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Los
que se fueron: ante la imposibilidad de conseguir la residencia
Desde mozos hasta estatuas vivientes: historias de argentinos en Barcelona
En la costa mediterránea, muchos jóvenes ejercen oficios
temporarios mientras dura el verano boreal
Dicen que es más fácil conseguir trabajo allí que
en Madrid
Cobran entre 700 y 900 euros (de $2600 a $3300) por mes y les alcanza
sólo para vivir al día
BARCELONA.- "A la pulserita, la pulserita de cuero argentino, a dos
euritos (7,50 pesos) la pulserita con cuero de La Pampa", anuncia
el vendedor en la playa de la Barceloneta, atiborrada de turistas alemanes
y franceses. Su voceo ambulante sería inconfundible hasta en la
Luna, pero aquí revela a otro más de los miles de argentinos
que intentan un rebusque en el verano europeo.
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Es que, en estas latitudes, el dato estival es que ciudadanos de nuestro
país copan las playas. No en plan de vacaciones, como -por desgracia-
ya se sabe, sino como inmigrantes tras la mayor posibilidad de trabajo
temporal que ofrece la principal fuente de recursos española: el
turismo.
Desde la Costa Brava a la del Sol sólo basta con moverse un poco
para tropezar con compatriotas ganándose el pan del mejor modo
que encontraron, aprovechando la necesidad de contratación estacional
que se genera para esta época.
En
Palamós, pueblo de pescadores, el pizzero Carlos es cordobés
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De los libros a la manteca
Paradojas de la historia -y un poco, su consecuencia- si hace cuatro
generaciones los argentinos tiraban "manteca al techo" en el
verano europeo, ahora les toca vigilar que ésta no falte en el
plato ajeno: buena parte de ellos trabaja como camareros. Algunos, tras
haber desertado una avanzada carrera universitaria.
Otros se las ingenian sobre la arena misma, donde ejercen de bañeros,
carperos o ayudan en los puestos informales de comida, que aquí
se llaman "chiringuitos". Aunque el fuerte, por supuesto, son
los restaurantes, donde tres palabras bastan para reconocer a un mozo
argentino: pregunta "¿qué les sirvo?", en lugar
del curioso "¿qué les pongo?" que dicen los cada
vez menos españoles dedicados al oficio de servicio que, por dureza
y sueldo, empiezan a desdeñar y a considerar "para inmigrantes".
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No tienen un perfil definido. Pero buena parte de ellos llegó hace
no más de cinco meses, rondan entre los 25 y 35 años, tienen
estudios terciarios, son capaces de defenderse en inglés y ganan
entre 700 y 900 euros (entre 2600 y 3300 pesos) al mes, por no menos de
8 horas diarias de trabajo al día, con media -sólo media-
jornada de descanso semanal.
Y, temerosos de las consecuencias, ni se les ocurre pedir más.
Porque el dato dominante es que no todos, pero sí muchos, cuadran
en lo que España define como "ilegales": inmigrantes
vencidos por la cada vez más engorrosa burocracia para lograr un
permiso de trabajo. Y aquí encontraron uno. Temporal y en negro,
pero empleo al fin.
"Es simple. Acá en la costa todo es más informal. Nunca
te dan un ticket, tampoco miran mucho tus documentos. Sólo te dicen
cuál es el trabajo y cuánto te pagarán. Mientras
dure, está bien", dice Esteban Lanfranconi, un porteño
de 27 años que, en vano, buscó empleo en Madrid.
"Sin papeles, como en mi caso, allí es mucho más difícil",
dijo. Hoy es mozo en un bar de Roses, cerca de Cadaqués, la tierra
de Salvador Dalí. Le vino bien el inglés aprendido en el
secundario de Paternal, porque trabaja con alemanes, ingleses o franceses.
Empezó en julio y sabe que tiene empleo hasta mediados del próximo.
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"Después, no tengo idea", dice. Afirma que, con mucha
suerte, sólo le quedarán 500 euros (cerca de 1850 pesos)
en la mano. "Es que éstos ni siquiera dan propina", protesta.
Rubén
"El Che" Pérez, un guerrillero en la costa barcelonesa
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Artesano por necesidad
Pablo Hermida integra la legión de vendedores ambulantes que recorre
las playas. Ofrece las pulseras de cuero que él mismo confecciona.
