"Sálvese
quien pueda", camino directo al "hundámonos todos"
Por
Carlos R. Capdevila
El
problema, lejos de ser nuevo, es algo que podría denominarse
como una endemia genética que afecta a los argentinos desde
hace muchos años y que se acentuó en las últimas
cuatro décadas, sin pausa y en progresión geométrica
hasta conformar un ícono nacional: el "sálvese
quien pueda".
En realidad, esta definición --casi coloquial y ejemplificadora
de un muy utilizado lenguaje vernáculo-- es apenas la simplificación
de una habitual circunstancia ramificada hasta el infinito, que bien
puede tener su origen en la degradación educativa que padece
el país desde hace demasiado tiempo, pero mucho más
en esa denominada viveza criolla derivada de la "universidad
de la calle" que trastoca valores éticos esenciales del
ser humano.
Allá lejos y hace tiempo escuchamos por primera vez otro aforismo
que definía ya el peligroso perfil a que hacemos referencia:
"los argentinos admiran a Isidoro Cañones y no al cacique
Patoruzú". Tal vez sea esta aseveración la más
exacta analogía de lo que ha ocurrido con el ser nacional.
Las pautas culturales que permiten a otras naciones convivir en sociedad
han desarrollado aquí la dirección inversa, amparándose
en otra frase popular: "hacer la mía y no preocuparme
por los demás".
Por esta razón, mientras los países que hoy miramos
con envidia alcanzaron niveles de convivencia y desenvolvimiento social
muy altos, la Argentina fue involucionando, envueltos sus habitantes
en la fantástica tarea de mirarse el ombligo y creer que los
comisionados --voto mediante-- para gobernar debían ser distintos
a nosotros, esto es preocuparse por los demás, por la comunidad,
por la sociedad, por el futuro, por nuestros hijos, por el país...
en fin. "Que otros lo hagan, mientras nosotros seguimos en la
nuestra". Pero los mandatarios surgieron de la misma sociedad
ya contaminada que todos integramos.
Un caso testigo: poca hipocresía puede ser mayor entre los
adultos que asegurar que en 1976 nos horrorizamos ante el golpe militar.
Salvo Ricardo Balbín, no recordamos a nadie que se opusiera,
pública o privadamente. Nadie lo hizo ni lo quiso hacer porque,
en el fondo, todos esperaban que "el que subiera" nos hiciera
fáciles las cosas y, fundamentalmente, terminara con el caos
reinante. Esa sensación de preocuparnos por nosotros mismos
y olvidar a la comunidad, a nuestros semejantes, a la necesidad de
vivir bajo la ley y el orden se profundizó aún más
en los últimos años, donde hasta vimos con simpatía
a los picarones que transformaron a la corrupción en un entretenimiento
lúdico.
Porque, a partir de 1983, aunque no lo admitiéramos en nuestro
fuero íntimo, vimos cómo los elegidos por el pueblo
hicieron trizas un país. Unos y otros, tirios y troyanos compitieron
por demostrar mayor poder de destrucción por desidia y latrocinio.
Los mandatarios del pueblo conservaron la perniciosa costumbre y la
potenciaron basándose en dos elementos básicos para
esta filosofía: oportunidad e impunidad.
Y mientras el beneficio personal --el "sálvese quien pueda"--
imperaba a diestra y siniestra, los habitantes comprendimos demasiado
tarde que ya era demasiado tarde. El oportunismo de creer que la obligación
del mandatario es zafar y tirar la pelota hacia adelante (sin olvidar
el beneficio personal) fue admitido por la población, más
empeñada en imitar al gobernante o legislador de flaca gestión
pero gordos bolsillos, que en exigirle --antes y durante-- cuál
era su función y su misión.
El Congreso Nacional, ejemplo contundente de lo que aquí afirmamos,
suele abordar los problemas serios con trabajos intrascendentes que
sólo sirven para ser exhibidos ante los interesados en una
determinada cuestión. Es una forma vil de salir del paso ya
que su aprobación no tiene absolutamente ningún efecto.
Sólo es un gasto de tinta, papel, tiempo y esfuerzo del personal
legislativo. El texto de la gran mayoría de los proyectos llamados
de declaración expone que "La H. Cámara de Diputados
(o el H. Senado) de la Nación, vería con agrado que...".
En cambio, las iniciativas fuertes, las que tienen forma de leyes
y afectan en serio nuestras vidas, generalmente se sancionan para
nunca ser promulgadas o, si lo son, jamás ser aplicadas o controladas
más allá de lo necesario y "pour la galerie".
En cambio, algunos proyectos de segura aplicación llegan desde
el Poder Ejecutivo y son despachados velozmente, "a libro cerrado"
y sobre tablas, sin el análisis y el debate al que están
obligados los representantes.
La República Argentina viene careciendo de planificación
desde hace demasiado tiempo. En los sucesivos gobiernos todo se ha
limitado a emparchar, remendar, "zafar", sacarse el problema
de encima en el menor tiempo posible y sin ofender a quienes depositan
la confianza (léase votos) para procurar la reelección.
Hasta el trato que se ha dispensado a las universidades nacionales
ha sido en la mayoría de los casos ofensivo, como es claro
ejemplo la UBA, donde un hombre se entronizó en el poder omnímodo
que ejerció durante 16 años. No tienen cabida los catedráticos
sino los políticos y amigos de la militancia; tal como ocurre
en la Justicia, donde la afinidad con tal o cual partido desplazó
al academicismo, a la sabiduría, a la experiencia. Y así
estamos.
Hemos llegado al extremo de que quien preconizaba a los cuatro vientos
que el modelo de la Convertibilidad se agotó en 1997, llegara
al 2002, devaluara y ni siquiera bosquejara un elemental plan para
salir adelante acertadamente, tal como lo hicieron México y
Brasil.
El "sálvese quien pueda" ha sido el camino más
directo para llegar al "hundámonos todos".
(AIBA)