Nos
quieren confundir
por
Juan Rey
"No
dejen que lo confundan: En la Argentina no existen medicamentos genéricos",
advierte, engañosamente, el título de una costosa solicitada
publicada hace unos días en los diarios nacionales. Tres organizaciones
representativas de la industria farmacéutica, o mejor, de los
grandes laboratorios, suscriben el confuso texto que alerta que "el
medicamento de marca prescripto no debe ser cambiado por otro similar.
Sólo su médico puede hacerlo". De ese modo descalifica
al farmacéutico con título universitario semejante al
del médico que está habilitado para sustituir, por pedido
del paciente, o cliente, una marca por otra distinta que contenga
la misma monodroga, el genérico, que es lo que alivia, contiene
o cura la enfermedad de que se trate.
Visto así, es como si el país, sitiado desde hace cuatro
años por una demoledora crisis económica y social, empezara
a caerse del mapa deslizándose irremediablemente hacia el abismo.
Eso, mientras en el Primer Mundo --Estados Unidos, Alemania, Francia,
y más acá Méjico, Brasil y Chile-- adoptan, sin
inconvenientes el sistema de prescripción por genéricos
que los laboratorios, aquí, dicen que no es posible porque
"en la Argentina no existen medicamentos genéricos".
Pero no es todo. El titular de la Cámara de Industrias de Laboratorios
Farmacéuticos, una de las organizaciones firmantes de la solicitada,
Hernán López Bernabó afirma que este tipo de
prescripción puede provocar riesgos "de intoxicación".
Y no contento con el tremendismo arriesga que "el precio no importa,
pero la calidad es fundamental".
No es aquí, no vive aquí, ya se ve. Es de otro mundo.
Uno de seres vegetales. Donde no existen precios y abunda la calidad.
Lo concreto es que, aunque la mayoría de la población
todavía lo ignore, lo que importa en cualquier medicamento
no es su nombre de fantasía, la marca. Ni los costosos envases
sofisticados. El dolor de cabeza, por caso, se alivia, se cura, con
aspirinas. Y difícilmente haya una mejor que otra aunque se
ofrezcan marcas con sabor a fresas, turrón de alicante o a
naranjas ácidas. Y estuches con moñito. Con precios,
claro, dispares. A veces, muchas veces, exagerados. Tanto que en remedios
que no son precisamente aspirinas, hay diferencias de más del
ciento por ciento. Lo que la voz popular definiría sin más
trámite, como "un auténtico robo a mano armada".
Lo es aunque no haya armas en sus manos y los pacientes o definitivamente,
clientes, permanezcan desarmados y absolutamente desprotegidos ante
los feroces mercadistas. Esos que consideran al medicamento como un
bien de consumo y no como lo que es, un bien social. Así se
ufanen en publicitar sus generosas donaciones a hospitales para que
la población no quede inerme ante la crisis.
Intentan confundirnos falseando la verdad. Deformándola. Disfrazándola.
Tienen poder para hacerlo y responden a través de la Corporación
aunque aparezcan nombres sueltos, individuales, en los anuncios. Saben
que hay quienes venden su alma del diablo por un aviso. O que el aviso,
sutilmente ubicado, sirve para que quien lo recibe piense en otra
cosa, se ocupe de otros temas y no de éste que preocupa a tanta
gente, en especial la de más edad y menos recursos. Y los que
no tienen cómo calmar el hambre y, mucho menos, para calmar,
con medicamentos, otros dolores.
Los médicos, cada uno lo sabrá o no por su propia experiencia,
recetan, a veces, determinadas marcas de determinados laboratorios.
Puede ser casualidad. O no. ¿Porqué habría que
confiar en ellos ciegamente ?¿Por su papel casi sacerdotal,
acaso?
También podría confiarse, porqué no, en los farmacéuticos,
al momento de elegir el mejor precio. Por lo menos, en los matriculados
en la facultad respectiva y no en la de Ingeniería electrónica
o en una licenciatura de Turismo o de Puericultura.
En realidad, tal como están las cosas, todas bajo sospecha,
no habría que confiar demasiado en unos u otros. Para no correr
el peligro de llevarse un chasco o una desilusión. Porque hay
médicos que juegan para sus bolsillos y no para los de los
pacientes, haciendo trampa, vendiendo por monedas su poder o competencia
de elección o prescripción. Y farmacéuticos que
no son, detrás del mostrador. Que no podrían prescribir
ni siquiera golosinas para la garganta. A quienes controla Montoto.
Es decir, nadie.
Seguramente de esa falta de control se toman los laboratorios para
abogar por la libertad que les permite continuar, impiadosamente,
cubriéndose con aureolas de santos protectores de los pacientes,
con los robos a mano armada en perjuicio de la salud orgánica
y económica de los que no tenemos otro remedio que consumir
remedios. Los que ellos fabrican al precio que les venga en ganas.
Con devaluación o sin ella. Porque con el dólar uno
a uno era igual. Se metían en el bolsillo nuestras enfermedades.
Lo siguen haciendo. Y al precio de la confusión. Que siembran
prolijamente...
Si no hay control es uno quien debe controlar. Hasta que salte la
perdiz. Al fin, están jugando con nuestra salud y la de nuestros
familiares. Y con nuestras economías en estado de postración.
Esta vez, se meten con el ministro de Salud de la Nación porque
es el mismo que en los 90 lanzó el listado terapéutico
en la provincia de Buenos Aires .
Dicen que otra vez, antes, en el gobierno de Arturo Illia, otros más
poderosos se metieron con su ministro del área, Arturo Oñativia
Y arrastraron a un Presidente en la caída. Ahora, estamos curados
de espanto. Es que nos metieron las manos en los bolsillos a todos.
O casi todos. Y no solo los malditos bancos protegidos para delinquir.
(AIBA)