EL
TABLÓN: El artículo de hoy
El arte tiene que ser honesto
Por:
Silvio Rodríguez*
Correo: digital@jrebelde.cip.cu
27 de febrero de 2007 00:00:00 GMT
Recibir este honor de la Universidad Mayor
de San Marcos, Decana de América, excede cualquier reconocimiento que pudiera
soñar. El hecho de que tanta ilustración universal haya pasado por sus aulas,
que este premio lo hayan recibido cubanos como Fidel Castro, Nicolás Guillén y
Eusebio Leal, y sobre todo la certidumbre de que César Vallejo estudió aquí,
me hace sentir usurpador. Muchas veces he proclamado que el autor de Poemas
Humanos tuvo un efecto fundacional en mí.
Sé que, según el protocolo de estos actos,
ahora me tocaría dar una clase magistral. Pero solo soy un cantor popular que,
para colmo, siempre ha tenido claro que practica un oficio que no suele enseñarse,
una profesión sin cátedra. Aunque esto es rigurosamente cierto, para ser más
justo debería agregar que existen al menos regiones de la vida que nos enseñan.
La escuela de un cantor puede comenzar en las tonadas con que nos duermen las
abuelas y con las melodías que escuchamos salir de la cocina mientras nuestra
infancia corretea. Son lecciones todo lo que acontece en los hogares, si es que
nacemos con la fortuna de un techo, y escuelas son las calles, las ciudades, los
dioses y los héroes que nos esperan cuando abrimos los ojos, como queriendo
sellar nuestra suerte.
Hay muchas formas de cantar y todas parecen
necesarias, o al menos tienen sus profetas. Dicen que cada manera está
determinada por cierta zona de los gustos. Pero cantar también es una lucrativa
carrera y por eso es parte de la llamada industria del entretenimiento. Uno de
los fines de esta curiosa forma de producción es fomentar y expandir una música
que nos distraiga en las horas llamadas libres. Para eso fabrican sus canciones
y ritmos, que suelen ofertar cuerpos maravillosos y rostros inolvidables. Debo
admitir que yo también admiro la simpatía y la destreza de esos cuerpos y que
mis pies, que no piensan, pueden marcar compases repetitivos. Pero mi
entendimiento rechaza la fábrica que intenta adicionarme a lo vacío. Presto
atención, sin embargo, a todo el que se toma en serio su trabajo y trata de
hacerlo bien, aun si es un asalariado de la industria del entretenimiento.
Lamento si su entorno no le permite otra forma de supervivencia que ponerse al
servicio de la compraventa. Pero conozco a otros que han desafiado ese destino y
asumen los riesgos de su libertad. A esos que no ceden al facilismo domesticado
son a los que identifico como familia. Y es que las melodías que tarareaba mi
madre, los sones que bailé en mi juventud, los himnos que aprendí en mi
adolescencia y, en fin, la adoración a la canción en mi país, me hicieron
asumir mi oficio como necesidad, y no he tenido más remedio que cantar como una
aspiración cultural.
También tuve la suerte de tener algunas
ideas sobre mundo, antes de sentir el impulso, la necesidad de cantarlo. Recibí
lecciones de mi propio país, cuando en 1961 se realizó la campaña de
alfabetización a la que nos sumamos 100 000 estudiantes secundarios. A los 14 años
me separé de mi familia por primera vez para subir montañas y sumergirme en ciénagas,
para recorrer distantes parajes enseñando a leer y a escribir, y a la vez para
aprender la estremecedora lección de los que habían sido olvidados. Pero más
que sin analfabetos, inaugurábamos un país de mujeres y hombres que, con el
apetito del saber abierto, seguían estudiando. Fue entonces que nuestras
escuelas y universidades empezaron a crecer y a multiplicarse. Por eso en 1967,
cuando empecé a mostrar mis canciones, nuestros niveles de escolaridad iban en
franco desarrollo. Haber sido soldado de aquella primera gesta que como lema
llevaba un pensamiento de José Martí: «Ser cultos para ser libres», y cuya
bandera era el saber sin discriminación, me hizo pensar que a partir de
entonces ya nada sería igual en Cuba, ni siquiera las canciones.
