Emigró
hace seis meses a Italia Pese a ser nuevo en el pueblo lo conocen todos sus habitantes SAN GIULIANO DI PUGLIA.- "Conocía a todos los chiquitos de diez años que murieron. Soy el único argentino del pueblo; llegué acá hace cuatro meses y medio y todos me venían a saludar. Les daba fichas para los videojuegos, charlábamos... Todos me conocían porque cuando se hizo un campeonato de fútbol, todo el pueblo vino a ver cómo jugaba el argentino. Uno de los chiquitos muertos me decía: "Nicolás, sos mi mejor amigo"." En este pueblito devastado, que llora la muerte de 26 niños y 3 mujeres, a Nicolás Antonio Ciccone, un joven de 25 años oriundo de Villa Maipú, San Martín, lo conoce todo el mundo. Llegó en mayo para probar suerte en Italia y conocer a la inmensa familia de sus "nonos", que, desde aquí, como muchos habitantes de la región Molise, partieron a principios del siglo pasado rumbo a nuestro país. "No vine por la crisis", contesta, ante una pregunta de LA NACION. "Allá, pese a la situación, no me faltaba nada. Vine porque de chico mi sueño era venir a Italia por lo que se contaba en mi familia. De chico era tan fanático de Italia, que en los mundiales hinchaba por los azzurri." . Ciccone, bautizado "l´argentino", debió dejar su casa a raíz del terremoto del jueves último, como los casi 1200 habitantes de San Giuliano di Puglia. El sismo dejó en toda la zona a unas 5500 personas sin techo. Desde ayer duerme en la carpa número 62 de la tendopoli (campo de evacuados), que decenas de bomberos, voluntarios, militares y miembros de la Defensa Civil construyeron a la velocidad de la luz a un kilómetro del pueblo para dar un techo a sus aún conmocionados habitantes. . Nicolás no se queja por lo que le deparó el destino. "La naturaleza nos hizo una mala jugada. Nos tocó a nosotros. Pero el dolor más grande que tengo yo es por los chicos, no es por mí", dice. . Además, se muestra admirado por la eficiente organización que puso a punto Italia para hacer frente a la emergencia. En el campo, parecido a los que se levantan para los refugiados de guerra, los cientos de socorristas poco a poco están construyendo una pequeña ciudad. En una carpa está la comuna; en otra, el hospital, y en otra, el correo. Ayer, hasta habían levantado una pantalla gigante para que los evacuados pudieran ver televisión. . Dentro de las carpas hay luz eléctrica, calefacción, camas de campo, colchones, sábanas, y la maquinaria de solidaridad funciona a la perfección. "Aunque no sé si ya pusieron duchas, la gente nos trata muy bien, las comidas son buenísimas y puedo llamar gratis a la Argentina", cuenta Nicolás, que repite una y otra vez que "éste sí que es el Primer Mundo" y destaca que, pese a hallarse a miles de kilómetros de su familia, no está solo: "Mis familiares de San Giuliano económicamente están muy bien y me tratan como a un hijo más". . Cavando con las manos Albañil en una empresa que suele hacer construcciones en Faenza, 500 kilómetros al norte de aquí, donde suele trabajar de lunes a viernes, Nicolás no estaba el día del terremoto de la muerte. Cuando se enteró de la catástrofe, volvió volando al pueblo y, junto a sus primos Giuliano y Michele, empezó a ayudar a cavar con las manos entre los escombros del colegio desplomado para rescatar a sus amiguitos. "Trabajamos hasta que llegaron los especialistas con los perros", recuerda. Desde entonces, Nicolás no paró de ayudar a los demás. Corriendo grandes riesgos, porque aquí la tierra no deja de temblar, la primera noche durmió a la intemperie, acompañando a sus bisabuelos, que, como casi toda la gente de mayor edad del pueblo, se negaba a irse de su casa; la segunda lo hizo en una carpa, pero sólo algunas horas, porque se la pasó dándoles una mano a quienes la necesitaran, y acompañó a sus familiares a ir a buscar ropa u objetos en sus casas destruidas. Ayer estuvo varias horas en el gimnasio-morgue, reconfortando a los padres de los chiquitos que tan bien conocía.
"Yo las cosas de mi casa las perdí, pero, ¿qué es más importante? Por supuesto los chicos. Ahora no tengo nada que hacer, y por lo menos acompaño a sus padres", dice Nicolás. "Estoy destruido porque nos conocemos todos en el pueblo. Por la parte de la familia de mi abuela, fallecieron dos chicos, y yo todavía no puedo creer lo que pasó", agrega. Pese a la tragedia, al drama de estar sin un techo verdadero, y al miedo constante por nuevos temblores, Nicolás no piensa en volver a la Argentina. "Vos sabés cómo es la realidad allá. Acá se murieron 26 chicos, pero por la naturaleza. No es porque los mataron. Hoy en la Argentina la vida no vale nada. Hoy en la Argentina no se puede ir a la cancha de fútbol. El otro día leí que River perdía 5 a 0 y se tuvo que interrumpir el partido porque si no se mataban", afirma. Foto: Reuters. Como todos los habitantes de San Giuliano, un pueblo destrozado en todo sentido, que muchos ahora temen que desaparecerá del mapa, Nicolás hoy irá al funeral de los 26 chiquitos y las tres mujeres víctimas del sismo, al que también asistirá el presidente de Italia, Carlo Azeglio Ciampi. Para él, como para muchos otros, la misa será una nueva puñalada, y un rito religioso distinto: "Con lo que pasó dejé un poco de creer en Dios", confiesa, sin duda conmocionado. La Nacion, 3 de noviembre de 2002 |
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