Italia:
el futuro del país en la Oficina de Extranjeros Por la triste realidad de la pobreza, durante lustros los habitantes de la Península emigraron en busca no del éxito ni del sueño americano, sino de subsistencia. Como sabemos, entre los anfitriones de emigrantes italianos estuvo la Argentina, así como los Estados Unidos, Canadá y muchos otros países de América. Esto fue a finales del siglo XIX y hasta la posguerra; luego llegaron tiempos más difíciles y la emigración italiana tuvo que optar por horizontes aún más lejanos. Australia, por ejemplo. Durante los años 60, en pleno boom económico italiano, la emigración era también interna, del sur agrícola al Norte industrializado, y más tarde los meridionales siguieron su camino hasta llegar a Alemania. Tras más de un siglo de emigración casi constante, es notable que hoy Italia no sea más un país de donde la gente se va por necesidad, sino que atrae a los desheredados de la tierra y a uno que otro romántico que quiere vivir entre los descendientes de Rómulo y Remo. Lo primero que aprende un extranjero que se radica en Italia es la necesidad de registrarse y conseguir un permesso di soggiorno, el permiso de estadía necesario para vivir legalmente en el país. Este permiso existe desde hace decenios y es emitido por la Oficina de Extranjeros del Ministerio del Interior. A lo largo de los años, el procedimiento para conseguirlo ha ido cambiando, pero en general, en algún momento de su vida en Roma, los extranjeros han pasado por las oficinas de la Questura Centrale. Hasta hace unos quince años, antes de las grandes inmigraciones, la operación era relativamente fácil: había que presentar los documentos y esperar un tiempo para recibir el permiso. Hoy la situación es muy diferente, y los Uffici Stranieri evocan lo que debe de haber sido Ellis Island, en Nueva York, o su equivalente porteño. La Oficina de Extranjeros de Roma está en el gran edificio de la Central de Policía, fuera del cual suele haber un caótico grupo multirracial que pide información a los dos agentes de guardia. Estos, como italianos que son, suelen ser bastante amables o, en todo caso, al no tener la formal frialdad de sus equivalentes del norte de Europa, se relacionan con los postulantes de igual a igual. Sería fácil juzgar mal su manera de proceder, pero en general todo trato con el público es por definición difícil y con el que ha pasado un tiempo en una cola se comprende que la tarea de los vigilantes se hace más difícil: no todos los inmigrantes son humildes trabajadores en busca de pan; también hay gente arrogante y pendenciera, o vivos que quieren colarse. Una vez que se logra acceder al edificio, operación que según los momentos puede tomar un instante o varias horas, se pasa a un patio al cual asoman las varias oficinas donde se tratan los diferentes casos: trabajadores, prófugos políticos, reunión con familiares que aún están en el exterior o naturalizaciones. Generalmente se termina esperando un buen rato allí y, con el pasar de las horas, si se deja correr la mente, el patio del Ufficio Stranieri se transforma y adquiere características oníricas. Primero es un zoco: perfecta la actitud de los negros de Africa occidental vestidos con sus telas multicolores, sentados en cuclillas; los etíopes, con sus chales blancos y los árabes con sus diferentes atuendos; algunos con pantalones de traje, camisa y birrete de astracán negro; otros con pantalones holgados y chechia purpúrea encasquetada hasta las orejas. Los europeos del Este suelen formar un grupo aparte: provocativas, las mujeres; amenazadores, los hombres. Los latinoamericanos, ruidosos y semidesnudos, se ocupan de la banda sonora, y es consolador constatar que generalmente no hay muchos argentinos en este patio, tal vez por aquello de las dobles ciudadanías. Se reparten cigarrillos y todos fuman; las madres les dan el pecho a sus bebes. Todos conversan entre sí y hasta entre diferentes grupos raciales. “¿En qué idioma?”, piensa uno, y al escuchar mejor, se comprende que hablan en alguna forma de italiano básico. Es gracias a esta lengua franca como el patio, de zoco, se convierte en torre de Babel al revés. Las horas pasan y los funcionarios siguen recibiendo gente, tarea poco envidiable, pues cada vez tienen que interpretar reglamentos nuevos y aplicarlos a casos que no siempre son claros. A veces la paciencia se acaba, pero, para bien o para mal, los funcionarios saben conservar su humanidad. Se detienen para comentar a un chico –guarda che bello er pupo!–, y felicitan a la madre. Desde un punto de vista más general, lo que queda claro es que en los varios Uffici Stranieri de Italia se está forjando el futuro de este país. Con la natalidad de Europa casi en cero, está claro que de algún lado tiene que venir la mano de obra. Y es irónico que justamente en el norte de Italia, donde más fuerte es la influencia de las leghe, partidos nacionalistas y, digámoslo, xenófobos, es donde más se necesita la labor de los extracomunitari, amplio eufemismo adoptado para definir a los que no provienen de la Unión Europea. Pero
atención: no todos los que pasan por aquí están destinados
a trabajar siempre en fábricas o cosechar tomates. Con ya casi
veinte años de inmigración masiva, en Italia está
naciendo una nueva generación de exitosos empresarios extracomunitarios.
Es el caso de Mohammed (lo llamaremos así), que llegó de
Egipto hace veinte años, sin un peso en el bolsillo. Con él
hablamos de sus comienzos en un bar del centro de Roma; sobre la mesa,
un teléfono celular computadora; en el dedo, un anillo de oro blanco
con un enorme brillante. Mohammed está casi rapado, pues vuelve
de su primera peregrinación a La Meca. Al llegar a Italia, empezó
a trabajar en una florería y a ahorrar. Como el rubro le gustaba,
se inscribió en un curso municipal de floricultura y siguió
trabajando, a la espera de su oportunidad, mientras analizaba los varios
puestos de flores de la ciudad. Quince años después encontró
el que le interesaba en una de las plazas más centrales de la ciudad,
y fue al Ministerio de Bienes Culturales a informarse sobre si iban a
renovar la licencia y en qué punto de la plaza (el puesto estaba
justo encima de un monumento histórico). Le dijeron que iban a
correrlo y que el propietario había considerado que eso era una
mala noticia por alejarse del sector más comercial. No así
Mohammed, que pensó que el nuevo emplazamiento tenía una
menor exposición al sol y, por ende, la flores iban a durar más
sin marchitarse. Le hizo una oferta baja al dueño, que aceptó.
En cinco años, Mohammed convirtió al puesto en el más
lindo de la ciudad. Fue entonces cuando recibió la primera oferta
de compra: cuatrocientos cincuenta mil dólares. No aceptó.
“¿Qué hace uno con esa plata? –se pregunta–.
No alcanza para nada.” Siguió esperando y a los dos años
le hicieron una nueva oferta, que esta vez no pudo rechazar. Vendió
el puesto en un millón cien mil dólares, se compró
un departamento en Roma y se fue a La Meca. Ahora está de regreso;
no trabaja y se da un año de tiempo para encontrar una nueva florería.
“Lo esencial es estar atentos y saber esperar”, nos dice.
¿Alguien podría contradecirlo? |
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