Así,
todos los días.
"Es
un sufrimiento cotidiano", se lamenta Naila Saik, una camarógrafa
que trabaja en Tel Aviv. "Cada mañana me levanto para ver si el
paso está abierto, porque lo habilitan cuando ellos quieren. Todos
estamos destruidos por los check points, nos ponemos muy nerviosos".
Hay
banderas palestinas y retratos de Arafat dentro de la ciudad, pero en los
hechos quienes organizan la vida de toda Qalquilya son los militares israelíes
apostados en el check point.
Un
automovilista cuenta que tiene que abrir una tienda en un pueblo vecino, a
sólo 15 kilómetros. "Pero cada día es una penuria
nueva. Entre preguntas, revisaciones y controles a veces pierdo hasta tres
horas de trabajo, y al volver a mi casa me vuelve a pasar lo mismo".
Dentro
de la ciudad pareciera que todo ha quedado devastado por una guerra. Algunos
destartalados taxis Mercedes-Benz de color amarillo aparecen, fantasmales,
doblando por una calle polvorienta, recogiendo pasajeros. Los van a llevar
hasta el retén, donde la escenografía bélica domina el
paisaje: obstáculos, nidos de alambres de púas, mangrullos de
vigilancia, blindados que apuntan hacia la silenciosa cola de palestinos.
De vez en cuando se escucha una orden por el altoparlante del coche patrulla,
un Hammer con varios soldados casi adolescentes a bordo.
Hasta
que estalló en junio de 2002 la segunda Intifada o rebelión
palestina, con un ejército de jóvenes suicidas dispuestos a
inmolarse con explosivos en el cuerpo en autobuses, bares, discotecas o cualquier
lugar de reunión de civiles israelíes, Qalqilya era una ciudad
jardín, próspera, pacífica y con un marcado intercambio
comercial con Israel.
Los
sábados, el día festivo de los judíos, la calle principal,
Al Saba, se llenaba de habitantes de Tel Aviv y otros pueblos vecinos que
compraban en sus tiendas y mercados frutas, verduras y todo tipo de legumbres
de la mejor calidad y a precios más baratos. En el último año
unos 600 comercios quebraron por la falta de clientes, y la calle es toda
una vía muerta, sin un alma, pura persiana al ras del piso y candados.
La romería que fue Al Saba con todo ese vocinglerío que genera
el regateo es ahora una vía dolorosa que tiene su propio Gólgota:
el muro que corta su asfalto abruptamente.
Pero
el drama que trastrocó la vida cotidiana de una ciudad entera es todavía
más hondo porque la relación de Qalqilya con los israelíes
era de ida y vuelta: 15 mil de sus hijos viajaban todos los días hacia
la pujante Tel Aviv para trabajar, sobre todo en la construcción. La
paradoja es que ahora algunos de ellos están ayudando a levantar el
muro.
Hassan
Jarub bordea los 50 años. Es un hombre de negocios, de tez cetrina,
movimientos enérgicos y siempre está dando órdenes a
sus empleados del vivero o atendiendo su teléfono celular sin dejar
de caminar en círculos y controlando que estén prolijamente
alineados en sus macetas los almácigos de mandarinas, naranjas y kinotos,
colocados bajo unas carpas blancas de unos 25 metros de largo. En Qalqilya
decían que era dueño del mejor vivero de Oriente Medio, a cinco
kilómetros del mar Mediterráneo. Lo era, en todo caso. La mayor
parte de su campo unas 5 hectáreas quedó detrás
del muro.
Su
propia casa está en el centro del invernadero, a sólo 10 metros
de la pared. Jarub, mirándola una y otra vez, porfía: "Desde
aquí, antes podía ver el mar. Ahora no sólo no lo veo.
Ya no puedo llegar hasta allí".
La
barrera de seguridad, como llama el gobierno del primer ministro Ariel Sharon
al muro, se empezó a construir en junio de 2002 para prevenir la entrada
de palestinos suicidas de Cisjordania. Pero para la Autoridad Nacional Palestina,
que lidera Yasser Arafat, es una excusa que esconde el propósito de
la anexión de más tierras, la formación de un nuevo mapa,
una nueva frontera y la expulsión, por la asfixia económica,
de más palestinos.
