (Adelantándose.)     ¡Yo!
    (A un tiempo, en supremo esfuerzo.)
    (Los dos.)
¡¡Sebastián!!
                     ¡Sí! ¡Sebastián!
    (Juan Francisco se yergue, sin fanfarronería, y viene a su encuentro, con valiente serenidad.  Rosalía, instintivamente quiere interponerse entre los dos hombres, y Juan Francisco la separa sin brusquedad, pero con entereza.)
Yo, que abrigué la esperanza
plena de que llegaría
el día da mi venganza.
Yo, que compré tu labranza
pensando día por día
en encontrarnos los dos
aquí...
            ¡Sebastián, por Dios!
Déjale hablar, Rosalía.
    (A Sebastián.)
Sigue.
             Yo, que presencié
desde esa puerta la escena,
y ante una madre tan buena
de mi rencor me olvidé.
     (Sinceramente conmovido.)
¡Sebastián...!
                       Si perdonó,
siendo a quien más ofendieras,
los hombres que no son fieras
¡también perdonan!, y yo
    (Abriendo los brazos.)
te perdono. Aquí hay un pecho
que encontró su recompensa
dando al olvido aquel hecho.
     (Hondamente conmovida.)
¡Oh, qué dicha más intensa!
     (Dando un abrazo a Sebastián.)
¡Sebastián! ¡De corazón!
     (Alzando los ojos al cielo.)
¡Cuanto mayor es la ofensa,
más hermoso es el perdón!
     (El cielo se ha despejado. Un rayo de sol ilumina la escena, mientras, en la lejanía vuelve a oírse la voz del gañán.)

¯ Coge el surco, Rumbona,
pasa cordera;
que está mí amor mirando
la sementera...
¯

T E L Ó N
FIN DE LA COMEDIA

 «— al acto 3º  

  AUTOPROMOCIÓN  

      página por gentileza de 
  Jesús Herrera Peña