Rosalía
Tomiza
Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Juan Francisco
Sebastián
Juan Francisco y Rosalía
Sebastián
Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
Sebastián
Juan Francisco
Sebastián
Rosalía
Juan Francisco
Rosalía
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¿Eh? ¿Tú
aquí?
(Yéndose por la derecha.)
Sí que se va esto arreglando.
(Pausa. Gran silencio. Rosalía, en un reproche airado y digno.)
¿Es que estabas al acecho
para amargar mi agonía?
¡Por lo visto lo que has hecho
no es bastante todavía!
¿Aún quieres más?
(Sinceramente dolorido.) ¡Rosalía...!
¿No te sientes satisfecho?
¿Es que yo te ofendí tanto
que no me puedes dejar
que busque alivio en mi llanto?
¿Es que es poco este pesar,
que es una llaga en mi pecho?
(Amargamente indignada.)
¿Es que no tengo derecho
siquiera para llorar?
Vete y déjame sufrir
a solas con mi dolor.
Comprendo bien tu rencor;
sé lo que quieres decir;
pero no me puedo ir
porque otro dolor mayor
es el que me hace venir.
(A un movimiento de asombro de Rosalía.)
El del arrepentimiento,
que forjan los desengaños.
(Con una sinceridad que hace que Rosalía escuche en silencio, y que Sebastián,
que aparece en la puerta y que al ver a Juan Francisco demuestra en el gesto su
satisfacción, quede detenido, subyugado por el acento de Juan Francisco. Éste y
Rosalía no le ven.)
Hay en la vida un momento
en que se viven cien años
de eterno remordimiento.
Hay en la vida un instante
tan claro, que en un segundo
se alza una verdad gigante
como la entraña del mundo.
Esa verdad que despeja
las nieblas de la razón,
y al limpiar el corazón
nos guía y nos aconseja.
(Después de una breve pausa.)
Soy como aquel peregrino
que en el resplandor del día,
ante su luz se confía
y hace un alto en el camino.
Tiende la noche su manto
y él, ciego en la noche, llora,
hasta que enjuga su llanto
la nueva luz de la aurora.
¡Malo fui! ¡Malo! Peor
que el que peor pueda ser.
Para el amigo, traidor
al robarle la mujer;
para la esposa, perjuro
(Velada la voz por la emoción.)
para los hijos... mal padre.
(Hablando consigo misma.)
Su arrepentimiento es puro.
Sí. Del alma.
(Solemne, después de una pausa brevísima.)
¡Te lo juro
por la gloria de mi madre!
Y ahora escucha, Rosalía.
No vengo a por tu perdón,
que más criminal sería
pretenderle sin razón
y sin darte una alegría.
Sólo quiero la promesa
que te mostrarás clemente,
cuando mi pecho y mi frente
sepan ganar otra dehesa.
(Iniciando el mutis después de una lucha interior.)
¡Adiós!
(Al ver que se marcha.)
¡Oye...!
Tú a
esperar,
y yo con los ojos fijos
en lo que dice el cantar,
a matarme y a ganar
la tierra para mis hijos.
La mano sobre la esteva,
sabré con mi vida nueva
labrar del perdón los lazos.
(En humilde ruego)
¿Cuento con él?
(Después de un momento de lucha, con los brazos abiertos,
abrazándose a él.)
Ten la prueba.
Que una madre siempre lleva
el alma puesta en los brazos.
(Después de un largo abrazo, en el que los dos lloran, Juan Francisco, resuelto
en el gesto y en la voz, se pretende .separar de Rosalía, que intenta
retenerle. Por fin consigue desprenderse de sus brazos.)
Ahora ya, déjame.
No.
Si; voy a buscar su pan.
No te vayas.
(Soltándose, un poco brusco por la seguridad del pensamiento.)
¡En mi afán
no hay quien me detenga!
(Adelantándose.) ¡Yo!
(A un tiempo, en supremo esfuerzo.)
(Los dos.)
¡¡Sebastián!!
¡Sí! ¡Sebastián!
(Juan Francisco se yergue, sin fanfarronería, y viene a su encuentro, con
valiente serenidad. Rosalía, instintivamente quiere interponerse entre los dos
hombres, y Juan Francisco la separa sin brusquedad, pero con entereza.)
Yo, que abrigué la esperanza
plena de que llegaría
el día da mi venganza.
Yo, que compré tu labranza
pensando día por día
en encontrarnos los dos
aquí...
¡Sebastián, por Dios!
Déjale hablar, Rosalía.
(A Sebastián.)
Sigue.
Yo, que presencié
desde esa puerta la escena,
y ante una madre tan buena
de mi rencor me olvidé.
(Sinceramente conmovido.)
¡Sebastián...!
Si perdonó,
siendo a quien más ofendieras,
los hombres que no son fieras
¡también perdonan!, y yo
(Abriendo los brazos.)
te perdono. Aquí hay un pecho
que encontró su recompensa
dando al olvido aquel hecho.
(Hondamente conmovida.)
¡Oh, qué dicha más intensa!
(Dando un abrazo a Sebastián.)
¡Sebastián! ¡De corazón!
(Alzando los ojos al cielo.)
¡Cuanto mayor es la ofensa,
más hermoso es el perdón!
(El cielo se ha despejado. Un rayo de sol ilumina la escena, mientras, en la
lejanía vuelve a oírse la voz del gañán.)
¯
Coge el surco, Rumbona,
pasa cordera;
que está mí amor mirando
la sementera...¯ |