"¿Vos creés que esto es cuero de La Pampa?", pregunta
con picardía. Pero la artesanía es buena y se coloca bien.
"Aprendí de chico. Jamás pensé que me ayudaría
a vivir", dice.
Comparte un piso con otros seis jóvenes. "Vivo al día.
No me queda dinero para ahorrar ni para después", afirma.
Uno de sus compañeros sobrevive gracias al tarot que tira en la
playa. "Es un maestro el pibe, lástima que hoy está
por otro lado", dice.
A dos horas de allí, en Palamós, un pueblo de pescadores
devenido "encantador poblado pesquero", Carlos Pellegrino -cordobés
y ex transportista- trabaja de pizzero.
"No tengo papeles en regla. Aquí como bien -que ya es una
ventaja, para lo que te dan por un trabajo de ilegal - y gano algo",
dice. No tiene idea de lo que será de él en el otoño.
Ariel, un entrerriano de 28 años que llegó a España
en mayo último con su mujer y su hijo, bromea con que debe tener
"un angelito protector en el cielo", puesto que sin documentos
en regla tuvo mucha suerte. Trabaja en un cibercafé en la vecina
Platja D´Aro y, si bien eso se acaba con el verano, tiene en la
manga otra propuesta para después.
"Mi hermano lleva ya cuatro años en España y él
me ayudó mucho", confiesa.
A menos de cien metros, en otro bar, Jessica, una marplatense murmura
un tímido "me va bien, no me puedo quejar". No hay hora
ni día de la semana en que no se la vea trabajando, pero afirma
estar cómoda en un sitio "que tiene mar y se parece a donde
yo vivía". Antes se ganó la vida en Madrid, como empleada
doméstica.
"Lo conseguí gracias al pasaporte italiano. Pero no me gustaba
ni el lugar ni el trabajo", dijo. Y, cuando vio un aviso en el diario,
se fue a la costa. Pide que no le saquemos fotos.
Una carrera como bañero
Al poco rato llega Leo, que trabaja como repositor de mercadería,
y deja unos cajones de cerveza. "¿Ves?, somos un batallón",
suspira Jessica. No muy lejos, en la playa, Roberto Casano vigila el Mediterráneo
desde su torreta de bañero. Hizo primer año de Medicina
en Buenos Aires, pero lo que más le ayudó fue haber nadado
desde chico en el club River.
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Luciano, otro entrerriano de 25 años, dejó hace unos meses
su trabajo en la talabartería El Cardón y sus estudios de
comercio exterior. Hoy es mozo en un restaurante del balneario catalán
de Platja D´Aro, aunque su porte es más bien de dueño.
No tiene documentos en regla, está tramitando la ciudadanía
italiana, "pero no se cuándo saldrá, yo no podía
esperar más, lo mío en la Argentina iba cada vez peor y
me vine", dijo.
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En esta ciudad, una caminata por la rambla revela una decena de "estatuas
vivientes". Por lo menos cuatro de ellas, Julio César, el
Che Guevara y una parejita de cuento son argentinos "con experiencia"
en el oficio. Fabián Inglese, ex estudiante de escenografía,
está bajo el dorado maquillaje que acompaña su caracterización
del romano.
Los trajes antiguos de Karen y Jorge
llaman la atención en la rambla
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Rubén Pérez es la estatua del guerrillero que, a veces,
conversa un poco. Karen y Jorge soportan al rayo del sol los brocados
de su disfraz de pareja antigua. ¿Cuánto ganan con ese trabajo?
No lo dicen, pero las monedas caen y caen en la urna, a sus pies.
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Cerca de ellos, un bandoneonista porteño trata de llamar la atención
lo mejor que puede: toca magistralmente, pero disfrazado de "Hombre
sin cabeza". ¿Razones para semejante recurso? "Es que
han venido tantos tangueros, que si no me distingo por algo, la gente
pasa de largo", explica, con la boca oculta bajo la máscara.
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Atardece y se encienden las luces de los puestos de comida. Salen los
mozos argentinos. Sólo confían en que, a pesar de la espectacular
suba de precios, la temporada veraniega venga bien y dure lo más
posible. Porque después, el Mediterráneo -o al menos, su
costado próspero- tendrá otros negocios y ya no será
capaz de ofrecerles cobijo.
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Pocas veces la perspectiva de un fin de verano suena tan triste.
Silvia
Pisani, La Nacion, 12 de agosto de 2002
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