La
intolerable orfandad de poder (II)
SIN
PROMESA CUMPLIDA NO HAY GOBIERNO
Por
Julian Licastro (*)
"Sin estar obligados a cumplir las promesas,
no podemos mantener nuestras identidades...".
Hannah Arendt
La
grandeza o el renunciamiento
Como lo han enseñado siempre los grandes maestros, pertenece
al ser el poder demostrativo de la idea y, con ese poder, el don de
la palabra que la expresa con sentido y sentimiento, vinculando entre
sí a las personas para actuar en común. Así "el
gran pensamiento confiere grandeza a la acción" (Nietzsche),
y las cosas se ponen en marcha siguiendo una iniciativa capaz de orientar
los acontecimientos. Sin esta dimensión espiritual no hay estadismo,
sino una mera ocupación de las posiciones de mando, tan lamentable
como efímera ante el reloj implacable de la historia.
Frente
a las decisiones que afectan la propia vida de la comunidad, la grandeza
no es un lujo de las personalidades heroicas. Es una necesidad a satisfacer
por quienes conducen, especialmente en una situación crítica,
porque ella inspira las vías extraordinarias, por su raíz
profunda y creativa, para salir de los problemas imposibles de resolver
por las mentalidades rutinarias. Por esa cualidad, que se extraña
de los grandes líderes que la supieron ejercer, se rompen los
chalecos de fuerza de una situación que es mal evaluada, estadísticamente,
como simple cálculo de probabilidades e inercias ("el
no se puede").
Cuando
la grandeza no existe y ni siquiera es imaginada, porque priva una
noción del poder como privilegio y apropiación de hombres
menores, aferrados a la posibilidad de seguir aprovechándose
de las circunstancias: la política muere. Y esta muerte se
revela no sólo como falta de congruencia y de transparencia,
sino como ausencia absoluta de intención estratégica
o proyecto. La palabra, contrariando los principios enunciados, no
es utilizada para mostrar y demostrar las ideas de conducción,
sino para ocultar, disimular y confundir sumando al caos y la violencia.
Es
una demostración de fuerza pero al revés, porque evidencia
la debilidad de un liderazgo ausente y un retroceso total en la situación
del país. La grandeza es imprescindible porque hay que desarrollar
la persuasión detrás de un plan coherente y esto exige
unidad entre el pensar, el decir y el hacer. De este modo, es posible
"ordenar el futuro", dando una base firme, de certeza, para
eslabonar las acciones políticas, económicas y sociales
que es imprescindible ejecutar.
La
identidad política compartida
Simultáneamente, la persuasión favorece la unión
y la organización de las personas con fines de acción
colectiva. Es la palabra dirigida a esclarecer el bien general y no
a encubrir los beneficios sectoriales injustos. Por esta razón,
decimos que hay que persuadir para construir lo permanente y que "sólo
la organización vence al tiempo", evitando la improvisación,
los cambios súbitos e inconsultos de dirección y la
contraposición persistente de actitudes y medidas. Tal proceder
desgasta toda credibilidad y al desordenar el futuro, invirtiendo
la lógica conductiva, se suicida políticamente.
La creatividad y la credibilidad requieren, antes que nada, una identidad
política: una respuesta concreta a la pregunta ¿quién?
¿quiénes? asumen de verdad la conducción. Una
respuesta por lo esencial, no por lo contingente. Una respuesta por
el ser auténtico y no por las características secundarias
a la personalidad del liderazgo. Sin el quién no vale el qué
ni el cómo, que significan conceptos subordinados a modalidades
y procedimientos opinables y perfectibles. Por eso, el problema argentino
no es económico sino político y el problema político
es de conducción.
Sin atender a lo esencial, la discusión se vuelve artificial
e inocua, y cuanto más se habla menos se dice y cuanto más
se oye menos se escucha, porque la comprensión es imposible
en la alienación de la realidad elemental. Las soluciones fáciles
no existen. No hay gobierno firme sin ideas firmes. No hay conducción
sin organización. No hay organización sin persuasión,
ni plan, ni liderazgo. En cambio, la identidad política, la
identidad compartida, se hace sentido de pertenencia, principios de
soberanía y permanencia y fuente creadora y acumuladora de
poder nacional.
La
posibilidad de conducir navegando en la incertidumbre del provenir,
requiere capacidad de proyectar y "facultad de prometer";
porque la promesa, creíble y cumplible, es la clave humana
de la planificación como hecho técnico. Pero esta promesa
genuina, expresada como afirmación del ser lanzado al futuro
para empezar a conquistarlo desde ya, hay que distinguirla de la falsa
promesa, hecha con el propósito deliberado de engaño.
