MURIO
PERON
Por Marcelo Riquelme, especial para Agencia NOVA
El regreso de Juan Domingo Perón a la Argentina, tras su largo
exilio, tuvo a mi entender tres fechas trascendentes: el 17 de noviembre
de 1972, el 20 de junio de 1973 y el 1* de julio de 1974.
En la primera de ellas, se produjo el tan mentado retorno de Madrid.
El General Lanusse ejercía la presidencia de facto, en el último
tramo de la dictadura que iniciaran las botas de Onganía. Aquel
lluvioso día movilizó a miles y miles de militantes,
la mayoría de los cuales jamás lo había visto.
La juventud peronista allí estaba. El resto de la ciudadanía
vivió el hecho con mayor o menor expectativa, según
fuera su ubicación en el arco político de entonces.
La segunda será recordada como "La Masacre de Ezeiza".
Aquel día, iba a ser de un júbilo nunca visto en estas
tierras. Se había organizado, ya en tiempos democráticos,
el mayor homenaje a uno de los grandes protagonistas del siglo XX.
Una verdadera multitud se fue acercando a las inmediaciones del Puente
12, en la Autopista Ricchieri. De todos los pueblos, de todos los
partidos, de todas las edades. Era la fiesta de todos, de todos los
que habían decidido ser protagonistas de un día histórico.
Pero la puja por el poder, tironeando a izquierdas y derechas dio
formidables argumentos a los enemigos del pueblo, para dar uno de
sus más feroces y trágicos ramalazos.
El 1* de julio de 1974 murió Perón. O mejor dicho, se
comunicó a la ciudadanía que Perón había
muerto. Hacía ya varias jornadas que se respiraba en el país
un clima de inmenso pesar. Se sabía que la noticia correría
de un momento a otro. Se desconfiaba si no se habría producido
ya. La metamorfosis de María Estela Martínez de Perón,
que pasó a ser María Estela Martínez viuda de
Perón, y de vicepresidente a Presidente. Y el Sr. José
López Rega, que pasó a ser no sé cuántas
cosas en el gobierno, en el partido y en el famoso entorno presidencial.
Pero la gente era otra cosa, como siempre. La gente, el pueblo leal,
simple y maravillosamente leal. Y como siempre, jaqueado, presionado,
extorsionado en sus sentimientos, en sus afectos mas puros.
Murió Perón y el mundo cayó pesadamente sobre
millones de argentinos.
Salíamos del Comedor Universitario de La Plata (hoy Facultad
de Odontología) revoleando la naranja del postre. Era imprescindible
esa fresca naranja para acompañar la digestión del Cuadrado
Mágico, tal el nombre popular de esa especie de pastel de papas,
que era cualquier cosa menos pastel y menos aun papas, pero en el
que podrían aparecer los componentes más inesperados.
Cruzábamos calle 1 y la música sacra, que irradiaban
casi todas las radios, le otorgaba el marco esperado y justo al anuncio
del locutor. Esperábamos la noticia, por eso nos resultó
impensado que aun así, nos afectara tanto.
Esa tarde, en mi mesa de dibujo, no podía trabajar ni estudiar
por la congoja que sentía. Al cabo de un rato de repasar las
paredes y pensar en nada, me encontré intentando dibujar la
cara de Perón, aunque sin éxito. Pero vi en la contratapa
de una de las revistas partidarias de entonces, una imagen que me
llamó la atención y sentí muchas ganas de copiarla.
El dibujo quedó plasmado y tiempo después, cuando el
papel empezó a envejecer, lo plastifiqué para protegerlo,
y así me acompaña hasta hoy.
¡Cómo no vamos a ir al velorio¡ Unos y otros del
palo que sea, íbamos acomodándonos los horarios y salíamos
a tomar el tren.
Llegamos a Buenos Aires cuándo estaba anocheciendo y el frío
se hacía sentir tanto como la lluvia. Alcanzamos la punta de
la fila a la altura de Cerrito. De allí al Congreso estaba
la multitud de cuatro o seis en fondo. Todos queríamos ver
al Viejo por última vez, lo necesitábamos. Y si bien
era notable el luto peronista, no era excluyentemente partidario.
La necesidad de verlo ya se podía medir a lo largo de más
de quince cuadras. El pesar, no tenía medida.
Horas después, casi no habíamos avanzado, pero el intenso
frío castigaba en heladas gotas que traspasaban la ropa. Los
más afortunados, arrancamos afiches de las paredes y nos cobijábamos
con esos grandes avisos chorreando engrudo. Pasaban las horas muy
lentas y ya se habían acabado las provisiones: cigarrillos,
chicles, pastillas y nada más. Pronto comenzaron a pasar "compañeros"
que ofrecían mucho de lo que estaba haciendo falta. Pero también
llegó la advertencia: "no toquen nada que todo está
falopeado". Otra vez, izquierdas y derechas. Decían que
las dos grandes filas que llegaban al Congreso concentraban a cada
una de las partes en pugna, pero muchos se enteraban de ello recién
al integrarla y si no era coincidente, ya era tarde. Muchos encontraron
la explicación de los productos adulterados en el hecho de
que "había que diezmar a la columna de enfrente".