Una transformación esencial estaba
ocurriendo: la práctica humanista nos mejoraba como gentes y aquella mejora
hechizó cualesquiera que fueran los propósitos de cada cual. Cuando yo me puse
a hacer canciones la ética y la estética ya eran compañeras. El arte, como
parte de la vanguardia espiritual, pensaba yo, debía esforzarse por estar a la
altura de la nueva realidad. Un poco antes Alejo Carpentier había inaugurado la
Editora Nacional de Cuba y la literatura empezó a circular a precios populares;
el Universo rechazaba la guerra contra Vietnam; Casa de las Américas hizó el
Primer Encuentro de la Canción Protesta; eran los años del boom literario, del
Novo Cinema y del Nuevo Cine Latinoamericanos. Varios compañeros de generación
vivíamos lo mismo, habíamos llegado a conclusiones parecidas y poco a poco nos
fuimos encontrando. Nuestras canciones, en un inicio aisladas por la soledad,
empezaron a manifestarse como una corriente juvenil que primero fue identificada
como «trova moderna» o como «trova joven», hasta que fue llamada «nueva
trova».
La nueva trova nunca fue un movimiento estéticamente
homogéneo y mucho menos pretendió fundar un estilo musical. Lo primero que nos
cohesionó fue tener, más o menos, la misma edad y el momento social que vivía
Cuba, con el que nos identificábamos. Vivir al lado de un país tan grande y
con medios tan poderosos nos mostraba que era necesario conocer y reproducir
nuestras melodías de antaño, para que las canciones por venir no olvidaran sus
orígenes. Pero lo novedoso es como un pie forzado para las nuevas generaciones,
que siempre llegan con la lógica aspiración de una voz propia. Quizá por eso
la ruptura llamaba tanto mi atención. Nos tocaba ser jóvenes en un tiempo que
también era joven y nuestra sociedad cambiante nos exigía tanto, que respondíamos
con una dolorosa honestidad. Creo que ese desgarramiento fue la médula de
nuestro aporte. En definitiva ¿a qué se le puede dar crédito en este mundo
sino a lo que desafía los abismos?
He leído muchas veces que el compromiso con
las aspiraciones de cada tiempo histórico suele ser sustancial para la expresión
artística. Pero esta verdad natural no se puede interpretar como una directriz,
porque corremos el riesgo de convertir la realidad en su propia caricatura. Lo
programático se muerde la cola, por eso, antes que nada, el arte tiene que ser
honesto. Cuando alguien le preguntó cómo pensaba que debía ser una canción,
José Antonio Méndez, autor de boleros eternos como La gloria eres tú, con la
noble sonrisa que lo caracterizaba respondió: Sincera. La canción debe ser
siempre sincera.
Cantar es un arte antiguo y extendido por
nuestra diversa geografía. Posiblemente no exista actividad de nuestros pueblos
que no esté reflejada en alguna canción. Queda mucho por saber de nuestros
cantos y ese conocimiento nos ayudará a saber más de nosotros mismos. El
compromiso con el amor y con la belleza, con lo real y con lo imaginado, y sin
dudas con el reclamo de justicia social que signa nuestra historia, son esencias
de la canción latinoamericana. Esa suma de virtudes es la que la mantiene viva
y digna. Por eso quiero terminar dando gracias a todos los cantores que esperan
por la simple mención que los salve del anonimato y que han sido y son
paradigmas de nuestras certezas.
Gracias, hermanas y hermanos del Perú, país
de cultura dorada, pueblo generoso que atesora sabiduría, canciones y ejemplos
dignos de amor y respeto, como el del joven poeta inmolado, Javier Heraud.
Gracias, hermano Hildebrando Pérez Grande; gracias, Escuela de Literatura;
gracias a este insigne centro Mayor de estudios, Universal al punto de premiar a
un trovador. Por supuesto que interpreto este gesto como un abrazo de pueblo a
pueblo. Lo acepto en nombre de maestros como Sindo Garay y Teresita Fernández,
de la trova cubana de todos los tiempos, de mi aguerrida generación y muy
especialmente en nombre de Noel Nicola, hermano que hace poco se nos fue, pero
que antes nos dejó ejemplares versiones cantadas de la inmortal poesía de César
Vallejo.
*Palabras de Silvio Rodríguez al recibir el
Doctorado Honoris Causa en la Universidad Mayor de San Marcos, en Lima
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