La promesa real, como contenido de la exigencia de confianza del pueblo,
válida para restablecer un pacto democrático de soberanía
republicana, debe ser mantenida y cumplida, so pena de destruir la
conducción. Por eso cuando alguien incumple sus promesas, "no
es quien" ante la gente, para imponer nuevos sacrificios ni suscitar
nuevas esperanzas.
La
conducción se juzga por los resultados
Con palabras sencillas y sabias un presidente argentino resumía
esta ligazón conceptual entre identidad y promesa ("mejor
que prometer es realizar"). El no decía que prometer fuese
malo, porque sabía que sin promesa sincera no hay fe convocada,
ni proyecto activo, ni resultado en el tiempo. Pero señalaba
sintéticamente que la promesa debía concluir en su cumplimiento,
en la realización de lo ofrecido, como reaseguro para seguir
conduciendo y avanzando en el plan. Por el contrario, roto el acuerdo
y la confianza, se hace imprescindible recambiar las jefaturas fracasadas,
por la causa que sea, ya que la conducción se juzga por los
resultados y ésta ha sido irónicamente la gestión
"populista" más antipopular de la historia.
No
es que, respecto de la acción, no valgan las buenas intenciones,
cuando éstas tienen que definirse en objetivos y metas del
plan; pero justamente no pueden permanecer y declamarse como meras
propuestas o ensayos, en reemplazo del logro prometido. Por eso se
dice que "de buenas intenciones está empedrado el camino
al infierno", forma popular de condenar la serie inacabable de
expresiones de deseos, que abunda en la retórica de los discursos
políticos y económicos vacíos de la dirigencia
decadente.
Hay labores y trabajos que se pueden y aún se deben hacer en
silencio, pero la acción del estadista no. Aquí es necesaria
la palabra reveladora de la esencia espiritual, intelectual y estratégica
de los protagonistas, para que la comunidad que está en sus
manos pueda juzgar con claridad el pasado, presente y futuro previsible
de su actuación. Y de acuerdo a ello, brindar su apoyo o exponer
su discrepancia. Esta revelación política, obviamente,
no se produce en la simple lectura de "puntos" de coincidencia,
que se parecen más a un recurso de la militancia juvenil, que
a una definición operativa de veteranos gobernantes en funciones.
Se trata entonces de iniciar algo nuevo, cambiando de discurso y de
acción, para lo cual hay que erigir una nueva conducción,
legitimada por el voto de los ciudadanos, por la mayoría de
ellos, más allá de los niveles de abstención
que puedan registrarse. Porque la peor abstención política
es ésta, que sólo deja lugar a la protesta y no a la
propuesta de la sociedad. La dirigencia se niega a provocar su relevo,
porque sabe que el cambio que viene es drástico y no quiere
atentar contra su propia supervivencia. Aunque soslayar una realidad
tan grave es un despropósito semejante a "tratar de tapar
el cielo con las manos".
Iniciar algo nuevo
El laberinto actual tiene dos salidas clausuradas. Primero, la simulación
de un régimen parlamentario en un sistema presidencialista,
donde el primer magistrado es un congresista más. Segundo,
la poliarquía de los gobernadores, donde el centro de la mesa
lo ocupa un jefe provincial más. Por consiguiente, el vacío
de poder de hoy es la anarquía de mañana, en brazos
de una violencia social con múltiples facetas, potenciada por
la incapacidad de realizar el cambio por la vía institucional.
Esta es la negación política que liquida a la partidocracia.
Como
las fuerzas de la defensa nacional no deben, ni quieren, ni pueden
dar un golpe militar, configurando una situación inédita
en nuestra historia, todo el peso recae en una dirigencia anulada
por su falta de visión, de gestión y de coraje, cerrando
ante los ojos de todo el mundo el capítulo ya viejo de su vida
cívica útil. Por lo demás, su intento desesperado
de convocar figuras desprestigiadas o sospechosas, para armar gabinetes
de entorno, sin excelencia profesional ni política, ha dejado
afuera valores que ahora tienen que reagruparse con los nuevos liderazgos
emergentes.
Todo
está listo para retomar el sentido de patria y de grandeza
que nunca debimos perder, más allá de la prolongación
de una agonía tan dolorosa como innecesaria. No somos "un
país pobre sino empobrecido", a pesar de estar "condenado
al éxito", como se repite sin convicción, en una
frase hecha para el golpe de efecto. Recordemos mejor que la política,
como la vida, se manifiesta en procesos: cada uno de ellos con principio,
desarrollo y final, donde las consecuencias de lo que se va se encadenan
con la causas de lo que viene. Por eso la terminación desastrosa
de los ensayos políticos negligentes y las operaciones económicas
de desfalco, pueden condenar al fracaso a varias generaciones argentinas.
Julián Licastro es autor, entre otros, de los siguientes libros:
"Formación de dirigentes para la nueva política",
1999, "Líderes Comunitarios: el quinto poder", 2000
y "La voluntad de conducción", 2001.