Utopías

Opinadores de oficio

Por Armando García Rey

"Opinar, cualquiera opina". No es un hallazgo periodístico. Tampoco una frase original.
Al fin, cualquiera está habilitado para publicar sus ideas por la prensa. Se trata de un derecho constitucional. Aunque, claro, para expresar esas opiniones habrá que contar con el inevitable permiso del dueño o encargado del medio periodístico de que se trate. Así uno se desempeñe como empleado del mismo y no como un "lego en la materia". Son las reglas de juego
Es cierto que hay opiniones que merecen palos. Y si son gruesos y macizos, mejor. Y opiniones inconsistentes, ridículas, lamentables, absurdas, interesadas, poco inteligentes, injustas, temerarias, arriesgadas y sin fundamento. Algunas -muchas, demasiadas- deberían permanecer en el anonimato, a buen resguardo. Se evitaría así la contaminación masiva.
Están los que creen que la función fundamental o excluyente del periodista no es otra que la de opinar. Pero no, la función ineludible es otra: informar. Al fin, si no se cuenta con información resulta imposible opinar. Al menos, con seriedad.
Los opinadores de oficio se sienten con derecho a hablar de lo que se les ocurra, como si supieran, así no sepan nada. Imaginan que la suya es santa palabra aunque la santidad haya quedado en el polvo del camino. Tampoco faltan los opinadores que, en su fatuidad, se convierten en jueces. Entonces, pese a que no es su función, juzgan. A veces, muchas veces, lo hacen sumariamente. Lo peor es que condenan por mera sospecha, simple aproximación o porque no les gusta la cara. También para demostrar su poder. Son los que disparan al bulto, con ánimo destructor. Y los que no piden disculpas cuando se equivocan porque primero está el propio prestigio que el lamentable error.
Los opinadores de oficio, esa extraña fauna de buscadores de prestigio, suelen acomodar sus dichos a los resultados. Si les tocara comentar algo tan simple y superficial como un partido de fútbol, seguramente modificarían su opinión si en el último minuto el resultado hasta entonces igualado se inclinase, con un gol, por uno de los adversarios. En ese caso encontrarían, o inventarían, argumentos para justificar el cambio de opinión. Ocurre que lo importante, para ellos, es encontrar o dibujar una opinión acorde con el resultado. Pensando en que la historia la escriben los que ganan. Pretenden, está claro, quedar bien ante otra opinión, la del público, al que desean gobernar.
Opinar, cualquiera opina. Y eso es lo más peligroso. Que cualquiera lo haga. Y, encima, como si supiera.
Los opinadores de oficio se multiplican por estos días porque a falta de un buen pago hay quienes lo canjean por la firma. Y entonces, muchos de ellos, se animan a firmar hasta los epígrafes. Es que en su desesperación por ser conocidos y en lo posible importantes se atreven a cualquier cosa. Aún a las que a ningún prudente se le ocurriría.
Son, ya se ve, tan peligrosos como los que se venden, como Judas, por treinta denarios, por el pancho y la coca o valores más importantes siempre materiales. Y se trata de alpinistas vocacionales que buscan el poder que da el dinero o un falso prestigio que da la fama.
Opinan como si supieran. Y en realidad no saben nada. A veces tienen fama. Pero no tienen prestigio. Ellos no distinguen entre una cosa y otra. Y si distinguen no se nota.
Para muestra bastan numerosos opinadores. El nombre y apellido los pone usted. Que también tiene derecho, como ellos, a publicar sus ideas por la prensa. O en la oficina, su casa, el bar de la esquina. O simplemente donde se pueda.
Lo bueno de las opiniones es que admiten otras opuestas pero también otras opuestas. Lo malo de los juicios es que son definitivos. Los opinadores de oficio suelen convertir sus opiniones en juicios. No saben, si ejercen el periodismo, que su misión consiste en informar.
La opinión viene después. Y con fundamentos. La mera sospecha es irrelevante. Aunque esté de moda condenar sumariamente y por sospecha.
Si no observe a los opinadores de turno que haya elegido como muestra. Se dará cuenta que se trasformaron en jueces. Y no son. Pero como si lo fueran. Encima, no hay derecho a réplica para defenderse. Tampoco tribunales de honor.

(AIBA)