Por
ahora, el muro sigue adelante pese a la condena de las Naciones Unidas y varias
organizaciones de derechos humanos. Según un informe de la organización
humanitaria israelí B'tselem, la construcción del muro viola
una serie de derechos humanos que van desde la propiedad privada hasta el
derecho de la asistencia médica.
La
valla va de norte a sur, pero adentrándose en la Cisjordania, violando
la llamada "línea verde" que fue la histórica frontera
entre ambos pueblos desde que en 1949 el flamante Estado de Israel ganara
la primera de las cinco guerras contra los árabes. Sólo un 11%
de la extensión total del muro respetará la "línea
verde", el resto morderá un promedio de 20 kilómetros dentro
del territorio palestino.
Hasta
ahora, Israel, para levantarlo, demolió unas 2.000 casas y comercios,
arrancó de cuajo miles de árboles frutales y de olivos y dejó
sin tierras de labranza y de los vitales pozos de agua en el desierto a los
palestinos que viven cerca del muro.
Hassan
Jarub está resentido. Tenía varios viveros, pozos de agua y
sistemas de riego que las topadoras arrasaron en un segundo. "Espero
vivir algún día en paz, pero no será mientras 'eso' esté
separando mis tierras", asegura al equipo de Clarín-Telenoche
que lo entrevista a la sombra del muro. "En el 48 les sacaron las tierras
a mis abuelos; en el 67, las tierras de mis padres, y ahora me sacan las tierras
a mí. ¿Qué va a quedar para mis hijos? ", se pregunta.
Micky
Kratsman es un fotógrafo judío que lleva retratando las alternativas
del conflicto entre israelíes y palestinos desde 1986. Conoce muy bien
la emblemática Qalqilya antes y después de la barrera. "No
es ingenuo lo que hicieron porque si miles de familias están desalojando
Qalqilya y mudándose a otro pueblos más adentro de Cisjordania
es porque el muro hizo lo suyo. Tengo miedo de que si el sistema de Qalqilya
llega a funcionar lo apliquen en otros lados", advierte. Kratsman es
uno de esos pocos israelíes que creen que la paz llegará cuando
Israel devuelva los territorios ocupados y derribe el muro.
Pero
para muchos otros israelíes, Qalqilya es consecuencia de lo que pasó:
desde enero de 2001 casi un centenar de suicidas mataron a más de 250
civiles israelíes e hirieron a más de dos mil. Tal como se lo
ve, el muro que la rodea es hijo de la Intifada. Porque Qalqilya era un jardín
pero también el escondrijo de los terroristas que a un paso de las
ciudades israelíes eran el Mal al acecho, sospecha que después
tuvo su correlato con la realidad.
Una
madrugada del año pasado un adolescente palestino cruzó los
campos vecinos a Qalqilya antes de accionar el detonador del anillo de explosivos
que le rodeaba la cintura, apenas un kilómetro y medio más allá,
en la explanada de una estación de servicio que se llama, paradójicamente,
"Encuentro por la paz". El terrorista y dos de los colegiales del
grupo que esperaba el micro uno de ellos, Elirán Rozemberg, hijo
de padre argentino murieron y otros quedaron inválidos.
Todavía
atravesado por el dolor, el padre de Elirán defiende la construcción
del muro. "Si hubiera estado la valla, vos y yo no estaríamos
hablando de esto, ni nos hubiéramos conocido, y mi hijo estaría
vivo, y yo sería un tipo feliz", dice con una tristeza infinita
en sus ojos.
La
bronca de Qalqilya se expresa en los graffitis intramuro, escritos con aerosol
en todos los idiomas: "The wall es war", "Somos todos palestinos",
"Berlín, 1953". Extramuros, poco importa esto si se lo compara
con los atentados suicidas. El dolor ha instalado su propia frontera. Así,
hasta que la paz según Sharon sea una realidad. Los hechos le dan la
razón: Qalqilya es impenetrable, los atentados mermaron, y con ellos
los muertos.
En
el check point el ambiente es opresivo. Los palestinos caminan en silencio
hasta el detector de metales. La fila de automóviles espera. En una
casamata, un soldado con menos de 20 años tiene una misión de
enorme tensión: apuntar a cada conductor con su fusil automático
mientras el vehículo es revisado. Más precisamente, a la cabeza;
más exactamente, entre las dos cejas.
Así
son todos los días de Qalqilya desde junio de 2002 cuando en tiempo
récord Israel levantó lo que dijo era "el muro del futuro",
que aquí parece retroceder mil años en la historia.
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