El
sistema bicameral no debe ser amputado, sino optimizado
Por
Carlos R. Capdevila
En
el debate acerca de los excesivos gastos legislativos que se registran
en la gran mayoría de las provincias argentinas, se ha incluido
(sin que tenga nada que ver, por cierto) la discusión sobre
la conveniencia o no del sistema bicameral (senadores y diputados),
cuando el nudo del problema no pasa por la cantidad de representantes
sino por las erogaciones que se han ido permitiendo a los parlamentos
regionales a través de sucesivos aumentos presupuestarios.
Viene al caso recordar el ejemplo de un presidente norteamericano
de principios del siglo XIX, quien aludiendo a la costumbre de esos
tiempos de volcar el café de la taza al platito, como forma
de enfriarlo, hizo similar fundamentación para la necesaria
vigencia de ambas cámaras legislativas. "Los momentos
de fuertes manifestaciones del espíritu pueden llevar a la
sanción de leyes apresuradas, peligro cierto que disminuye
considerablemente cuando la norma pasa a la otra Cámara, se
analiza nuevamente y hasta es probable que vuelva con modificaciones,
dando paso así a la reflexión serena tan necesaria en
el dictado de leyes que regulan la vida de los ciudadanos".
Y si bien existen numerosas provincias con representación unicameral,
en el caso de Buenos Aires -entre otras- no debe asustar la cantidad
de legisladores y mucho menos la existencia de dos Cámaras
ya que para garantizar lo que podríamos llamar "federalización
provincial" debería conservarse la representación
distrital de diputados (designados por las ocho secciones electorales),
pero bien podría modificarse la de senadores eligiendo a estos
últimos -por ejemplo- a razón de uno por cada municipio.
Obviamente, estas reflexiones se basan en suposiciones de desarrollo
normal de las instituciones y especialmente de la plena independencia
de los Poderes, hecho muy poco común en los tiempos que corren.
Es que aunque existan las presiones, los acuerdos "por debajo
de la mesa" y otros factores de riesgo, siempre habrá
un margen más estrecho para las componendas si existen dos
Cámaras en lugar de una.
Convengamos en que todo irá mal -con uno o dos cuerpos parlamentarios,
lo mismo es- si la voluntad de los legisladores fuese eludir el verdadero
espíritu del proceso de formación de las leyes, o ejercer
oposición por la oposición misma, o bien obedecer haciendo
la venia al Poder Ejecutivo -por disciplina partidaria-, sin tener
en cuenta el contenido ni la calidad de las normas remitidas o propuestas.
La reciente consulta popular impulsada por José Manuel De la
Sota en su provincia, Córdoba, no deja de tener trascendencia
(más allá de lecturas específicas o lineales)
porque expresa la opinión de los ciudadanos. Pero no debe ser
malinterpretado su resultado ya que es innegable que todos nos inclinamos
por un sustancial ajuste de gastos burocráticos en cualquier
nivel (nacional, provincial, municipal, legislativo, judicial, etcétera).
Expuesto el problema con un razonamiento matemático (tengo
dos, saco una, me queda una), la supresión de una Cámara
encaja en los deseos de la gente, porque se siente cansada de despilfarros,
contubernios, corrupción directa o indirecta, nepotismo político
y otros males de la incipiente democracia que comenzamos a transitar
en 1983, padecimientos que la hacen opinar en forma directa y contundente,
sin analizar la esencia de cada caso en particular.
En términos generales, tenemos que recordar que los gastos
en las Legislaturas sufrieron incrementos notables en los últimos
años. En consecuencia, bastará con analizar los presupuestos
de una década atrás y compararlos con los actuales para
descubrir dónde están los desfasajes, los excesos y
las exageraciones. Con esta simple tarea podría dejarse de
esgrimir como una muletilla de buenos efectos demagógicos la
tan manoseada anulación de una de las dos componentes del sistema
bicameral.
Vayamos a un ejemplo muy claro: Si diez años atrás el
presupuesto de un cuerpo legislativo era de 20 millones y el del otro
de 15, ambos sumaban 35. Hoy, totalizan 170 millones (100 y 70), con
lo que ni siquiera suprimiendo uno de ellos se iguala el gasto anterior
mencionado. El problema no pasa por la erradicación sino por
la normalización.
Como en casi todos los órdenes de la vida, es bastante común
que cuanto más se logra, más de pide y más se
desea. En las Legislaturas ha ocurrido algo similar porque cada administración
fue incorporando lo que los representantes pedían (por diversas
causas) y a lo que anualmente el Poder Ejecutivo accedía, incrementando
las partidas presupuestarias. Y por duro que resulte, lo adecuado
es emprender el camino de vuelta, actitud que ya se venía insinuando
y ratificaron los actuales presidentes, Felipe Solá (Senado)
y Aldo San Pedro (Diputados).
Habrá que continuar en ese sendero, paralelamente a una optimización
de los recursos y a algunos cambios conceptualmente importantes en
la formación de un plantel profesional permanente para asistir
a los legisladores, inmune a los cambios políticos y a su engrosamiento
ficticio como atención de favores. No hablamos de operar sin
anestesia, pero sí de seguir adecuando lo que sea necesario
para evitar la extremista supresión que -seguramente- tampoco
atacará la raíz del problema. (AIBA)