Eduardo Gil Bera
El pensamiento
como diversión
He tenido curiosidad por ver de cuándo data la figura del filósofo tal y como es conocido y celebrado hoy. Un tópico muy extendido dice que procede del llamado milagro griego que sucedió en la Jonia de Anatolia, donde unos hombres comenzaron a preguntarse por razones generales y principios naturales, en contraste con la especulación anterior.
La endeblez de ese tópico se hace patente cuando se repara en que ni en aquellos jonios ni en los posteriores atenienses se daba una capital circunstancia: no tenían asignada una partida del presupuesto público. Ese importante avance sucedió por primera vez en el Renacimiento Carolingio. Momento donde se sitúa el advenimiento de la figura del filósofo tal y como lo conocemos hoy. En lo que entonces era núcleo modélico de la entelequia europea, quedó establecido que el razonador, el sabio oficial, es ignorante y analfabeto, contrata los servicios de Eginardo y Alcuino, los taumaturgos poderosos que lo convertirán en el gran emperador poderoso, fundador de Europa, hombre culto y protector de las letras. Eginardo el cronista se encargaría de establecer el majestuoso y venerable pasado oficial del rey; Alcuino el clérigo, por su parte, lo transformaría en un piadoso y santo varón, además de justificar y glosar las problemáticas alegorías del presente. Ellos, en cabeza de los demás intelectuales palaciegos carolingios, representaron los prototipos de ese menester cortesano que después se ha revelado imprescindible y capital.
De entonces datan oficios como el del portavoz oficial o el del ideólogo paniaguado que defiende lo instituido mediante aristotelismos huecos. Así como procede también de entonces la universidad, el poderoso ente que abarca la totalidad del saber en todo el mundo. Desde entonces, en lo tocante a la filosofía, hay una tranquilizadora seguridad: no dejará de haber filósofos puesto que no dejará de haber facultades, cátedras, departamentos y seminarios de filosofía con sus dotaciones correspondientes; el compartimentado previo en nichos y escalones prebendados hará que no falten los eminentes y abnegados titulares para todos esos huecos predispuestos.
Sin embargo, durante el tiempo en que la universidad no tenía nada que ver con la vida intelectual y lo más vivo y creador del pensamiento transcurría al margen de ella, especialmente desde el siglo XV hasta casi al XIX, ni siquiera entonces, aquellos mismos creadores del pensamiento filosófico dejaron de vindicar una universidad creadora y rectora del saber.
Y así, lo que ocurrió fue que la filosofía volvió a ser patrimonio del profesor. Ya en aquella corte carolingia, avanzando las designaciones actuales de capitalidad de la cultura o día de la osteoporosis, se declaró oficialmente a Aquisgrán “la nueva Atenas”. Pero con una notable mejora: en la vieja Atenas, como en la Roma de Plotino, el razonador no tenía más ni menos rango que el cantante callejero o el fundador de una peña gastronómica; podía conseguir fama o indiferencia, dinero o befa. En Aquisgrán, en cambio, ya encontramos un rasgo definitivamente moderno: el razonador era lacayo oficial y, si no, no era razonador.
Esa circunstancia modeló la figura del filósofo mediante el envilecimiento, respecto al que la condición humana siempre ha mostrado constante tendencia e inagotable capacidad. Prescindiendo de las ventajas personales de toda índole que ello proporciona, las consecuencias en la filosofía como prestación y producto social que debía fabricar el filósofo son, hoy como entonces, muy notables.
Por ejemplo, el acceso ritualizado a la mistagogía filosófica. Hace cinco milenios, en el seno de la civilización mesopotámica, la primera que dispuso de escritura, se entendía por ciencia un ámbito que comprendía los conceptos de discernimiento, talento, experiencia, sabiduría, sagacidad... es decir, allá donde nuestra definición de ciencia alude a la categoría disciplinar de un conocimiento o a la adquisición académicamente etiquetada del mismo, el enfoque de ellos apuntaba a la facultad para el dominio y uso de todo conocimiento. Para la mentalidad mesopotámica, mencionar la ciencia o el conocimiento equivalía a recordar uno de los atributos más relevantes de la divinidad: una prerrogativa de la que, sin embargo, los dioses hacen partícipes al género humano. Esa ciencia era alcanzable, entre otros modos, mediante determinados ritos sagrados.
