El
gobierno del primer ministro Ehud Olmert acusó otra
vez la evidencia y pidió a la población permanecer
alerta. Sabe que la guerrilla cuenta con el arma para llegar
más lejos (los cohetes Zelzal, con un alcance de 200
kilómetros) y que sólo será cuestión
de que decida o no usarlos.
En
Haifa no tiene necesidad de decirlo. La guerra de cohetes
–y la “psicológica”, por desgaste
o por temor a lo que puede venir– está haciendo
estragos. El de ayer fue un día bajo sirenas: la primera
sacó a todo el mundo de la cama cuando todavía
no había amanecido.
“¡Ataque,
ataque, ataque!”, es el mensaje de la señal.
Los hoteles desagotaron pasajeros mal dormidos escaleras abajo:
los turistas, con sus documentos en mano. Los periodistas
–abrumadora mayoría– con cámaras
y máquinas de fotos. Un grupo obedece y va al refugio
subterráneo, el otro, a la terraza, a filmar, a ver
y a tomar nota.
Pasa
al tiempo y las explosiones no llegan. “Falsa alarma”,
se disculpa alguien, y todos a la cama. Todos, menos los aviones
israelíes que se van para bombardear Beirut, como todos
los días. Y aquí la jornada prometía
ser tranquila y hasta algunos, no más de veinte, se
animaron a pisar la playa.
No
fue por mucho, porque pasado el mediodía empezó
el castigo. A las 13.30 se oyeron las primeras explosiones.
LA NACION contó nueve, dos de ellas muy fuertes. Y,
con ellas, el grito histérico de una mujer que ordena
a sus hijos cerrar la ventana.
Habitantes
solitarios de la ciudad desierta, dos operarios de limpieza
deciden que la cosa no es para tanto y siguen empujando su
carrito. En la bahía, cerca de la codiciada refinería
que buscan los misiles, dos fragatas de guerra navegan en
guardia. Pasa un auto de policía y por el altavoz ordena
“pónganse a refugio, salgan de las calles”.
Y no tiene casi quien lo oiga, salvo los dos operarios y su
carrito.
Otra
sirena; llega la segunda oleada. LA NACION cuenta tres explosiones.
Desde la terraza se ve claramente la estela blanca de uno
de los misiles dirigiéndose hacia el cerro de los hoteles.
Algunos periodistas se echan al piso. El misil estalla en
el aire: “Lo interceptaron”, grita uno.
No
hubo confirmación oficial. Colina abajo, los operarios
del chaleco naranja se levantan de su propio cuerpo a tierra
y tendrán que empezar otra vez: el carrito se ha volcado.
Pasa
el rato y la gente empieza a salir de los refugios como quien
dice que ya ha sido bastante, que ya basta. Pero entonces
llega la tercera oleada: las sirenas suenan a las 15.10 otra
vez y el ataque parece más intenso, más potente.
LA NACION cuenta cuatro explosiones muy fuertes.
Vuelve
la calma y, poco a poco, la gente se anima, otra vez, a salir
de los refugios. Muchos están agotados. Hablan de lo
que pasa: que no duermen, que no comen, que no digieren, que
no se concentran, que no nada. Que no quieren que los hijos
vean televisión porque están hartos de oírlos
hablar de que vienen las bombas. |