Hecho
en casa
por
Juan Rey
No
queda otro remedio que producir otra vez lo que se producía
aquí y se dejó de hacer porque a alguno de esos entregadores
de lo nacional, convertidos en ministros de Economía, se le
ocurrió que afuera se conseguía igual, más barato.
Y con el sello de calidad del que, según su visión,
carecían los productos hechos en casa.
Desde Martínez de Hoz para acá, gobiernos de distinto
signo y economistas de parecidas intenciones avanzaron, con prisa
y sin pausa, hacía la desnacionalización de lo nuestro.
Nos fueron convenciendo que lo hecho afuera era mejor y convenía
más. Así fueran zapatos, camperas de cuero, dulce de
leche, biromes, ropa de vestir, tejidos o artesanías.
El proceso se aceleró hasta el punto de que resultara más
fácil cambiar lo viejo o deteriorado por un producto nuevo.
Eso, por aquello de que costaba más arreglar que sustituir.
Al menos al principio de la historia. Porque después, con la
invasión definitiva de lo Hecho Afuera, no quedó otra
posibilidad que remplazar lo averiado por algo nuevo pues habían
desaparecido los encargados de arreglarlos.
Algo semejante ocurrió con empresas y fabricantes, a los que
resultaba mucho más conveniente comprar afuera para vender
aquí. De paso, evitaban mantener plantas de personal, con los
conflictos del caso. Las reducían a lo mínimo. Si la
cuestión eran camisas y pijamas --es un caso-- lo ideal era
contar con un par de empleados y un vehículo para la entrega
y distribución. Lo mismo con otros productos: la mayoría.
Buenas ventas con poco personal. Así de simple.
Centenares de empresas empezaron a desaparecer, cuando China todavía
no se había integrado a la expansión comercial, en los
tiempos del Proceso de Disolución Nacional. Y cuando arribó
China, con tanta chafalonía y no pocas porquerías de
corta duración, fue el final. Nos invadieron. Acabaron con
lo que quedaba.
Aunque, faltaba otro paso: el de la devaluación. Que agrandó
los precios. Todos. Incluidas las baratijas. Y nos dejó sin
nada. Desnudos. Sin posibilidad de reponer lo dañado y casi
sin expertos en arreglos de cualquier tipo: habían emigrado
a otros oficios corridos por la falta de clientes.
Tampoco quedaron empresas porque las de afuera arrasaron con ellas.
Muchas veces con el permiso otorgado por empresarios que pretendían
ganar mucho arriesgando poco. Y por otros que debían competir
en condiciones netamente desventajosas y fueron perdiendo posiciones.
Los empresarios del calzado, por caso. Y los dedicados a ropa y artículos
de cuero. Y las sastrerías. Y siguen empresas y oficios. Centenares.
Ahora, frente a la impiadosa crisis que no tiene antecedentes, se
acabó lo de comprar afuera, o lo de afuera. La única
solución es arreglar lo dañado o comprar lo hecho en
casa, aunque no haya mucho, casi nada. Pero hay que hacerlo. Producirlo.
Como alguna vez, cuando no éramos tan dependientes, se hacía.
Y bien. Producir lo que venía de afuera y no era mejor pero
costaba menos.
Seguro que no es fácil y es duro. Hay que empezar de nuevo
y sin capital. Pero no queda otro remedio que hacerlo para que un
día volvamos a ser lo que fuimos. Y el maldito Fondo y sus
representantes, después, que haga lo que se le ocurra. Incluyendo
a sus corruptos, que también los tienen y en abundancia. Son
los mismos que hacen un enorme negocio con las armas y la droga. Y
dictan normas de conducta a todo el mundo porque disponen del poder.
El del dinero. Que puede abrir casi todas las puertas menos una; la
del corazón.
Dicen que estamos a la cola del mundo. Y que carecemos de valor estratégico.
Pero no. Somos una grandiosa reserva alimenticia todavía inexplotada.
Y quieren quedarse con ella luego de bajarle el precio. De baratearla.
No somos ángeles, no nos faltan corruptos ni desleales ni traidores.
Tampoco son peores que quienes nos juzgan desde un injusto poder que
usan para su beneficio. El de unos pocos. Nunca el de la mayoría,
que tiene hambre y sed de justicia. La cuestión es de fondo.
Y no del Fondo ni de ninguna otra sigla. El único remedio es
volver a empezar, despejando el camino de los que actúan con
impericia, torpeza o mala fe. Será difícil pero es el
camino. El nuestro. Hay que cargar el pecho de oxígeno y avanzar.
Igual que antes. Cuándo éramos grandes. Y manteníamos
en pié el orgullo de ser argentinos.
Hay que producir otra vez aquí. Con el sello de calidad que
permitimos que nos robaran. Unos de aquí y otros de afuera,
a los que no hay que olvidar para evitar que reincidan.
Trabajar, trabajar y trabajar, producir, producir y producir, dicen
que decía Perón. Si es así no le faltaba razón.
Otros, también nosotros, lo hicieron. Y no les fue mal. Lo
que hay que meterse en la cabeza es que no estamos en liquidación:
nos quieren liquidar. Hay que impedirlo haciendo lo que dicen que
decía Perón.
Y el Fondo que se vaya al diablo aunque lo tengamos encima jorobando
la paciencia, tratando de confundir. Y de recaudar. O subsidiando
impiadosamente lo que ellos no producen y nosotros sí. En un
auténtico gesto de mala voluntad.
O de profunda enemistad y, porqué no, irrespetuoso. Que atenta
contra las reglas de juego. Que de todos modos fijan ellos. Mientras,
siguen abogando por los beneficios del libre mercado que manejan al
dedillo. Y lo practican para ellos en tanto a la mayoría, entre
la que figuramos, nos dejan encerrados en nuestro propio terreno.
Con libertad para hacer los que a ellos les conviene.
No son mejores. Tienen la manija. Y la usan mezquinamente. Será
cuestión de juntar voluntades para resistir
(AIBA)