Tirar
a matar
ANÁLISIS DE DIARIO HOY
La
obsesión de luchar contra el terrorismo conlleva el enorme
riesgo de optar por el terrorismo de Estado, como lo ha
hecho la apergaminada Policía británica, Scotland Yard.
Esto es indiscutible tras el asesinato de un joven
inmigrante brasileño, a quien, según testigos, los agentes
policiales dispararon ocho tiros a quemarropa, siete en la
cabeza, cuando él estaba desplomado en una estación de
metro en Londres, el jueves anterior.
Evidentemente,
el ‘error’ de la víctima fue tener la piel morena, el
cabello oscuro, algo rizado, y la fisonomía de un árabe, lo
que, por lo demás, es muy común en los latinoamericanos y,
probablemente, hablaba con acento. La Policía asegura que él
ignoró las órdenes de detenerse. Era un electricista de 27 años
de edad llamado Jean Charles Menezes, que había emigrado a
Londres por razones económicas desde Minas Gerais, en el
sudeste del Brasil. Evidentemente, no hay razón para su
muerte.
No
obstante, aunque parezca inconcebible, el jefe de Scotland
Yard defendió su política de tirar a matar y anunció que
episodios como el ocurrido con Menezes podían volver a
ocurrir. Aparentemente, Gran Bretaña está cometiendo el
error de dejar la lucha contra el terrorismo en manos
exclusivas de la Policía, cuando el terrorismo es ahora,
fundamentalmente, un fenómeno político globalizado: mientras
Tony Blair se niega a admitir que los atentados en Londres están
o estuvieron motivados por la presencia de tropas británicas
en Iraq, enfrenta a los enemigos en su territorio con pobres
argumentos ‘técnico-policiales’. Algo muy distinto de lo
que ha ocurrido en los últimos años en España, en donde la
lucha contra el terrorismo vasco de ETA se ha enfrentado con
gran participación social y gubernamental, con el
fortalecimiento de una estrategia común en las élites políticas
(ninguna concesión a los terroristas), a lo que, por cierto,
se suma la acción policial específica, subordinada. Cuando
no ocurrió así, en algún momento del Gobierno de Felipe
González, y hubo terrorismo de Estado, esto acarreó enormes
problemas a ese régimen y a todo el país.
En una política
implícita de terror, ejecutada por el Estado, aun cuando las
razones y los argumentos pudieran parecer aceptables, los
derechos fundamentales virtualmente dejan de existir y pagan,
entonces, justos por pecadores.
En enero
de 1988, en Quito, dos jóvenes cuyas edades no sumaban 30 años,
Pedro Andrés y Carlos Santiago Restrepo Arismendi, fueron
asesinados por un grupo de agentes policiales enfervorizados
por el combate a la violencia armada del grupo Alfaro Vive
Carajo. Las víctimas, claro, eran inocentes, pero sus
asesinos seguramente los creyeron culpables porque hablaban
con acento colombiano. El Ecuador debió pagar por ese delito
de Estado. El padre de los chicos aún reclama los cadáveres.
Lo
sucedido el jueves en Londres ha puesto las caras largas en la
Cancillería brasileña, que está exigiendo explicaciones a
los británicos. Más allá de eso, el sentido común, y las
normas de convivencia civilizada conquistadas en el siglo XX
demandan el respeto y la garantía de los derechos
fundamentales, en todos los lugares del planeta en donde se
cometan excesos a cualquier título. Esto quiere decir que, en
este momento, la lucha contra el terrorismo es mucho más
compleja y difícil, y sus causas son mucho más profundas de
lo que quieren ver los líderes de las fuerzas aliadas con
EEUU, en la invasión y ocupación de Iraq.
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