Prisión
perpetua para quien mate un policía
Por
Felipe Solá (*)
No
se trata de discriminación. Se trata de proteger al Estado
de quienes le disputan el monopolio de la fuerza y amenazan la integridad
de nuestra sociedad.
Nadie que mate a un policía, una vez aprehendido, puede recuperar
su libertad. No se trata de que haya muertos que valgan más
que otros. Se trata de que la muerte de un policía es un crimen
contra el Estado, un disparo al corazón de su razón
de ser: el monopolio de la fuerza, para proteger la convivencia social.
Si los responsables de garantizar el orden y de proteger en nombre
del Estado a la comunidad, pueden ser asesinados impunemente y sus
victimarios gozar de beneficios procesales que les permitan alguna
vez recuperar la libertad, el Estado mismo -como expresión
de una comunidad civilizada y democrática- terminará
de suicidarse.
Los asesinos de policías deben saber que, de ser detenidos,
habrán de morir en prisión. En concordancia con esto,
todo delito cometido contra la integridad física de un policía
en ejercicio de sus funciones deberá tener penas más
graves que los que afecten al común de los ciudadanos. Una
vez más, no se trata de discriminación a favor de los
uniformados, se trata de proteger al Estado -de una vez por todas
asumámoslo como propio y necesario- de quiénes le disputan
el monopolio de la fuerza.
Normas que tipifiquen y jueces que sancionen estos hechos, se hacen
hoy imprescindibles. ¿Resolveremos con esto la profunda crisis
que afecta a la seguridad pública? Definitivamente no. La crisis
es sistémica y no deja a ninguno de los actores fuera de su
alcance corrosivo. La justicia, la ley, el sistema carcelario, la
participación comunitaria y la misma policía son sujetos
de una crisis íntimamente ligada al desquicio institucional
sufrido por la República, desde la instalación -noventa
años atrás- de la democracia moderna.
Así como no recrearemos la confianza pública en los
dirigentes con la "política espectáculo",
ni el prestigio de los jueces con "la justicia mediática",
tampoco restauraremos la seguridad a golpes de efecto o con medidas
destinadas a saciar temporalmente la vindicta pública. Nuestra
sociedad reclama acciones y no actuaciones, políticas de Estado
y no respuestas ventajeras montadas en el último sondeo de
opinión.
Atropellos totalitarios, democracias fraudulentas o contaminadas de
autoritarismo; crímenes atroces cometidos desde el Estado prostituyendo
sus instituciones a los ojos y vista de una justicia ciega de complicidad
y una sociedad reaccionando solo al borde de su disolución,
son una carga demasiado pesada como para aliviarla mágicamente.
Proponemos sólo un punto de inicio que permita reconstruir
la autoridad de un Estado anémico y desmantelado. Que los delincuentes
sepan que matar un policía acarrea la pérdida definitiva
de la libertad, porque si el Estado quiere sobrevivir, no puede tolerar
que se le dispute abiertamente el monopolio de la fuerza que una comunidad
democrática le delega.
Para que nadie suponga que ignoramos los hechos de corrupción
y los crímenes que han dañado seriamente la confianza
entre la policía y los ciudadanos, proponemos también
que sean sancionados más severamente, llegando incluso a la
prisión de por vida, los delitos cometidos por funcionarios
policiales.
No habrá soluciones mágicas, ni sirven las reacciones
espasmódicas si no se enmarcan en una estrategia integral de
abordaje de la crisis que afecta a la seguridad pública, incluidas
especialmente la lucha contra la pobreza y la inequidad social. Pero
por algún lado hay que empezar y no está mal que lo
hagamos protegiendo a la institución policial -incluso de aquellos
que la deshonran- para detener una sangría que de continuar
amenaza con transportarnos, sin retorno, a la ley de la selva.
(*) Gobernador de la provincia de Buenos Aires.
(Especial para Aiba)