Nunca vi tan gris a Buenos Aires. El invierno se había instalado
puntualmente y la tristeza era de casi todos. Parecía que manaba
de los balcones, de los miles de balcones desde donde se aplaudía
a la multitud de abajo, y allí se mostraba que el sentimiento
era uno solo. Y después, los de los departamentos, miles de
bolsitas mediante, arrojaban en manos de los manifestantes panes y
cuantos víveres livianos tenían a su alcance. ¡Con
qué felicidad recibíamos esa comida que llegaba desde
el aire!. Aquel día, la solidaridad de los porteños
se dio un fuerte abrazo con la tristeza de los de abajo.
Llegamos a Plaza Congreso por calle Rivadavia, y la perspectiva era
imponente. Seguramente no solo por los altos edificios que la flanqueaban,
sino, mas bien, por la inminencia de llegar al objetivo que nos habíamos
trazado. Y tuvimos otra grata sorpresa de manos de los colimbas, que
mantenían a punto cientos de litros de mate cocido y servían
una y otra vez a las personas que íbamos llegando al rancho
militar. A esto lo recuerdo como a una foto entrañable: los
soldados al lado de su gente, respetados y todos en el mismo bote.
Al fin entramos al Congreso Nacional. La enorme cantidad de personas
hacía difícil cada paso. De pronto, dimos con el Salón
de los Pasos Perdidos y aquí cambió el clima: la imagen
que conservo es oscura, donde las paredes se pierden en las sombras,
con apenas un murmullo como único sonido. Algunos generales
como telón de fondo, en penumbras. Me acuerdo de Raúl
Lastiri, de traje oscuro, apenas detrás de Isabel, enjuta,
con sus manos entrecruzadas, creo que sosteniendo un Rosario por delante
de su cuerpo. Y el General, con su enorme presencia allí, bajo
un haz de luz, la única en todo el salón, en el oscuro
ataúd. De frente al río que lo vio triste, iniciar su
largo exilio en 1955. Todo transcurría vertiginosamente, ya
que algunos tipos fornidos y de verdes brazaletes, nos convencían
de avanzar rápidamente y cuando quisimos acordar, ya estábamos
en el pasillo adyacente a la Capilla Mortuoria.
Pero el paso fugaz no fue a ciegas. Recuerdo particularmente sus manos.
Grandes, huesudas, con las manchas que el tiempo le fue dando a su
piel blanca. Y las recuerdo como remate sublime de cada saludo desde
el balcón y las recuerdo también, como el botín
más bajo, ruin y miserable de los que osaron violar la paz
de su sepultura codeándose asquerosamente con la impunidad.
Y el rostro adusto, con las fosas nasales obturadas por trozos de
algodón, las mismas manchas que en las manos, y un enorme y
enigmático hematoma que ocupaba buena parte del lado izquierdo
de su frente. Digo enigmático porque no encontré a nadie
que se haya referido a ello, entonces ni después. Los perejiles,
los estúpidos imberbes y demás expresiones del idealismo
nacional y popular, solo creímos encontrar en las mentadas
prácticas esotéricas del Señor Don López
Rega, algún rastro de lo que se comentaba entonces: intentos
de resucitación, o lo que sería peor aún, que
las prácticas se hubieran realizado con el General aún
vivo, y que éstas serían, en definitiva las verdaderas
causas de la anunciada muerte. Cuando salimos de ese lugar, en realidad
nos ayudaron a empujones, el murmullo se volvió cientos y miles
de voces, el gesto de luto rápidamente buscó y encontró
descargas emotivas. Recuerdos de actos, especulaciones sobre el incierto
futuro, y cada voz era cortada por otra que acercaba una anécdota
mas impactante aun que todas las anteriores.
Sin ningún incidente, nos fuimos alejando, y ya en el tren
de regreso, repasábamos casi sin querer, una a una las escasas
páginas de esa historia que nos había tocado vivir.
Yo me acordé del viejo Espada, un militante histórico
de Las Flores, que de muy jóvenes tuvimos el gusto de recibir
sus consejos. O de Iram Muñoz, otro cuya lealtad lo llevó
a desafiar la seguridad policial y enfundado en el ambo de su hijo,
ingresó al velorio como médico del Congreso y allí
estuvo horas rindiendo su silencioso y privilegiado homenaje de laburante
agradecido. Y a nadie le importó que ese humilde pintor llorara
en silencio. Tal vez le estuviera diciendo al General que gracias
a él, su hijo era dotor.