AL PASO DEL SANTO ENTIERRO


AL PASO DEL SANTO ENTIERRO

Autor: Antonio Blasco del cacho



Todos los años, vencida ya la Semana Santa, cuando en las horas centrales del Viernes, la ciudad entera se estremece por el redoble lejano de los tambores que señalan el paso por las calles de la Cofradía de las Siete Palabras y de San Juan y la divina predicación desde el púlpito improvisado de un balcón, la gente mira al Cielo y se pregunta: ¿Lloverá para la Procesión del Santo Entierro?

Si el sol responde a tal interrogación con el fulgor de sus rayos y el firmamento se encuentra despajado de nubes, una sonrisa de desahogo se advierte en quienes tal preocupación sentían.

Las callejas de Zaragoza se convierten en hormigueros que llevan riadas de seres humanos hacia las arterias vitales de la ciudad que, horas más tarde, serán escenario de la solemne Procesión.

Hombres, mujeres, ancianos y niños, apresuran su paso y en los rostros se advina la alegría ocasionada por la bonanza que la tarde les brinda.

Y, sin embargo, yo me entristezco cuando sucede de tal modo.

Yo prefiero que el Viernes Santo sea un día lluvioso y desapacible.

Yo deseo sufrir en tal fecha las inclemencias del tiempo; sentir cómo la lluvia se escurre por las aberturas de mi hábito; notar el antifaz del capirote empapado, pegándose a mi cara, mientras me apercibo de que un mal paso ha hecho entrar dentro de mis zapatos el agua sucia de unos charcos.

Me agrada más el Cielo de Viernes Santo cuando llora lagrimones de lluvia asociándose al duelo por la muerte de Cristo que cuando ríe con luminarias de sol que cuadrarían mejor dos días después: para la gloriosa Resurrección.

La Procesión del Santo Entierro en Zaragoza es una lección vigorosa de la Pasión y Muerte del Salvador.

Desde el momento triunfal de su entrada en Jerusalen por los caminos tapizados de ramos y túnicas que a su paso arrojaba la muchedumbre mientras clamaba hosannas y glorias al Hijo de David, hasta el tremendo escándalo de su muerte infamante en la Cruz, la Procesión nos hace seguir "paso" a "paso", toda la terrible tragedia de la Pasión.

El Mesías orando en el Huerto de Getsemaní, velando mientras sus discípulos duermen, rezando en tanto que sus enemigos preparan la más vil traición de los siglos, sudando sangre mientras los judós babeaban el veneno de las mentiras y falsedades que habían de convertirle en el más humillado de los reos, rogando al Padre Eterno el apartamiento de un cáliz que El sabía que inexorablemente tendría que apurar hasta la última gota.

Jesús, azotado brutalmente en la columna hasta arrancarle tiras de su piel divina y jirones sanguinolentos de su purísima carne.

Cristo traspasado en sus nobles sienes por punzantes espinas que hacen brotar de ellas surtidores de sangre.

El Dios hecho hombre, caminando por ásperas callejas de desigual pavimento, con el peso enorme de una cruz que le anonada, cruz que no era de madera, sino de insultos, de blasfemias, de impurezas, de indignidades, de miserias, del horror de todos los pecados de los cientos de millones de criaturas que habían sido, eran y habrían de ser sobre la faz de la tierra.

Jesucristo en sus caídas, demostrando con tan emocionantes debilidades el gran peso de aquella cruz, confeccionada con tan indignos materiales.

Jesús clavado como un grotesco guiñapo, laceradas sus manos que no hicieron más que bendecir; taladrados sus pies, que no se mancharon con el polvo de la tierra, rasgado aquel divino costado que era la leve cobertura de un corazón inflamado en amor a la humanidad.

El Hijo de Dios agonizando en el patíbulo entre sudores mil veces peores que la misma muerte, ardiendo de fiebre que acortezaba sus labios e inflamaba su lengua.

Jesús, ya muerto, conmoviendo a la misma tierra, que se abre y estremeceante aquel deicidio y, creando - primer milagro después de su muerte - el símbolo eterno que, en lo sucesivo, distinguiría a su religión.

Jesús descendido del instrumento de suplicio, relajados los músculos, acardenalados los miembros, convertido su cuerpo hermoso en informe despojo, sucio y miserable.

El mejor de los hijos, exánime sobre el regazo de la mejor de las madres.

La Madre, mirando al Cielo y el Hijo vencido e inclinándose hacia aquella tierra que acababa de regenerar. ¡Piedad augusta; llanto de la Virgen, dolor de los dolores, amargura, soledad, injusticia, muerte de la misma Vida!

¡Vergüenza!, ¡arrepentimiento!, ¡indignada humillación!; ¿qué sentiremos al paso de esta Procesión del Santo Entierro que levanta las costras de nuestras heridas y hace sangrar a nuestros corazones ruines y malvados, únicos verdugos de tan inocente Víctima?

Por ello, los hermanos de las distintas Cofradías zaragozanas o de la Hermandad de la Sangre de Cristo tienen que vestirse, junto con sus hábitos, un espíritu de penitencia y de seriedad cuando van a acompañar al "paso" de su preferencia. Han de ocultar el rostro bajo el paño del capirote y llorar, llorar... por los azotes que dieron, por las espinas que clavaron, por los marillazoas que sacudieron, por las gotas de sudor y de sangure que hicieron brotar de la envoltura carnal de quien, siendo Dios, quiso vestirse del barro human para asemejarse más a nosotros y luego salvarnos.

Detestemos el aspecto meramente callejero y espectacular de las manifestaciones de la Semana Santa y rindamos nuestro espíritu a la penitencia, al dolor, a la oración, a la compasión, al amor, a la voluntad de enmendarnos.

Por eso prefiero los Viernes Santos lluviosos.

Porque en ellos, participantes o espectadores de la Procesión, sufren, aunque sea mínimamente, algo por seguir a Cristo en su pasión, en su muerte y en su entierro.

Porque el sol debiera de ocultarse en vez de reír en tal día. Porque, con lluvia, el escenario es más triste, más monótono, más de Vía Crucis.

Porque al pasar la Piedad y contemplar a la Madre, que mira al Cielo con los ojos cuajados de llanto, veremos que ese Cielo mira a la Excelsa Mater Dolorosa llorando también.

Por eso, y.... por tantas cosas como esas, consulto al firmamento todos los años, en las horas centrales del Viernes Santo, cuando la ciudad entera se estremece por el redoble lejano de los tambores y formulo esta vehemente petición: --¡Que llueva esta tarde y que nadie se quede en casa!


Extraido de las páginas centrales del Programa de Semana Santa del año 1951.



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