Argentina
aniquilada
Por
José Enrique Velázquez
Alguna
vez el país asistió a una fuerte y tardía polémica
debido a la utilización de la palabra "aniquilamiento"
en un decreto que firmara quien era senador, Italo Luder, presidente
transitorio de la Nación durante la gestión Justicialista
de los años 70, que finalizara de manera abrupta el 24 de marzo
de 1976 con el golpe militar que implantó la dictadura más
sangrienta de toda la historia argentina.
Aunque el verbo "aniquilar" tiene una serie interminable
de sinónimos, su significado más cruel parece ser el
que interpreta un proceso cuyo objetivo sería el aniquilamiento
del país.
Y ese aniquilamiento se advierte claramente en la grave situación
política, económica y social que padecemos, pero que
tiene su expresión más elocuente en el crescendo de
la violencia urbana con constantes asesinatos de policías,
que en los primeros meses del año ha dejado una secuela de
víctimas propias de países en guerra.
El criminal accionar de bandas de delincuentes que se han apropiado
de aquella expresión "aniquilar" en sus acepciones
más feroces, como matar, ejecutar, exterminar, exhibe con macabra
elocuencia una grave fractura en la sociedad que se vio claramente
reflejada en el secuestro extorsivo del hermano del crack de fútbol,
Juan Román Riquelme. El jugador y su familia, conocedores de
los códigos villeros y de los ámbitos marginales, se
negaron rotundamente a dar intervención a la policía
y negociaron en forma directa con los secuestradores, pagando rescate
y recuperando con vida al joven Cristian Riquelme. A su modo -entendible
porque privilegió la vida de su hermano-- Riquelme confirmó
que en la Argentina de hoy existen dos tipos de leyes o de justicia:
la ley escrita o formal, la ley de quienes aún se mantienen
dentro de las reglas "de mercado" y la ley de la marginalidad,
que tiene sus específicos códigos. Junto con este fuerte
quiebre en dos de la comunidad, surge una cultura o subcultura que
instala a la policía como enemiga de los sectores más
carenciados. Y enemiga en la concepción típica de la
guerra, donde matar es el objetivo lógico e inevitable.
También es cierto que a esta subcultura se llegó por
múltiples motivos. Seguramente uno de los más importantes
tiene que ver con la dictadura militar de los ´80, que instaló
el terror entre los argentinos y logró terminar con aquel espíritu
solidario que prevalecía hasta entonces. Pero también
tiene relación directa con el tremendo empobrecimiento que
padeció nuestro pueblo en los últimos cinco ó
seis, producto del desgobierno postrero de Carlos Menem y llevado
hasta el paroxismo por la ineficacia ilevantable del "gobierno"
de la Alianza. Y no es un dato menor en el análisis el convencimiento
que tiene gran parte del pueblo sobre la corrupción que impera
en los más altos estratos del poder, sea del Ejecutivo, del
Legislativo, del Judicial, del sindicalismo y del poder económico
(parte ésta fundamental para que todo acto de soborno o cohecho
se pueda concretar). Estos factores, combinados, generan una deletérea
mezcla explosiva cuya detonación se está advirtiendo
en estos graves momentos. El secuestro express, copia local de la
moda impuesta en Colombia y que está en franco auge en Brasil,
sobre todo en San Pablo (donde se registra un secuestro seguido de
muerte cada 36 horas) es una muestra cabal de las consecuencias de
aquella mezcla.
Sólo la intervención atinada del Estado, desde la protección
social y el incremento de la educación, el crecimiento de la
economía con creación de puestos de trabajo y -también-
la acción represiva y preventiva de las fuerzas de seguridad,
como el esencial aporte de legisladores y jueces, pueden poner coto
a esta escalada de violencia que coloca a Argentina en riesgo de ser
aniquilada.
Pero nuestros antecedentes (nuestro prontuario, diría un autocrítico
dirigente político) no ayudan para salir con prontitud de esta
verdadera trampa del destino. La inopinada prisión de Domingo
Cavallo -es posible que sea merecedor de estar encarcelado, pero no
por el affaire de las armas-- es una muestra de nuestro contumaz carácter
y hacen dudar al mundo sobre nuestra decisión de cambiar. No
es menor la responsabilidad de los medios de comunicación,
cuya actitud parcial se ha puesto en flagrante evidencia con el tema
del dólar: cuando crecía hasta niveles exasperantes
sus valores eran difundidos como la temperatura o la hora, lo mismo
que las filas y aglomeraciones en el microcentro porteño; ahora,
que ha caído -en mucho, desde aquel tope de 4 pesos hasta los
actuales 2,60-- casi no existe como información.
El Fondo Monetario Internacional, convertido hoy en auditor universal,
y los Estados Unidos (¿gendarme del mundo?), han decidido castigarnos
ejemplificadoramente. Es posible que los argentinos nos merezcamos
este padecimiento al que somos sometidos por los errores cometidos
a todo nivel. Pero la implacable actitud del FMI y de su verdadero
patrón -USA-- que hoy exhiben, no se condice con la blandura
que tuvieron durante toda la gestión de Menem, ni con la condescendencia
exasperante que mostraron mientras hacía sus desaguisados la
Alianza en el poder. Los gravísimos dislates de muchísimos
dirigentes argentinos sumados a las dramáticas equivocaciones
propias de los técnicos del Fondo nos han llevado a un punto
de no retorno, donde cualquier error puede tornarse en irreparable
y aniquilar definitivamente al país.
La pretensión de los burócratas funcionarios del FMI
de expulsar del Estado a más de 450 mil empleados o de bajarles
los sueldos de manera dramática o eliminar de un plumazo los
innumerables bonos que proliferan en las provincias (que han conseguido
mantener a duras penas la cadena de pagos), apunta visiblemente en
la dirección incorrecta. Cualquiera de esas medidas contribuiría,
de manera exponencial, a transformar en un verdadero caos la dramática
crisis que vive Argentina. Sin embargo, en las últimas reuniones
parecerían haber comprendido mejor la real situación
social del país y habrían flexibilizado levemente su
postura.
El gobierno nacional, que parece buscar la concreción de un
Pacto similar a los de la Moncloa, no puede desconocer la dura realidad
de las provincias -menos que nadie el presidente Duhalde y el ministro
Remes Lenicov-- ni exigirles lo imposible. Salvo que la instalación
en los lugares de mayor poder del país haga olvidar las experiencias
vividas y las razones de porqué estamos como estamos. En tal
caso, la Argentina aniquilada sería una tétrica realidad.
(AIBA)