Este último mecanismo se ha mantenido, adaptándolo a la magia actual, y también hoy es alcanzable la ciencia o, al menos, la categoría oficial de detentador y docente de la misma, con todas sus interesantes sinecuras, mediante eficaces operaciones rituales consistentes en la perpetración de diversos escritos –nombrados tesis, memorias, etc.- conforme al balduqueo preceptivo.
También, a semejanza de las demás disciplinas universalizadas, la filosofía, como producto social, debe disponer de la interesante capacidad de tener modas y, sobre todo, de tener novedades y avanzar. Uno puede oír y leer anatemas como “desde Wittgenstein o Foucault, tal o cual cuestión está superada, tal o cual punto están probados...” –seguro que esos prohombres ejemplares que acabo de citar ya están preteridos...- Superaciones y pruebas filosóficas que aparecen y se renuevan todas las temporadas, igual que la falda de tubo o la manga jamón...
Otra obligación sobreentendida de esa filosofía es la de obedecer a prescripciones como “vigencia”. De modo que alguien, como yo mismo, que esté persuadido de que buena parte de las cuestiones que planteaban los presocráticos son tan vigentes hoy y aquí como en la Hélade de entonces, estará completamente fuera de juego. Igualmente si le parece que el tempus item per se non est de Lucrecio sigue siendo tan problemático como hace veintidós siglos, y que ni la Estética Trascendental de Kant ni el Sein und Zeit de Heidegger son una respuesta a las cuestión epicúrea, sino, a lo sumo, planteamientos de la misma cuestión aunque, quizá, de una forma menos elegante y mucho más plúmbea.
Tengo la impresión de que, en el umbral de todos los milenios, el señuelo que con más frecuencia se encuentra el pensador en su aventura es la de supuestos desafíos y cuestiones fundamentales que no son desafíos, ni cuestiones, ni fundamentales.
Característica de la humana condición es la sempiterna confección de una imago mundi a la que se arroga la capacidad de ofrecer una visión objetiva de la totalidad. En esa estampita, producto de la popular superstición llamada Progreso, el pasado aparece coloreado con las cualidades de “superado” y “disponible”, y los términos “lo último” y “lo verdadero” son sinónimos.
Pero el pasado no está superado ni es disponible; y tampoco lo último y lo verdadero tienen nada que ver. Nada más ingenuo, por ejemplo, que el punto de vista que da a la técnica el rango de gran elemento novedoso sobre el que sólo algunos pensadores de este mismo siglo han reflexionado. Según especula la teogonía mesopotámica, tal y como testimonia el poema Enuma Elis ya en el segundo milenio antes de nuestra era, el hombre hace su entrada en el mundo bajo el signo de la técnica. Técnica que no puede dominar en esencia, de la que se sirve y a la que sirve porque su condición original es la propia del artesano derrotado.
No es mi intención trazar un cuadro sombrío. No son de desdeñar el heroísmo, lo excepcional, la genialidad, la audacia ni la honradez. Y si se repara en las asombrosas hazañas humanas, no podremos menos que llegar a admitir como perfectamente posible que, no sólo un doctorando en filosofía que negocia su papeleo, sino hasta un jefe de departamento ocupado en las intrigas cuarteleras inherentes a su oficio, puedan albergar alguna traza de vida intelectual o incluso, quién sabe, pensar.
En todo caso, en esta feria implacable y grotesca que es la sociedad de los hombres, la aventura de pensar, ahora como siempre, se me figura una variante de la diversión que, en su acepción militar, recordada y celebrada por Montaigne, es la “empresa estratégica secundaria, intentada más o menos lejos de la zona de operaciones o de la esfera de actividad del enemigo, para llamar su atención hacia un objeto diverso del principal u obligarlo a desistir de su intento”.
También tiene no poco que ver con la acepción médica de la misma diversión, es decir, la “excitación artificial que se produce con el objeto de destruir la tendencia de los fluidos a dirigirse a un punto enfermo, en el que existe un foco de irritación con exaltación de las propiedades vitales. Es una especie de revulsión”.
Eduardo Gil Bera es narrador, poeta, ensayista y traductor, con obra tanto en español como en euskera. El presente texto fue la intervención que realizó en el marco del curso “El Ensayo Filosófico en la España Actual”, celebrado en la UIMP-Valencia en septiembre de 1997.