El pueblo... sabe de qué se trata?

El día que se fueron
y apagaron la luz

Por Horacio García Bossio

LA PLATA, 20 JUN (Especial para AIBA). La inseguridad es uno de los temas que más preocupan a la ciudadanía. La violencia que se manifiesta en cada uno de los atentados contra la vida y la propiedad de los indefensos argentinos ha generado un estado permanente de miedo.
Pero existe otra inseguridad, no menos espantosa que se cierne sobre nuestras cabezas y, lo que es más grave, sobre el futuro de nuestros hijos, que es la inseguridad laboral. Y justamente son los jóvenes los más vulnerables en el proceso de precarización del trabajo. Y dentro de este grupo de riesgo, las mujeres son las más perjudicadas por una coyuntura de desempleo estructural que pretende robarles las esperanzas.
Si bien es cierto que vemos a chicos y chicas jóvenes atendiéndonos en un video club, en una pizzería, en el supermercado o volando arriba de una motito en el servicio de delivery, éstos se enfrentan con un sistema demasiado flexible como para despedirlos sin indemnizarlos, una vez finalizado el período de prueba, o para pagarles salarios bajísimos con jornadas laborales extenuantes, o para amenazarlos con el desempleo si no cumplen con pautas autoritarias de gestión empresarial, que incluyen desde el acoso sexual hasta la nueva versión de acoso moral.
Si a esto le sumamos la crisis de las estructuras de representatividad de muchos gremios, la sensación de desprotección es tan grande como cuando andamos solos en la calle en un barrio peligroso (quizás esta última situación cambie debido a los "super poderes" recibidos por la Policía).
La solución para muchos jóvenes ni siquiera está en Ezeiza, ya que posiblemente se queden varados por el escándalo de Aerolíneas, por huelgas de algunas empresas o por la suspensión de vuelos decididas precautoriamente por otras. Y si logran salir del país, el Primer Mundo con su hipocresía de desarrollo los está esperando... con tareas que no respetan sus calificaciones profesionales.
Esta bendita Argentina es una nación extraña. Por un lado, recibió a una oleada de inmigrantes de la cual todos somos sus herederos. Por otro lado, se ha jactado de expulsar a su gente, irremediablemente. Desde San Martín a César Milstein, desde Sarmiento a Mario Bunge, nos emperramos en exportar nuestras mentes más brillantes, para tener que soportar la ignorancia de los personajes menos inteligentes, y por ello, los más prepotentes.
Vivimos añorando una realidad que no es, criticando los esfuerzos y logros cotidianos. Desandamos el camino de la esperanza, "esperando" que en un mañana glorioso el destino nos ilumine con su varita mágica, sin descubrir la maravilla de ser los arquitectos de nuestra propia superación.
Algunos historiadores que han estudiado el proceso de asimilación del inmigrante en la etapa de la llamada Argentina Moderna, durante la llegada masiva de europeos a nuestras tierras (un escrito clásico en ese sentido es el de Cornblit, Gallo y O´Connell, La Generación del ´80 y su proyecto, publicado por Desarrollo Económico, Volumen 1, en 1962) señalan que en la relación particular entre el país receptor y el país expulsor se articulan mecanismos socio-políticos que promueven o dificultan por igual la integración del extranjero a una comunidad nacional.
En el caso argentino (a diferencia del norteamericano), la integración del inmigrante al proceso de nacionalización fue muy lenta, e inclusive el gobierno del General Roca incentivó la entrada de "brazos" para el modelo agroexportador y no de "cabezas" pensantes que pudiesen discutirle la hegemonía del poder. Además, los investigadores explican que la composición mayoritariamente de italianos dentro del cupo inmigratorios le dio a este fenómeno demográfico un tinte especial, ya que la masa de recién llegados de la península itálica tenía una fuerte tendencia a volver ni bien consiguiera una posición económica estable.
Paradójicamente estos "tanos divinos" levantaron con sus ganas las bases materiales de esta casa nuestra, pero sin dejar de hablar ese cocoliche endemoniado, luego de vivir más de treinta años en la Argentina. Ese fenómeno, pero al revés, se está notando en los argentinos desperdigados por el exterior, que no terminan de adaptarse al mundo (pese al éxito en sus profesiones) y añoran el sentimiento tanguero de "volver"... pero no con la frente marchita.
En síntesis (diría Santo) deberíamos pensar que la recesión es un fenómeno de la economía, no de la esperanza. Por lo tanto, no condenemos a nuestros jóvenes al vacío de creer que todo está perdido, porque si abortamos las alas del mañana, estaremos cavando la tumba del presente. (AIBA)


 

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